Analizar significa dividir en partes lo que se está observando. El análisis crítico no es criticar: es observar en cada una de esas partes lo positivo y negativo, las debilidades, fortalezas, oportunidades y amenazas. Eventualmente, podemos con ello sacar conclusiones o hacer un balance, ponderando de acuerdo a nuestras preferencias. Eso es racionalidad.
Esa racionalidad puede llevarnos a conclusiones que pueden ser muy distintas. De allí la diversidad de opiniones.
No seguir este procedimiento nos convierte en extremistas. O sea, aquellos que consideran sólo un aspecto –religioso, económico, social, político, psicológico- al que buscan maximizar excluyendo los demás.
Si no somos capaces de ver aspectos positivos y negativos y calificamos o descalificamos a todos por igual en base a la simpatía o rechazo que sentimos, nos convertimos en niños, en la medida que sólo podemos percibir afectivamente y en forma dicotómica –me gusta/no me gusta, te quiero/no te quiero, te amo/te odio-.
Un comportamiento extremista e infantil con poder sólo puede terminar mal, muy mal para los que sean afectados y para el mismo protagonista que carece de la madurez necesaria para aceptar el fracaso y mucho menos para repensar su comportamiento o lo que le es posible de hacer.
Ese parece ser el inconveniente más importante de nuestro Presidente, que sólo considera los aspectos macroeconómicos de su particular visión “anarco-capitalista”, considerando al Estado “una conspiración mafiosa”, guiado por “las fuerzas del cielo” y descalificando a todos los legisladores, gobernadores, organizaciones sociales, sindicatos, y demás componentes de la sociedad argentina.
Es visible además su desconexión social, desde sus antiguos amigos –Giacomini, López Murphy, Rodríguez- que en algún momento lo han contradicho, mientras que sus actuales allegados son aquellos que lo han consentido en su principal obsesión –déficit cero- aun cuando habían sido descalificados por él mismo durante la campaña –Caputo, Bullrich o Macri-.
No resulta extraño entonces que no haya viajado al interior luego de su asunción, ni participado de reuniones públicas –salvo desde el balcón de la Rosada o de espaldas al Congreso en ese primer día- y se refugie por horas todos los días en las redes sociales, especialmente en X (ex Twitter), en donde se regodea de los halagos de sus partidarios y ataca a quienes lo contradicen.
Más allá de esas evidencias, los que están fuera de su entorno íntimo –Karina, Posse y Santiago Caputo- pero desde el poder pretenden influir en él, rodearlo, limitarlo o incidir en su gobierno, han optado por coincidir con él en algunos aspectos (como, inclusive, la ex presidenta Cristina Fernández); darle la razón en un “cambio” o en el discurso del “déficit cero” (como Macri, Caputo o Sturzenegger); o en el relato ortodoxo del “libre mercado” (como las asociaciones AEA, o UIA) aun cuando tomen decisiones que contradigan muchos de los aspectos de su doctrina “anarco-capitalista”, y sólo respondan a sus intereses individuales, políticos o empresarios.
Mientras tanto, las organizaciones públicas y privadas que están siendo atacadas no tienen más alternativas que recurrir al Poder Legislativo, y al Poder Judicial, a la movilización y todas las medidas de acción directa, mientras deben recuperar o aumentar su relación con los sectores más castigados por las decisiones gubernamentales, cerrando filas y resistiendo.
Desde el llano, los ciudadanos, consumidores, trabajadores activos o jubilados, formales o informales, pequeños o medianos empresarios, deben también aumentar en lo posible la cooperación con sus pares, clientes, vecinos –en especial los más vulnerados- y proveedores, procurando sobrevivir con ellos, sin recurrir al “sálvese quien pueda” (que empeoraría las cosas).
Para resolver los conflictos preexistentes es necesario el análisis crítico, que valore distintos aspectos negativos y positivos de las relaciones, y los pondere adhiriendo a los principios de la cooperación, que debiéramos reconocer como exitosos y nos permitan afrontar con realismo una empresa común que impida “el descarte” de partes de la sociedad.
Es evidente que algunos aspectos no serán compartidos por todos, o no serán valorados por igual por los distintos actores, pero también lo es que aquellos en los que está en juego la supervivencia no debieran descartarse, so pena de convertirnos, cuanto menos, en verdugos pasivos de algunos de los demás.
No caben entonces aquellas frases que a lo largo de las últimas décadas caracterizaron a amplios sectores de la población, que rezaban “yo, argentino” en los 60, que significaba que no se involucraban; o “algo habrá hecho” en los 70, mientras la represión recrudecía; “a mí no me va a pasar” en los 80, que mágicamente creía en la invulnerabilidad personal; “ese no es mi problema” en los 90, cuando el individualismo florecía y nos llevó puestos a casi todos; “estos son mis derechos” de principios de siglo, sin considerar las responsabilidades; o “yo deseo” de la década pasada, que muestran una tendencia a la ausencia de compromiso con los demás.