“Opus Gelber”, de Leila Guerriero

Por Leandro Calle

“Opus Gelber”, de Leila Guerriero

Mi amigo Gustavo Morello vive ya hace unos 15 años en Estados Unidos. Todos los años viene una o dos veces a Córdoba, y puedo corroborar que no ha perdido jamás el acento cordobés. Me llama siempre por teléfono y nos juntamos a cenar un par de veces; tiene la delicadeza enorme de siempre traerme algún regalo: discos inconseguibles, whiskies (también inconseguibles), etc. Esta última vez me regaló dos gruesos tomos en los que sale él como autor, y también me dejó (en préstamo) “Opus Gelber”, de Leila Guerriero, la gran cronista argentina, que dedica 333 páginas a retratar a uno de los mejores pianistas del mundo.

Tuve ocasión de escuchar a Bruno Gelber varias veces en el Teatro San Martín. Una de esas veces fue llamativamente perturbadora y extraña, pero de una perturbación enormemente bella. Gelber iba a ejecutar el Concierto Nº 3 de Rachmaninoff. Una de las piezas más difíciles para un pianista, y una de las más sublimes del repertorio romántico. Estaba en una butaca de cazuela, desde donde podía observar perfectamente hacia la izquierda del proscenio el piano de cola. Brillaba como un animal fabuloso en medio de las luces. Leila Guerriero dirá de Gelber: “Por dentro quizá reza. Pero lo que se ve por fuera es un bisonte. El triunfo de una voluntad”. Una vez que apareció Gelber, el piano quedó en segundo lugar, domesticado por unas enormes y tersas manos regordetas que corrían a la velocidad de la luz por la sonrisa del teclado. En la butaca de mi izquierda había un reconocido escultor que no paraba de hacerme comentarios por lo bajo, hasta que mi hieratismo y mi desencajado rostro logró erigir una mueca de fastidio, y llegó el silencio. La butaca de la derecha permaneció vacía durante todo el concierto, ya que un amigo con el que habíamos quedado en ver el espectáculo se olvidó por completo y se quedó corrigiendo exámenes.

Desde arriba, asomado, con medio cuerpo fuera, podía ver las manos de Gelber. Sobre todo el cruzamiento veloz de la mano izquierda sobre la derecha, esa típica dificultad del concierto Nº 3 que se repite y desafía a cualquier pianista.

Con cierto malestar en la espalda me recosté sobre la butaca a escuchar y fue allí, ¿segundos? ¿minutos? en que me sentí completamente transportado, enajenado por la música. Como flotando en otro lugar. Perturbación existencial de lo bello cuando logra atravesar, como en un éxtasis (nunca mejor usada la palabra), el corazón humano.

El público generoso de Córdoba ovacionó a un Gelber que tuvo, pese a su dificultad para caminar, que salir a saludar varias veces.

Cuando comencé a leer “Opus Gelber” de Leila Guerriero no me pude detener. Me aconteció algo semejante a aquella perturbación. Un no poder dejar de escuchar/leer, ser llevado por la música atrapante de las palabras de Guerriero. El hilvanado de cada frase, cada párrafo. Como un río que nos lleva alegremente o una marea que nos aleja de la costa y nos lleva a otro lugar. Escritura exquisita.

Un libro que, al decir de George Steiner, hace que se abran otros libros o, en este caso, otras puertas: levantarme de la cama a las 02:00 de la mañana, entre dormido, para observar por YouTube tal o cual concierto en el que Gelber aparecía.

A simple vista y en algún recodo de la lectura en que podemos reflexionar sin estar en el éxtasis de la lectura, nos damos cuenta de lo documentadísima que está la autora, de cuánto tiempo material y real le llevó compenetrarse, meterse en esa vida. Cada dialogo con Gelber es como si el lector estuviera allí, sentado a la mesa de Bruno Gelber, rodeado de sanguchitos, budines y tortas. Cada cena es la última cena. Personajes estrafalarios, silenciosos, sencillos y glamorosos al mismo tiempo. Asistimos a todo eso como un invitado más o a veces como por a través de una celosía, como en la novela de Alain Robbe-Grillet.

Gelber comiendo. Gelber viajando. Gelber enamorado. Gelber azuzando a su alumno: “¿Esa es toda la alegría que tenés adentro?”. Gelber inquiriendo, preguntando.

Leila Guerriero manifiesta cierta abstinencia de Guelber cuando no puede verse con él. Yo voy contando las hojas del libro que quedan (y quedan pocas) y me digo qué voy a hacer ahora. Porque llego de mi trabajo y releo lo de la noche, me acuesto y leo “Opus Gelber” hasta que me duermo. Voy en colectivo y pienso en lo que leí. Y me empiezan a quedar cada vez menos páginas. ¿Hace cuánto no sentía tanta felicidad con un libro?

“Hay algo más impresionante que observar las manos de Bruno Gelber cuando toca –esos movimientos que parecen empezar en algún sitio recóndito de su cuerpo, estar hechos de agua y tener una fluidez reñida con los cambios bestiales de velocidad y de expresión acometidos con seguridad de herrero-, y es observar su rostro. Es el rostro de alguien que contempla un cosmos de belleza inaudita o una bendición sideral o un epigrama que contiene el deslumbrante sentido de todo. El rostro de un devoto, de un raptado por el éxtasis, de un condenado, de un profundamente enloquecido.”

Pero qué es este libro, me pregunto: ¿Crónica? ¿Novela? ¿Testimonio? Y después de todo, qué importa. Es todo eso y mucho más. Es la transmisión, la comunicación perfecta de una pasión. Es hacerte estar allí donde ella estuvo.

Me debato entre devolver el libro a Morello, quedármelo, o prestárselo a su vez a otros amigos y amigas para que vean qué bien, qué bien toca (y digo bien cuando digo toca), qué bien toca Leila Guerriero.

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