Nací en el 93

Por José Emilio Ortega

Nací en el 93

El pasado 11 de julio, los diputados nacionales Beltrán Benedit, Lourdes Arrieta, Guillermo Montenegro, Rocío Bonacci, Alida Ferreyra y María Fernanda Araujo, se trasladaron en un vehículo oficial a la cárcel de Ezeiza, donde visitaron a un grupo de 12 sentenciados por comisión de delitos de lesa humanidad durante la última Dictadura (1976-1983), entre ellos reconocidos represores (y con condenas en el extranjero) como Alfredo Astiz, Ricardo Cavallo y Raúl Guglielminetti.

La noticia generó inmediato repudio y algunos de los integrantes de la comitiva adujeron haber concurrido bajo alguna forma de ardid. Tal es el caso de Bonacci, quien adujo engaño, y además desconocimiento de las personas que estaba visitando. Lo mismo hizo Arrieta, quien en una entrevista señaló “Estuve y hablé con Astiz. Pero como no viví en esa época, como nací en 1993 y no tengo ni idea de quiénes eran los personajes de esa época, la verdad es que vi internos de 80 años”. Explicó que “(el genocidio cometido por esos señores mayores a los que visitó) es un tema que no está en mi agenda, que nunca lo estuvo, que no está en mi itinerario de actividades, ni siquiera de proyectos y no tengo ni idea. Están juzgados y están allí porque hubo un juez que dictaminó que deben estar ahí”.

Personalmente, no sé qué me causa más repudio: si la visita o esta falaz explicación. Es inconcebible que una diputada nacional se exprese con semejante insolencia, frente a la comisión de un hecho ignominioso que, razonablemente, debería costarle el sometimiento a la potestad disciplinaria de la Cámara. Pero llama la atención el razonamiento. “Tuve que googlearlos”, mencionó. Como la horrible Dictadura pasó antes de su nacimiento, se defiende apelando a un inadmisible derecho a ignorar el pasado. Aunque la rotunda fotografía que se conoció, muy bien ambientada, no retrate precisamente el ejercicio de una visita improvisada.

Aunque algo me afecta más, y es que algunas personas (ciudadanos – audiencia – medios) puedan considerar que el bochornoso argumento presenta algún asidero. En la era digital y algorítmica en la que vivimos, apelamos constantemente y cada vez más a flujos de información que provienen de fuentes externas, especialmente a través de internet y las redes sociales. Esta abundancia de datos y la facilidad para acceder a ellos han llevado a que muchas personas dejen de construir sus propias trayectorias de aprendizaje, de inmersión en su propio contexto sociohistórico, dependiendo crecientemente de estas fuentes de «exteligencia» para obtener respuestas y orientación en diversos aspectos de sus vidas.

Esta dependencia de generadores de formación e información extraños a los actuales espacios de conocimiento e interacción comunitaria (que funde valores con saberes) impacta innegablemente en nuestra capacidad de percibir una continuidad histórica y social con el pasado. Cada vez más, los individuos se ven absorbidos por el presente inmediato, al que sustituyen por el próximo presente que le toque transitar, relegando al olvido los eventos y procesos que dieron forma al mundo o al país en el que vivimos.

La pérdida de conexión con la historia y la falta de conciencia de nuestra herencia cultural y social pueden llevar a la formación de lo que podríamos llamar «seres ahistóricos». Estas personas, aunque poseen acceso a una enorme cantidad de información instantánea, carecen de una comprensión profunda de cómo llegaron a estar en el punto actual de los permanentes procesos históricos. A modo de ejemplo, en el plano dirigencial, cada vez más las personas que hoy gestionan han dejado de interesarse por quiénes ejercieron sus mismas funciones en el pasado, cómo se fueron construyendo ciertos procesos institucionales, los debates ideológicos o legislativos que determinaron ciertos paradigmas, etc.

La memoria colectiva, tan importante para preservar la identidad de una sociedad, se ve amenazada por esta tendencia hacia la inmediatez y la desvinculación con el pasado. Las narrativas históricas se diluyen, fragmentan, descontextualizan y manipulan, dificultando la construcción de una visión común, de un acervo parte de un país, de un continente, de un planeta.

Es crucial reflexionar sobre cómo podemos equilibrar nuestros discursos cotidianos, con el entendimiento de nuestro contexto (la historia, las raíces culturales) y el uso de la «exteligencia». Defender nuestro patrimonio de personas que puedan decir que porque nacieron en tal o cual año se encuentran desapegadas de las más graves circunstancias que vivió la Argentina en toda su experiencia como Estado Nación, es la única manera de que las generaciones presentes o futuras no pierdan la perspectiva temporal y puedan aprender de los errores y logros del pasado.

Como individuos inmersos en la era de la información, tenemos la responsabilidad de cultivar nuestra conciencia común, pues somos parte de una narrativa que trasciende nuestra propia existencia. En ese plano se entiende el funcionamiento de un país-sistema, donde claramente los representantes del pueblo no pueden visitar oficialmente (ni de ninguna manera) a genocidas cumpliendo condenas, y pretenderse que el hecho no existió (porque no lo registra la memoria histórica del que lo hizo).

Que no se enoje el maestro Páez por parafrasearlo en el título de la columna, pero como dijo él mejor que nadie en “Del ‘63”, “El siglo se muere y no cambia más/ Está agonizando en cualquier hospital/ Nosotros tenemos la culpa y hay que solucionarlo”. Lo escribió hace 40 años. Vale para el siglo XXI. Todavía estamos a tiempo.

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