En un cambio de época, los proyectos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero e impulso a inversiones en energías limpias, el reclamo de mejor distribución del ingreso y la riqueza, la masiva incorporación tecnológica que reduce las necesidades de mano de obra y aumentan los trabajadores “free lance”, precarizados o fuera del trabajo registrado en relación de dependencia, están generando fuertes tensiones sociales, económicas, políticas y geopolíticas, que requieren de planes de transición, sin los cuales los conflictos pueden llegar a enfrentamientos beligerantes, caos social y, en definitiva, a un sistema entrópico que reduce sus resultados y agrava la situación en un círculo vicioso.
La política y la opinión pública suelen promover y determinar los nuevos paradigmas proponiendo los “qué hacer”. Por su parte los sectores que se sienten afectados y los medios controlados por intereses financieros y empresarios que se sienten afectados por los cambios propuestos minimizan esas iniciativas, obstruyen su implementación o directamente las rechazan por inaplicables o inconvenientes.
Así, los resultados son escasos y contradictorios, por lo que las propuestas se vuelven ineficaces y carecen de acuerdos mínimos que contemplen los intereses en pugna, con planes basados en la situación real que puedan abrigar la posibilidad de concretar los objetivos deseados.
Otra vía
En el camino a la sostenibilidad ambiental son muchos los casos en que eso no ha ocurrido. En Europa la decisión de disminuir el uso de combustibles fósiles y energía nuclear –en especial en Alemania- entró en contradicción con los productores de gas y petróleo (Rusia y OPEP). Así, la previsible crisis sobreviniente le ha exigido a la Unión Europea (UE) asumir mayores costos de energía, reducir sus consumos y posiblemente su desarrollo industrial, considerar como “sostenible” la energía nuclear, y enfrentar a sus propios miembros, que a su turno rechazan las restricciones y ponen en riesgo su propia existencia.
En EEUU, la promesa electoral de los demócratas y Biden de marchar hacia la neutralidad de emisiones en 2050, unida a la caída de demanda de la pandemia, produjo una baja del precio del petróleo –inclusive a valores negativos- en 2020, la bancarrota de las empresas que habían desarrollado explotaciones de Shale oíl con técnicas de “fracking”, y dudas en los inversores sobre aumentar su producción. A ello se suman las dificultades del gobierno para regular los precios, la oferta y la demanda, en una economía conducida por “el mercado”.
En efecto, tanto el voluntarismo ecologista, como las economías de libre mercado no parecen ser las mejores opciones para conducir una transición, en especial si se observa a China, que, con una economía muy controlada por el Estado, está avanzando firmemente en ese camino, generando fuentes alternativas de energía renovable y el reemplazo de vehículos de combustión interna por eléctricos, promoviendo a las empresas que pueden acceder a insumos básicos, como el litio.
En el proceso de cambio tecnológico, que aumenta la producción con mínimos aumentos (o inclusive con la reducción de mano de obra), lo que se ha acelerado con los aislamientos obligatorios de la pandemia y el trabajo remoto, el efecto es un aumento de trabajo no registrado, junto a la concentración del ingreso y la riqueza, dan un pronóstico que augura una demanda decreciente y conflictos sociales de envergadura.
Una transición más ordenada requiere la intervención del Estado, para gravar los resultados producidos por esa incorporación de tecnologías que aumentan la producción, disminuyendo las necesidades de mano de obra. Sin planificación de la transición, el reinado de la oferta-demanda se dirige a darse un balazo en el pie, que afectará sus propios intereses. De no hacerlo, el conflicto puede derivar en alternativas de control total –vía sistemas de vigilancia omnipresentes- y represión, que convertirán al mundo en un lugar poco apto para las mayorías excluidas, empobrecidas o invisibilizadas.
En definitiva, no existe posibilidad que las economías de mercado –especialmente las orientadas a maximizar resultados financieros- puedan ser útiles para las transiciones, y aunque la intervención de los gobiernos –y la política- son más apropiados, es necesario señalar que ella deberá limitarse a intervenciones “mínimas necesarias”, especialmente en la promoción del desarrollo sostenible, de modo que el Estado no se convierta en todopoderoso, capaz de coartar totalmente la libertad relativa de los individuos.
En los países periféricos, como el nuestro, la transición es aún más difícil en la medida que los países líderes no inicien el proceso, tal como ocurrió en Gran Bretaña a principios del siglo XX, cuando se redujeron las jornadas laborales y se reconocieron otros derechos (sábado inglés, vacaciones pagas, aguinaldo) cuando se consolidaba la primera revolución industrial.
Por lo que deberemos ser muy prudentes en la implementación de políticas públicas –como el salario básico universal- que se promueven a escala global, pero que pueden iniciarse con mecanismos de cooperación entre trabajadores y consumidores, que se capitalicen aumentando su productividad y la apropiación que hagan de esa generación de riqueza. También con premios a las actitudes deseables de los actores y consecuencias negativas progresivas si hacen lo contrario.