Cómo exportar sin morir en el intento

Por Eduardo Ingaramo

Cómo exportar sin morir en el intento

Nuestro país hace décadas que carece de una política exportadora. Salvo entre 2004 y 2008 en que subieron los precios de los “commodities”, el superávit fue escaso e insuficiente para satisfacer la demanda de dólares. Pero exportar no es algo independiente del mercado interno, si no se quiere morir en el intento.

Es simple, si para exportar es necesario tener ventajas comparativas (o sea aquellas que nos proporcionan los recursos naturales), o competitivas (que son aquellas que podemos construir por nosotros mismos), el mercado interno es clave para generar la base productiva necesaria.

Además, si se trata de exportar productos que se consumen en el país –carnes, granos, combustibles- un dólar alto, que los haría más rentables, también haría que los salarios fueran bajos y debieran venderse a menor precio.

Y en ese eterno péndulo de dólar alto, bajos salarios y mercado interno débil; y el otro extremo de dólar bajo, altos salarios y pocas exportaciones salvo las que generan las ventajas comparativas de nuestros recursos naturales, va nuestro país, que no logra despegar de sus restricciones externas, agravadas por tomas de deuda púbicas y privadas que no han sido invertidas en infraestructura y capacidad productiva local.

Mientras funcione ese péndulo y no se logren acuerdos mínimos sobre qué y cuanto exportar, y cómo hacerlo de modo que pueda sostenerse mucho tiempo, todo será un fracaso.

Ser un proveedor confiable significa firmar un contrato y cumplirlo totalmente, pero las subas y bajas enormes en el dólar, en los salarios, el precio de la energía, en los costos financieros, en los impuestos y retenciones, casi siempre impiden que ello pueda cumplirse.

Es que nuestro país, en ese péndulo, cambia con mucha frecuencia las variables que harían confiables y sostenibles nuestras políticas exportadoras.

El primer requisito empresario es tener economías de escala, o sea, suficiente producción propia local como para salir a competir en el mercado mundial, aún en los más pequeños.

Eso requiere que nuestro Estado promueva el asociativismo de la cadena de valor, que incluye la logística –infraestructura interna, portuaria, financiera- cierta protección temporal y condicionada al logro de objetivos y el acompañamiento en el conocimiento y relacionamiento con esos mercados a través de ferias internacionales, misiones comerciales, etc. Todo lo contrario de lo que hace el actual gobierno.

No hacerlo así implica renunciar a la exportación agroindustrial, de subproductos mineros, peroleros, gasíferos, o sus insumos, y promover sólo su exportación como materia prima, casi sin trabajo argentino que permitiría multiplicar su valor y redistribuir riqueza.

En las actividades de mayor tecnología, el Estado como ocurre en todo el mundo desarrollado, debe crear las condiciones iniciales en la formación científica, tecnológica y la producción en pequeña escala. También todo lo contrario de lo que se hace hoy.

Todo esto no es algo nuevo. Recuerdo que en 1994 el entonces ministro Cavallo decía promover la exportación. Pero en ese momento tuve la oportunidad de comparar, en el lugar, lo que hacíamos en la Comunidad Económica Europea con lo que hacía Chile. Allí teníamos una representación de tres personas, en un edificio enorme, en la zona más cara de Bruselas, casi vacía y sin actividad; mientras Chile tenía una representación cuatro veces más pequeña, pero que diariamente albergaba 80 reuniones de empresarios chilenos con europeos, en las que negociaban acuerdos de compra, venta, cooperación, asociación e inversión bajo la protección del fondo Europa-Chile. Era decepcionante y vergonzoso.

En estos días parece haberse reactivado la posibilidad del Acuerdo Unión Europea–Mercosur, a partir de la renuncia de Argentina a reclamar la compensación del aumento unilateral de requisitos de la UE en temas ambientales. Simultáneamente, el presidente Milei en Davos dice que “el cambio climático es un engaño del socialismo”, y en el Parlamento argentino promueve la aprobación de la Ley ómnibus, que deroga las leyes de quema, de bosques y glaciares, lo que haría inviables las exportaciones que se dicen promover con el acuerdo, mientras se desprotege la industria nacional, a la que se aplican retenciones a la exportación. Una contradicción sobre otra.

Es que tanto en los 90 como ahora, la preocupación gubernamental es representar a las grandes exportadoras de materias primas, que no casualmente son extranjeras, y huyen de reinvertir en el país en procesos industriales, dominan los puertos, triangulan sus exportaciones para evadir pago de impuestos y afectan a los productores que no reciben lo que les corresponde, además de poder desabastecer el mercado interno por la eliminación de cupos, lo que terminará destruyendo las PyMEs nacionales que ya invirtieron.

Así, destruir parece fácil, pero sabemos que construir un sistema productivo industrial es un proceso largo y muy trabajoso, que requiere el acuerdo por mucho tiempo de todos, o de casi todos los que estén dispuestos a invertir ahora para cosechar en el futuro, comenzando por el Estado.

Así ocurrió en todos los países que salieron de etapas pastoriles, hambrunas y aislamiento como Corea del Sur, China o Japón.

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