Un riesgo del pensamiento crítico es quedarse en la crítica. Desarmar, deconstruir, excavar los modos cómo los poderes arbitrarios se consolidaron en las instituciones y en el sentido común de las personas es una tarea imprescindible. Pero, como afirma el sociólogo y filósofo Hans Joas, es un error no pasar de esa “genealogía negativa” a una “genealogía positiva”; o sea, reconocer esos momentos cuando sí hubo pasos –provisorios, revisables– que permitieron que nuestras vidas sufriesen menos violencias, daño y carencias injustificadas. Ver cuándo y cómo pudimos construir herramientas para una paz que no sea sólo la “paz de los cementerios”, donde se convive sin quejas ni reclamos, porque están todos muertos.
Un caso notable han sido los Derechos Humanos, con sus sucesivas olas de discusión y fundamentación, sus ampliaciones y revisiones necesarias. Así, vemos que el gran aporte de esa perspectiva a otros ámbitos -como la salud humana– hoy no exime de revisión a la luz de un paradigma más amplio, que incluya la indispensable salud de los ecosistemas y, por deriva, la del ser humano como parte de ellos.
Si observamos esos momentos de construcción, vemos una palabra clave, que históricamente aparece una y otra vez: la justicia.
Históricamente, el término significó muchas cosas. Ninguna guerra se hace en nombre de la injusticia, y casi todas las acciones individuales o públicas –por perversas y separadas de todo vínculo empático que estén– siempre aluden a algún tipo de justicia. Es decir, también la justicia fue muchas veces la justificación de la violencia.
De ahí que conviene recuperar algunos “testers de violencia”, esta vez en clave de la justicia, para averiguar si esas construcciones que hacemos, van en dirección de la paz. O del cementerio.
Imparcialidad, equidad, legitimidad
Desde hace algunas décadas, el problema de la justicia pareció replantearse radicalmente, condenando a la obsolescencia las discusiones dicotómicas sobre la ley nacida en la naturaleza o en la voluntad de quien legisla. Se actualizaron criterios, que conviene repensar.
John Rawls presentaba los criterios de imparcialidad “ciega” en la generación de la ley y de equidad en la aplicación social, como elementos de evaluación para nuestras normas, sus aplicaciones y resultados. Dicho mal y rápido: hay injusticia cuando las prerrogativas (económicas, políticas, etc.) no responden a condiciones equitativamente abiertas a todos. Si no hay acciones afirmativas para los miembros más desaventajados de la sociedad. Y, sobre todo, si lo que criticamos a nuestro peor enemigo no es también criticado a nuestro mejor amigo; o lo que concedemos a éste no le es también otorgado a aquel.
Pero también la cuestión del surgimiento de las normas para convivir pacíficamente remite a la pregunta sobre sus autores. El rechazo de Marx hacia los derechos estaba basado en su advertencia de que son las clases pudientes las que generan esas normas, para proteger sus prerrogativas egoístas. Si hemos de tachar de equivocado a Marx, habrá que pensar cómo se involucran los intereses generalizados de la ciudadanía, cómo se establece un mecanismo universal de participación al generarlos, y, luego, evaluar si los resultados de esas decisiones permiten la vida digna, libre y emancipada de todos sus afectados.
Perspectiva de las víctimas
Aún hay algo más, que los planteos latinoamericanos han puesto en escena: que las simetrías “formales” entre ciudadanos no responden a una igualdad real de base, un suelo común desde el cual iniciar la discusión. Se trata de la experiencia del daño en quienes sufrieron los embates de la historia. Esas experiencias incluyen en la discusión una serie de exigencias materiales, sin las cuales no hay paz posible, ya que la justicia que debería generarla estaría ciega ante los efectos dañinos de la historia.
El mismo Joas reconstruye el origen de los Derechos Humanos, no a partir de las fundamentaciones tradicionales: más bien encuentra su origen en el rechazo creciente a la tortura, a la pena de muerte, a la esclavitud. La experiencia de las víctimas es asumida por otros sectores sociales como algo inaceptable, indebido.
Nos escandalizaría hoy si se vendiera un niño en la plaza central de nuestras ciudades, algo “normal” en generaciones pasadas. Quizás a generaciones futuras les escandalice lo “normal” de la nuestra: la obscena separación de ricos y pobres, el acceso desigual a la salud, la convivencia del lujo y la devastación.
Pero la pregunta por la justicia parece preocupar menos a profesionales “oficiales” de la justicia, en el poder del Estado encargado de ella, que a quienes se dedican a las humanidades y a las ciencias sociales. Y sobre todo a quienes las sufren.
Parece necesario volver a hacer esa pregunta, postulando el viejo sueño de que todos aportemos a la sociedad según podamos, y todos recibamos según necesitemos.