Hambre, consumo y valores en caída

Por Leonardo Boff

Hambre, consumo y valores en caída

“El hambre no puede esperar”.

Papa Francisco

 

Al considerar la historia humana constatamos que el hambre fue durante siglos un problema permanente. Porque, a diferencia de los animales, no tenemos ningún órgano especializado que garantice nuestra subsistencia, desde el principio surgió la urgencia de buscar lo necesario para saciar el hambre, ya fuera sacando el alimento directamente de la naturaleza, o conquistándolo mediante el trabajo.

El gran cambio se dio hace unos 10.000 años, con la introducción de la agricultura de irrigación. A lo largo de los grandes ríos de Oriente Medio, de Egipto, de la India y de China se empezó a usar la irrigación para obtener más productos, al tiempo que se domesticaban animales, como la gallina, el cerdo, la oveja y la cabra. Se produjeron los excedentes, que eliminaban el hambre.

Simultáneamente, hay que decir, surgió la guerra, pues los ejércitos llevaban comida suficiente para enfrentarse al enemigo, como, por ejemplo, entre los imperios mesopotámicos y Egipto, las potencias políticas de la época.

Producción en masa

Todo cambió con la llegada de la era industrial, desde los siglos XVII y XVIII hasta nuestros días.

Comenzó la producción en masa, con la posibilidad de atender las demandas humanas. Pero ocurre que ese desarrollo técnico-científico se realizó en el marco del capitalismo. En él se estableció desde su inicio la división entre el propietario, dueño de tierras y medios de producción, y el trabajador, que sólo poseía la fuerza de su trabajo.

Esa división se fue exacerbando a lo largo del tiempo, hasta el punto de que en la actualidad los dueños de las riquezas naturales y tecnológicas controlan el sistema económico globalizado, con inmensa desventaja para los asalariados, dejando a millones y millones de personas sin acceso a los bienes fundamentales de la vida.

Esta situación se agravó con la que fue llamada la “Gran Transformación”, con la cual una economía de mercado se transformó en una sociedad sólo de mercado. Todo se volvió mercancía: desde los órganos humanos, los saberes, la verdad, las noticias etc.

Esta lógica de valores neo-ultra-capitalistas es obtener lucro con todo, mediante la explotación ilimitada de los bienes y servicios de la naturaleza, a través de una feroz competición entre todos los mercados -supuestamente “libres”-, y una acumulación individual, o corporativa, que compite con el Estado en la gestión de la cosa pública, y paulatinamente va tendiendo a reemplazarlo, con la argumentación de su ineficiencia, o de la corrupción inherente a la política y a la administración pública.

En esta lógica, la producción procura, obviamente, atender demandas humanas de alimentación y subsistencia, pero si (y sólo si) tal proceso es lucrativo.

La propia producción es llevada al mercado, y consigue su precio en el juego de la competencia, sin cuidar los recursos naturales y la contaminación del medio ambiente (considerada una “externalidad”, a ser resuelta por el Estado, o sus restos sobrevivientes).

La enfermedad del remedio

Como se trata de generar riqueza ilimitada, se empezaron a fabricar productos no necesarios para la vida, pero importantes para hacer dinero. Así, junto con el consumo necesario, surgió el “consumismo”, un nuevo y determinante valor (o, en realidad, dis-valor) de nuestro tiempo.

El consumismo se caracteriza por la adquisición de bienes y servicios superfluos, no necesarios para la vida, con el objetivo de obtener ganancia económica. Gran parte de la producción se destina a la producción de tales superfluos generando el consumismo, principalmente de las clases ricas, pero también del resto de la sociedad.

Para estimularlo se usa la propaganda y el “marketing”: imágenes que hablan, cuadros seductores, músicas, YouTubes, filmes orientados para llevar a las personas a consumir tal y tal producto. No interesan los ciudadanos ni su nivel de conciencia, y menos aún, sus problemas existenciales: interesa que sean consumidores.

El hecho es que se ha creado la cultura del capital de consumo. Gran parte de los productos (TV, automóviles, electrodomésticos, ropa, zapatillas, e infinitas de otras cosas, en una espiral creciente que se retroalimenta a sí misma: soportes de esos nuevos TV, complementos de los mismos electrodomésticos, etc.) caen bajo la “obsolescencia programada”: están hechos para durar un tiempo limitado, obligando al consumidor a sustituirlos, comprar y consumir.

Prácticamente somos todos rehenes de la cultura del capital de consumo, obligándonos a cambiar los productos cada cierto tiempo porque se han vuelto obsoletos, como las computadoras (que requieren de cada vez más capacidad para los nuevos programas de software) o los “televisores inteligentes”, cuyas versiones de hace pocos años -o apenas algunos meses- ya no “soportan” las nuevas versiones de los programas y películas por “streaming”), o por la absolescencia en general de la tecnología imperante.

Sabemos de la fuerza intrínseca de una cultura que nos entra por todos los poros y naturaliza el estilo de vida. Qué difícil y largo es el proceso de superarla por otra. Es la cultura consumista, que continuamente renueva y prolonga la perpetuación del capitalismo de consumo que es su condición y su principal consecuencia.

El límite físico

Entre tanto, en los últimos años nos hemos confrontado con los límites de la Tierra.

Un planeta limitado no tolera un consumismo ilimitado. Ahora ya necesitamos más de una Tierra para atender el consumo de 8.000 millones de personas, y el consumismo de fasto y de lujo de las clases opulentas.

Démonos cuenta del llamado “Día de la Sobrecarga de la Tierra” (en inglés, “The Earth Overshoot Day”). Cada año los organismos que estudian la sostenibilidad del planeta, nos ofrecen esos datos; esto significa que en este día los bienes y servicios naturales, esenciales y renovables para nuestra existencia han visto el fondo del pozo.

Lógicamente, los árboles, el aire, los suelos y las aguas están ahí. Pero todos ellos están cada vez más menguados, contaminados e insostenibles.

La Tierra, un “superente” sistémico y vivo, al no darnos lo que le exigimos, responde con más calentamiento, con más eventos extremos, con más destrucción de la biodiversidad. Y con más virus dañinos, e incluso letales.

Toda la relación se define en la articulación entre biocapacidad y huella ecológica.

La biocapacidad es la capacidad de la naturaleza de tener resiliencia y autoregenerarse. La huella ecológica nos indica cuánto de biocapacidad aguanta aquella región o país. Cuanto más compleja es la región, con ciudades, población e industrias tantos más recursos naturales demanda.

En este momento, es tan grave el aumento del calentamiento global como la rápida “sobrecarga” de la Tierra.

Nuestro estilo de vida está agotando la reserva de bienes y servicios necesarios para la vida; urge mudar nuestro estilo de consumo para que sea sobrio, solidario e autolimitado. XI Jinping propuso para toda China el ideal de una “sociedad suficientemente abastecida”.

Debemos aprender a vivir con lo suficiente y decente, disminuir el consumo de energía, y buscar medios de transporte alternativos y menos contaminantes.

Si no logramos este acuerdo entre todos, nuestra existencia en este planeta será miserable y puede que imposible en menos de una generación de distancia.

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