Extraños tótems de ayer y de hoy

Así como los prototaxites no convivían, sino que se imponían en solitario, líderes actuales priorizan el individualismo y la polarización a la cooperación.

Extraños tótems de ayer y de hoy

En los vastos paisajes del período Devónico (era Paleozoica, después del Silúrico y antes del Carbonífero), hace aproximadamente 400 millones de años, mientras se seguían plegando cordones montañosos, los árboles aún no se erguían, los primitivos tiburones patrullaban los océanos y la vida terrestre experimentaba sus primeras formas complejas, se erigían los imponentes prototaxites. 

Eran gigantes misteriosos que podrían haber medido hasta ocho metros de altura y un metro de diámetro. Su morfología se asemeja a la de un tronco, pero no eran árboles. Tampoco eran hongos en el sentido actual, y durante mucho tiempo incluso se barajó la hipótesis de que podrían haber sido algas.

Implican una forma de vida distinta a la de cualquier organismo conocido hoy en tierra firme. Se los considera eucariontes (sus células poseen núcleo y orgánulos membranosos), pero su clasificación desafía los límites del conocimiento (por eso hoy se sigue explorando su enigmática entidad, sin considerárselas plantas, animales u hongos). Su estructura interna, formada por redes de tubos entrelazados, sugiere una forma de nutrición por absorción.

Dominaron el paisaje durante unos 40 millones de años, especialmente en las tierras bajas y húmedas de lo que entonces era Gondwana, supercontinente que amalgamaba a las actuales América del Sur, África, la Antártida, Australia y la India.

El Devónico es llamado «Período de las plantas», apareciendo las primeras de carácter vascular (helechos, por ejemplo), que lentamente comenzarían a transformar la atmósfera y la geografía del planeta. También aparecen los primeros bosques primitivos y los vertebrados terrestres, aunque en formas elementales. Fue un tiempo de transición planetaria, de cambio de paradigmas biológicos. Grandes, solitarios, extraños, los prototaxites debieron haber impactado el orden ecológico de su tiempo. Su desaparición se asocia paradójicamente a la consolidación de nuevos ecosistemas de base forestal, que introdujeron competencia por la luz, por cómo nutrirse, por cómo comportarse frente a una creciente biodiversidad …

En la actualidad

Podemos imaginar a aquellos colosos alzándose ¿silenciosos? en tierras gondwánicas, complejas, en transformación constante. Fenómeno quizá comparable al ascenso de ciertos liderazgos políticos actuales, rupturistas, pendulares, fundamentalistas, totémicos, que emergen en un panorama afectado por transmutaciones.

Presentes golpeados por las crisis socieconómicas, todavía sufriendo coletazos tras la parálisis que en todo sentido supuso el Covid y sus derivas, erosionados por el descrédito institucional, la volatilidad del sistema político (en grave declive de su sustento principal, los partidos), severas transformaciones de la convivencia (potenciadas tras la pandemia) y el agotamiento del discurso liberal. Líderes personalistas que encarnan una forma de vida política que no encaja del todo en las categorías clásicas. 

No son simplemente neoliberales, ni conservadores tradicionales: son híbridos ideológicos, que metabolizan restos de otros discursos, combinando antiliberalismo moral con liberalismo económico (condenan el aborto, pero no la venta de órganos), o nacionalismo con globalismo digital (señalan el “día de la libertad” mientras imponen graves restricciones de intercambio a todo país del orbe que se atreva a no acatar sus designios). Invocando la protección de su pueblo y la soberanía nacional, adoptan posturas agresivas en política exterior, atacando o deslegitimando a naciones vecinas o aliadas cuando lo consideran funcional a sus alianzas y liderazgos internos, priorizando sus asuntos domésticos por sobre la cooperación y el equilibrio internacional.

Como los prototaxites, procuran elevarse solitarios y verticales: estructuras ajenas predestinadas a dominar el paisaje. Se incorporan como materia extraña, dentro de un orden institucional que por ahora los contiene, pero procuran mantenerse aislados y legitimados desde una innegable capacidad para captar la sensación colectiva de hartazgo. 

Así como los prototaxites se alimentaban de materia muerta, éstos se nutren de los restos del sistema político: partidos vaciados de ideas, movimientos sociales fragmentados, medios de comunicación desprestigiados, dirigentes cuestionados.

Sus estrategias descansan en la sobreexposición digital, la confrontación permanente, y una narrativa que no busca convencer sino imponer y dividir. Usan la provocación como herramienta de orden: allí donde hay ruido, sus desplantes y disrupciones determinarán algún rumbo. 

Así como los prototaxites no convivían, sino que se imponían en solitario, estos líderes priorizan el individualismo y la polarización a la cooperación.

Ya en el poder, sus estilos de gobierno combinan decisiones abruptas, discursos excéntricos y una estética de base populista que reniega de lo establecido. Rara vez construyen instituciones nuevas (salvo que se trate de organismos con potestades de reforma o recorte estatal).  

Pero quizás la metáfora más poderosa radique en el espacio que habitan: un mundo que sugiere, en su caos, una nueva Gondwana o -mejor aún- una más extensa Pangea, vinculada o fragmentada no ya por placas tectónicas sino por los algoritmos, las identidades crispadas, los mercados y los conflictos bélicos reales o potenciales. Una gran masa en tensión, que los prototaxites políticos unen o rompen según sus humores, sus intereses o sus pulsiones de poder. En este escenario, cada uno de ellos se percibe como tótem que canaliza ansiedades entremezcladas, en aras al logro de objetivos también difusos.

La pregunta, es si estos gigantes solitarios pueden perdurar, o si su existencia está atada a la excepción, a una etapa de transición. A transformarse con el tiempo en un curioso objeto de investigación, testigo de un tiempo que cambió y los absorbió. 

Como los antiguos prototaxites, puede que su desaparición no dependa de una derrota directa, sino del surgimiento de nuevos ecosistemas políticos, más densos, más plurales, con raíces verdaderas, aptitud para buscar la luz y capacidad de fotosíntesis democrática.

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