¡Salud!

Por Diego Fonti

¡Salud!

Los humanos tenemos una serie de ritos que culturalmente hemos creado para diversos momentos de la vida. Sea para situaciones extremas o límite, sea para situaciones cotidianas, hemos generado secuencias aproximadamente parecidas al interior de nuestro grupos o culturas. Incluso algunas de esas configuraciones se han extendido más allá de sus lugares de origen.

Obviamente, también conocemos las diferencias, que pueden explicarse por las tradiciones y costumbres consolidadas a través de los siglos. Las diferencias pueden verse en los modos de vestir adaptados a ciertas ocasiones y lugares, en los modos de expresarnos, e incluso de alegrarnos o hacer luto. Por lo general en Argentina no nos frotamos las narices como los maoríes al encontrarnos, a menos que hayamos tomado de más.

Entre esas ritualidades colectivas están los saludos.

Sabemos que saludar puede significar muchas cosas. Dar un abrazo efusivo expresa algo distinto a dar la mano caída y sin vida como un pescado. Sabemos también que el saludo puede estar ritualizado (y no por eso ser menos sentido) o surgir espontáneamente. Norbert Elias dice en su libro sobre los moribundos, que vivimos en una época donde cayeron las antiguas ritualizaciones que nos daban seguridad a la hora de abordar una situación. No sabemos muy bien qué decir o qué hacer en algunas situaciones (¿cómo entrar a un velorio?, ¿qué decir a los familiares?).

Pero también parece cierto que los seres humanos necesitamos de esos “ritualitos que uno tiene para vivir”, como dice la canción de Marta Gómez, y que, si ya no nos dicen nada los antiguos formatos, inmediatamente comenzamos a inventar otros (habría que pensar si los modos del duelo en redes sociales no se encaminan hacia ahí).

Reconocimiento y deseo

Más allá de las múltiples diferencias entre las culturas, e independientemente de cómo se forman las expresiones de los diversos modos de saludo, está claro que hay dos rasgos que atraviesan toda experiencia de saludar.

Por un lado, se reconoce a otro en su presencia. En Papúa Nueva Guinea, se saluda menos con un deseo (“¡Buenos días!”) que con una constatación: “Estás aquí”. A lo que quien fue saludado responde: “Sí, estoy”.

Además de la constatación de la presencia de la otra persona, el saludo expresa su valoración. Más aún, extendemos la idea del valor a otros seres (reales o imaginarios) cuando les saludamos. Saludamos símbolos, banderas, muertos, rangos, dioses, seres de la naturaleza, etc. etc., siempre que estemos dispuestos a entrar en ese contexto de reconocimiento.

Nuestra comunicación comienza con la conciencia de su presencia y valor.

Hay todavía otro aspecto fundamental: el deseo de un bien. Nuestro “saludo”, el “salve” italiano, e incluso muchas de las palabras que usamos para brindar, son un deseo de salud, que nos sea saludable, que nos caiga bien, que nos dé vida.

Con tal que haya salud

Más allá de las diferencias culturales y de las características compartidas, hay algo de nuestra época que los saludos permiten poner en escena. Si los saludos indican ese deseo de bien y salud, si presuponen un reconocimiento de la persona que está siendo saludada, entonces se revela el sentido profundo de la sabiduría popular, cuando dice que mientras tengamos salud…

El problema es que precisamente ahí está el conflicto. El orden de prioridades de las políticas públicas y económicas, de nuestros modelos de producción y consumo, e incluso de nuestra organización globalizada como humanidad, no parece estar pensando en la salud. Y si lo hace, la pone como un criterio más del mercado. Es decir, para quien puede comprarla.

En un mundo con notables avances científicos y técnicos, todavía tenemos sistemas de salud dinamitados, destruidos, extremadamente desiguales. Pero, además, incluso atribuyendo generosamente las mejores intenciones a quienes participan de los ámbitos de decisión respecto de las políticas sanitarias, de los modos y sistemas de investigación, de la financiación de cuáles proyectos se harán (y en beneficio de quiénes y a costillas de quiénes), vemos sin embargo que las diferencias sociales se radicalizan.

Es que la salud no sólo es el estado de bienestar personal o comunitario. Incluso, es más que la poderosa noción de “one health” (dicho en inglés suena más cool), es decir, de una “única salud”, que plantea correctamente que nuestro destino personal o social en el plano de la salud no puede separarse de la salud de nuestros ecosistemas. Que si nuestros ecosistemas están enfermos, intoxicados, dañados por agroquímicos y destrucción de biodiversidad, también los seres humanos seremos dañados en tanto partes de ese todo.

Todo eso es cierto, pero hay que agregar que la salud tiene que ser parte del sistema mismo cómo nos relacionamos, el fin que organiza nuestras relaciones y orienta nuestros conocimientos. El principio para evaluar nuestras sociedades, la condición de posibilidad de la vida misma.

Les saludo.

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