Por Mercedes Grimaldi
El horizonte político del ex menemista, ex delasotista, ex juecista y ahora schiarettista ministro de Seguridad de Córdoba, Alfonso Mosquera, tiene un punto de inflexión: el juicio por el femicidio de Nora Raquel Dalmasso, la mujer de Río Cuarto a la que un criminal, el poder y la opinión pública mataron varias veces.
Horda de varones se jactaron de mancillar su buen nombre y honor, mientras cocinaban una de las operaciones de impunidad más impactantes en la historia política de Córdoba. Porque nadie ya se puede hacer el distraído sobre la dimensión política que tuvo este femicidio.
En el Panal hace tiempo que Mosquera solo se asoma al despacho principal. Primero fue el blindaje sanitario alrededor del gobernador Juan Schiaretti lo que mermó la presencia de su ministro de Seguridad por los alrededores. Pero luego fueron los continuos dolores de cabeza que la gestión de la seguridad pública le trajo al gobernador los que fueron alejando a Mosquera de la verdadera mesa del poder, que gestiona Schiaretti y su selecto grupo de colaboradores.
«Si no fuera por la pandemia, en Córdoba hace rato que deberíamos haber dado un golpe de timón en ese Ministerio», comenta un experimentado funcionario que se asume schiarettista desde el minuto cero.
De manera disimulada, sin banderas ni órdenes firmes, el Gobierno enterró en el imaginario colectivo a uno de sus padres fundadores: desde hace tiempo, José Manuel de la Sota es una referencia cada vez más lejana, sin un recuerdo que lo convierta en hito ni nostalgia. Su apellido es solo una marca que llevará una de sus hijas, Natalia, relegada de manera notable en el real armado político del partido, en una boleta que estará destinada a pelear apenas por una derrota digna.
De la Sota -cuentan en los cafetines cercanos al Panal- hoy tiene más peso en el discurso de algunos periodistas que quedaron atrapados en ese pasado, que en la práctica política actual. Un puente extravagante y cada vez más innecesario pareciera haber sido el homenaje póstumo que el schiarettismo le ofrendó para decirle adiós para siempre.
El gobernador asume que la lapicera es de él, y que la historia política de Córdoba le tiene a él reservado el primer lugar. La historia del peronismo local también actúa en consecuencia: siempre aupando al que tiene el poder.
Es en este juego donde Mosquera siempre fue visto como ajeno en la propia casa de grupo que maneja el poder real en la ciudad. El hombre de rostro bronceado, cabellos siempre alineados, trajes finos y estampa de caballero que jamás pierde la compostura, hace tres años que surfea la ola de la seguridad, el peor destino que puede tener un político argentino que busque hacer un poco más de carrera. No hay nadie que haya logrado en el país torcer la historia: con el combate a la inseguridad, a la larga no se logran más votos. Cada año que pasa, el problema siempre es cada vez más grande.
Mosquera resistió en su cargo el año pasado, cuando su Policía mató al joven Blas Correas, porque su amigo no frenó en un control oficial. Y resistió solo porque en el Panal advirtieron que cambiarlo era sacrificar a otro político en potencia.
Con la Policía en crisis y una inseguridad cada vez más larga, sin dinero para combatirla, la mesa chica del Gringo sabe que no aguardan buenas noticias en ese campo. Por eso, se ha invertido más de la cuenta en intentar mostrar lo poco que se hace bien.
Pero a Mosquera lo aguarda otro final. Que va a coincidir, inexorablemente, cuando alguna vez se le ponga fecha al juicio por el crimen de Norita Dalmasso.
El viudo, Marcelo Macarrón, tiene que ser juzgado, acusado de haberla mandado a matar a través de un sicario. La coartada del viudo tiene en Mosquera a uno de sus aliados. En el Panal ya evaluaron que no habrá ganancias cuando el ministro de Seguridad se siente como testigo y defienda a su amigo, con el que viajó a Punta del Este para participar de un exclusivísimo torneo de golf, que fue la coartada utilizada por Macarrón para atestiguar su ausencia en el lugar del crimen.
Pero el nudo se cierra desde ambos extremos: si Macarrón es condenado, Mosquera será señalado como el amigo de un asesino; si es absuelto, la opinión pública sospechará que él lo favoreció. Más que las pruebas, en la política local hace mucho que solo interesa el termómetro social. Y la foto será tapa de todos los diarios, de los de acá y de los de Buenos Aires.
El juicio no comienza por un dato que pone a prueba la independencia de los poderes públicos en Córdoba: uno de los jueces designados, que acaba de ser avalado por la Unicameral en medio de otra polémica, es Nicolás Rins, hijo del ex intendente de Río Cuarto y legislador radical, Benigno Antonio Rins. De cuna en la UCR, llegó a la magistratura gracias al voto peronista. Ahora, Rins no quiere juzgar a Macarrón. Su excusa es que lo conoció en el club de rugby de Río Cuarto Urú Curé, donde suele confluir la crème-de-la-crème” del sur de la provincia.
La dilación genera un doble juego: el juicio no arranca y la incomodidad de la política con el rol de Mosquera en toda esta historia se aplaza; y, además, todo anuncia que en noviembre próximo prescribirá una parte importante de la investigación criminal: si Macarrón no es condenado, ya nadie más podrá ser acusado.
Coincidentemente, Mosquera se asoma cada vez más seguido por Río Cuarto, donde se muestra junto al intendente Juan Manuel Llamosas. Por las dudas, la jueza civil Sandra Tibaldi ya avisó que también dará un paso al costado si la llaman de apuro. Ella es esposa de Alberto Bertea, quien era secretario de Seguridad cuando mataron a Nora, y debió renunciar en medio de escándalos y sospechas cruzadas.
Que Tibaldi sea jueza es solo una casualidad. Como también lo es que el nuevo juez de origen radical y votado por el peronismo se haya convertido en el nuevo palo en la rueda del escándalo, que aplaza los términos y hace que algunas definiciones políticas todavía parezcan lejanas.