La globalización de la economía tomada como asalto al futuro con el ingreso de la República Popular China a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en el 2001; sufrió un descalabro colosal a partir de la crisis del 2008; fenómeno que fue profundizado con la pandemia del Covid-19 primero y con la guerra de Ucrania después. Argentina no estuvo -ni está- aislada de los fenómenos mundiales y padeció, por motivos endógenos, con mayor intensidad el proceso inflacionario mundial y otras alteraciones perniciosas.
La unipolaridad bajo el liderazgo de los Estados Unidos sufrió una deformación significativa. La ruptura del orden geoestratégico y la disputa -aún hay reparos en decir enfrentamiento- entre Washington y Beijing, hoy marcan la dinámica mundial, y la nueva estructura del globo está lejos de definirse; igualmente, no se saben los espacios que la anarquía podrá ocupar. Pero el mundo ya no será como era.
Con el presidente Barack Obama -recordemos que asume la presidencia en enero de 2009, con la crisis financiera en sus espaldas- comienza, por parte de la potencia dominante, el proceso estratégico de atrincheramiento y ruptura de compromisos, profundizado con Donald Trump, símbolo si lo hubo, del abandono del liberalismo. El proceso fue redireccionado (pero no abandonado) por Joseph Biden.
De esta manera, aún conservando su preeminencia, caducó el liderazgo estratégico y económico de los Estados Unidos, y, con ello, las pretensiones resquebrajadas de la unipolaridad global.
El “Hacer América Grande de Nuevo” (“Make America Great Again” -MAGA-) de Trump, ensayado tímidamente por Obama, fue seguido con el “Compre Americano” (Buy American) que Biden subrayó en su Discurso a la Nación, a principios de este año 2023. Europa se va adecuando a las nuevas realidades, condicionada por Washington, de un lado, por Beijing, por otro, y por las tensiones internas con los nacionalismos irreductibles.
Después de la experiencia liberal, el mundo aprendió de la falacia de esa propuesta que, si bien generó una riqueza inmensa, la misma fue concentrada en pocas manos y menos países, mientras que la pobreza y el desempleo se incrementaron; y los países de menor desarrollo, inclusive en la Europa comunitaria, aumentaron su endeudamiento y se mostraron impotentes para encarar soluciones, proyectar futuro y generar esperanza en sus pueblos.
En lo que va del siglo XXI, Europa y los Estados Unidos se han lanzado decididamente a recomponer su aparato productivo, y a establecer sus propias cadenas tecnológicas y de valor. La recuperación de sus ahora frágiles clases medias se volvió ineludible: se está echando mano a las herramientas del fortalecimiento del Estado, no disminución (inclusive el incremento) de los impuestos -se propugna la creación de impuestos internacionales a las multinacionales-; el incremento de los subsidios y el gasto público; la economía verde y las sanciones económicas, como barreras el libre comercio mundial.
La apertura de los mercados, que fue el paradigma neoliberal en las últimas décadas del siglo pasado, definitivamente ha caducado. Washington adopta la ley de Reducción de Inflación (IRA, por sus siglas en Inglés), y Bruselas, aún encerrada en su dilema de evitar confrontar con Beijing, se apresta a adoptar medidas restrictivas al libre comercio y de protección de su economía, impensadas hace sólo veinte años.
La globalización -en términos de la universalización de los mecanismos funcionales de apertura y facilitación del traspaso irrestricto de las fronteras para el comercio, la tecnología y la economía- marca hoy día una involución, que denota el fracaso del globalismo ideológico neoliberal, incluyendo su insuficiencia democrática.
Las democracias se fueron deteriorando y, de la mano de las propuestas político-económicas nacionalistas, generaron populismos iliberales y autocracias corruptas.
El estado comenzó a ser revalorizado, aunque acompañado de reclamos éticos, y la pandemia del Covid-19 puso un golpe de gracia a las pretensiones de cuestionar su preponderancia. La pretensión de reducirlo a la represión social; a cubrir pobremente la salud de quienes no pueden asumir el pago de servicios privados; a brindar mala educación de las “clases populares” para el caso de que quisieran estudiar… es un modelo que en los países centrales se da por terminado. También ha caducado el rol de “inversionista de última instancia para asistir a las empresas fallidas que no supieron jugar a la ley de la oferta y la demanda”, Mariana Mazucatto dixit. Ahora el Estado deviene inversionista de primera instancia. Esta es la ola incontrastable que está cubriendo al mundo.
En Argentina, sin embargo, sigue vigente el discurso de la agenda neoliberal, orientada a contracorriente. Intereses financieros y económicos particulares, principalmente monopólicos, y de las necesidades electorales de una clase política necesitada de recursos de campaña (y de votos fáciles) se empecinan en levantar banderas del siglo pasado -algunas propuestas son sinceras y van más atrás reclamando la Argentina de fines del siglo XIX- que, como en aquel entonces, solamente pueden llevar al empobrecimiento de nuestro país, aunque falsamente se proclame al país rico de 1900.
Difícilmente la Argentina encuentre un camino de esperanza a contramano del mundo.