Por César Masachessi, para El Resaltador.
En Misiones, donde se cultiva el 90% de la yerba mate del país, los tareferos sostienen con su trabajo una de las tradiciones más arraigadas de la Argentina, pero lo que recogen no se refleja en sus vidas. Detrás de cada sorbo de mate, hay jornadas de hasta doce horas, con sol, lluvia, barro, frío y con el monte como único testigo.
La zafra principal comienza en marzo y se extiende hasta octubre, pero el resto del año trae incertidumbre. No hay garantía de trabajo ni de ingresos.
La precariedad de los tareferos tiene raíces profundas. A principios del siglo XX, sus predecesores, los Mensú, trabajaban en condiciones de esclavitud encubierta en los yerbales del Alto Paraná. Atados a deudas perpetuas con los dueños de las tierras, vivían bajo el control de capataces y capangas, llevando sobre sus espaldas cargas de más de 90 kilos en jornadas interminables.
La violencia y el hambre eran parte de su rutina, y escapar significaba enfrentarse a castigos brutales o la muerte. Aunque la figura del mensú se desdibujó hacia los años 50, las desigualdades que marcaron su vida siguen resonando en la de los tareferos actuales.
El barrio 100 Hectáreas, junto con otros como San José y San Miguel, es un reflejo de esta realidad. Todos ellos se encuentran en la ciudad de Oberá y albergan a muchas familias tareferas. Las casas, muchas improvisadas, carecen de cloacas y agua potable. En muchas de estas viviendas, los baños son letrinas precarias con pozos ciegos a la vista, exponiendo a las familias a riesgos sanitarios.
El agua, que llega una o dos veces al día, debe almacenarse en tanques sobre el suelo de tierra, sin tapa. Es desde allí que las familias sacan el agua para beber y cocinar. En algunos sectores de los barrios 100 Hectáreas y San José, la electricidad, un lujo también precario, proviene de bajadas ilegales que la municipalidad les cobra a 14 mil pesos mensuales.
Este costo se suma a la inequidad de un sistema que paga la tonelada de hoja verde a menos de 40 mil pesos, cuando debería estar en 60 mil. Un tarefero, encargado de cargar y recolectar la yerba en jornadas extenuantes, apenas recibe por cada kilo de hoja verde menos del 6% del precio final de la yerba mate. Esta diferencia desnuda la injusticia: mientras los molinos y secaderos absorben el margen de ganancia, los pequeños productores y tareferos enfrentan la cruda realidad de vivir con lo justo para sobrevivir.
«A veces nosotros salimos a juntar yerba virgen que está por el monte, y cuando tenemos unas buenas toneladas, salimos a venderla a los secaderos. Ahí nosotros nos convertimos en el colono», me cuenta Federico, mientras se ríe, con un gesto que mezcla orgullo y resignación.
Diciembre, mes de la zafriña, es tradicionalmente una oportunidad para los tareferos y pequeños productores de generar ingresos adicionales hacia fin de año. Sin embargo, este año, la zafriña no se realizó porque los grandes actores de la industria decidieron no pagar lo que corresponde, bloqueando la posibilidad de cosecha. Sin trabajo en los yerbales, algunos buscan la carpida—la limpieza de terrenos—, una tarea extenuante con jornadas de hasta 10 horas, pero a 1.250 pesos la hora, el esfuerzo supera el beneficio.
La desesperación se siente en los hogares, y los ingresos se vuelven aún más inciertos. Por otra parte, muchos tareferos intentan sobrevivir mediante el subsidio interzafra, que este año fue de 123 mil pesos, una suma insuficiente para cubrir las necesidades básicas. Además, una vez al mes reciben un módulo de alimentos con solo seis productos básicos: lentejas, harina, azúcar, leche, porotos y yerba. Sin embargo, estas ayudas son apenas paliativos temporales.