Conicet, artistas, científicos, militantes 

Por Diego Fonti

Conicet, artistas, científicos, militantes 

Hace algunos años, el amigo Leandro Calle -columnista habitual de HOY DÍA CÓRDOBA- publicó una opinión en un matutino porteño acerca del ataque a una exposición de León Ferrari por parte de sectores conservadores de la iglesia. La conclusión era simple y lapidaria: nos habíamos perdido la oportunidad de discutir en serio sobre el arte. La premisa del argumento era: quienes hacen arte generan una posición que inicia un movimiento que lleva al resto de quienes interactuamos con sus obras a una experiencia de reflexión y evaluación. Justamente por eso la obra en cuestión hubiese podido funcionar como acicate para pensar el rol del arte, sus posibilidades y límites. Incluso se la podría haber pensado como parte de una larga tradición de obras, que va desde las casi blasfemas gárgolas medievales y los personajes de El Bosco, hasta el “Piss Christ” de Andrés Serrano, en las que el impacto y la devoción pueden darse la mano, independientemente de la intención de sus creadores. Por supuesto que toda esta reflexión excedía tanto a los cruzados de la fe como a sus reactivos repeledores. Ahí estaba el nudo del problema.

Creo que este ejemplo funciona de modo analógico con respecto del debate sobre la viñeta del artista gráfico Horacio Altuna, que refiere a quienes trabajan en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas – CONICET como “ñoquis”, y a las respuestas que suscitó.

Dejaré de lado lo que en la jerga filosófica se llama “intentio auctoris”, o sea lo que el autor efectivamente quiso decir o provocar, porque nos enmarañaríamos en la discusión de si efectivamente fue honesto cuando dijo que quiso ironizar (contra la opinión instalada de que quienes allí trabajan son ñoquis); o si estaba convocando los aplausos del lugar común contra quienes trabajan en instituciones estatales.

Al menos en mi caso, no es esta la primera vez que, por mi pertenencia a un determinado colectivo o conjunto de creencias, quedo implicado en el juego de la crítica. Como en toda crítica, lo que conviene hacer es ver qué aspectos puede tener de cierto y qué aspectos son argumentativamente refutables. Eso es parte de la vieja virtud de las izquierdas, la llamada autocrítica, que a menudo fue suplantada por la autojustificación. Por cierto, lo mismo aplica a quienes se sintieron ofendidos por la réplica de la institución, que puede mostrar los resultados y avances de sus empleados. Su crítica a la “politización” de las autoridades del CONICET es una flagrante autocontradicción performativa, o sea una ceguera respecto de la militancia propia. Tampoco quiero hacer una apología de mis colegas y mía.

Quiero hacer es formular, a partir de esta situación, dos preguntas. La primera -llamémosla “filosófica”- es acerca del vínculo entre la expresión artística y la pregunta por la ética. Dicho de otro modo, la pregunta acerca de si la obra de quienes hacen arte (incluyo por supuesto a humoristas, caricaturistas, etc.) tiene algún límite ético o epistemológico. Algún régimen de verdad o corrección, digamos. O si no lo hay, y la libertad de expresión es ilimitada. Es la pregunta de si, en nombre de la libertad artística, quien hace arte está legitimado para expresar cualquier cosa. Arte y libertad parecen hermanos siameses desde la modernidad. Pero ¿lo son?

Independientemente de sus motivaciones, las obras mordaces sobre otros pueden ser vistas como obras estéticas, ¿pero hay algún régimen de control –personal o social– que ponga algún límite a esa libertad artística? En sociedades liberales la pregunta misma nos causa malestar, pero ¿no hace tiempo ya que en nuestras propias prácticas hemos empezado a pensar que hay expresiones artísticas, humorísticas, etc., que simplemente son ejemplos de crueldad inadmisible? ¿O que ayudan a configurar un efecto de verdad acerca de algo que es falso, con efectos dañinos?

No parece ser una pregunta menor en tiempos que parecen crecer paralelamente la defensa de las diferencias y el empecinamiento en la insensibilidad.

Hay una segunda pregunta, en este caso político-científica. ¿Qué reflexión nos debería provocar esta crítica? ¿cuál es la tarea que la sociedad espera que cumplan nuestras instituciones, y qué estamos proveyendo a la sociedad? Esto tiene que ver con una idea que se asentó demasiado cómodamente desde la modernidad, sobre la supuesta libertad de la ciencia. A mi juicio, la respuesta es simple, aunque polémica: no la tiene. Es cierto que la comunidad de investigación genera preguntas y conocimientos desconocidos, que recién luego son valorados socialmente, y en eso hay un momento de libertad. Pero, ante todo, quienes tenemos por oficio el conocimiento en una institución solventada por la ciudadanía, tenemos como objeto y orientación el bien común y no nuestras libres búsquedas personales. En tanto servidores públicos, nuestros planes de trabajo deben estar en diálogo permanente con las necesidades sociales. Por ello, no sólo son necesarios los claros instrumentos de evaluación y control (como los que CONICET tiene y son de público conocimiento), sino además es importante que el Estado lidere esta interacción entre los conocimientos y capacidades instaladas, y las demandas que se van identificando, como modo de orientación de las investigaciones y producciones.

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