El asesinato de Fernando Alcibíades Villavicencio Valencia, candidato a presidente de Ecuador, ha vuelto a poner en el tapete el tema recurrente de los peligros que enfrentan quienes traspasan ciertos límites en su vocación de lucha por justicia, esto es, molestar a estructuras de poder, legales o ilegales, o a proyectos políticos anclados en modelos que insisten en sus privilegios. Fue un nuevo asesinato político -entre otros intentos que no pasaron lograron su objetivo- en el marco de una campaña centrada en la corrupción y la violencia en Ecuador.
Se destaca la actividad de Villavicencio como periodista de investigación en contra de la corrupción, o como un político candidato a la presidencia que levantaba las banderas de la honestidad y la denuncia; poco se ha dicho del dirigente social y líder sindical petrolero, dejado sin trabajo y amenazado por el gobierno de Jamil Mahuad, al que combatió en 1999. Su lucha comenzó contra las políticas llevadas adelante en el marco de los programas neoliberales inspirados en la experiencia argentina de la década menemista, particularmente la dolarización.
Los asesinatos políticos en Latinoamérica han estado dirigidos a líderes opositores, como el de Villavicencio o el mítico Jorge Elieser Gaitán -paradójicamente terminaba de defender al homicida del primer periodista muerto en nuestros países-, pero también a oficialistas, como el candidato del PRI mexicano, Luis Donaldo Colosio. La secuencia de la violencia política y social latinoamericana traza un mapa que excede a los políticos como víctimas y a las bandas del narcotráfico y sus sicarios como victimarios.
Dos fenómenos se intrincan: la inseguridad ciudadana, que deviene de la anomia generalizada y hace propicio el imperio de las mafias y los carteles, y la violencia asentada o aceitada en vínculos con la sociedad del poder político y económico, de donde surge la pregunta si los Estados han perdido su lucha y si la política ha sido cooptada. Las víctimas indirectas son los ciudadanos comunes, objetivos casuales e indefensos; las víctimas directas, aquellos que disputan el poder mafioso, por un lado, y dirigentes sociales, políticos, religiosos y periodistas comprometidos con una vocación de justicia, la proclamación de verdades, por el otro. En muchos casos los asesinatos encierran mensajes atemorizantes más allá del peligro a intereses concretos que las víctimas puedan representar; por caso, según encuestas, Villavicencio estaba ubicado quinto o sexto entre los ocho candidatos presidenciales, con un 7,5% de intención de voto.
Los comunicadores sociales son otro objetivo. Según Reporteros sin Fronteras, de los 57 periodistas que “pagaron con su vida su compromiso con la buena información” en 2022 (86 según la Unesco), casi la mitad se produjeron en nuestra región. Más de 30 periodistas fueron asesinados desde diciembre de 2018 en México. Brasil y Haití son lugares mortíferos para los comunicadores.
Nuestro continente ha visto incrementarse la hostilidad, en muchos casos mortal, hacia dirigentes religiosos y laicos católicos que cometen el delito de ser estabilizadores sociales en zonas en que la legalidad y el delito se difumina. Los casos emblemáticos de san Óscar Romero, del beato Jesús Emilio Jaramillo, y del Rector de la Universidad Centroamericana, Ignacio Ellacuría, encabezan un listado varias veces centenario de mártires en que su actividad solidaria y de construcción social implica un camino patibulario.
En el caso de los defensores medioambientales, según Global Witness Report, 1.733 defensores del medio ambiente fueron asesinados en el mundo. En Colombia, entre 2016 y 2021 fueron asesinados 611 activistas defensores de la naturaleza. En muchos casos la identificación de dirigentes en luchas contra actividades de minería, deforestación, usinas eléctricas y desarrollos petroleros (actividades eufemísticamente llamadas “de desarrollo económico”), encierran tensiones con comunidades locales que son resueltas por la vía del asesinato. México y Brasil se suman al tope de esta estadística luctuosa que, en aproximadamente la mitad, han sido dirigidos contra indígenas tratando de defender su cultura y su propia tierra. Tres cuartos de los ataques contra defensores del medio ambiente se realizan en Latinoamérica (especialmente en la Amazonia).
Otra consecuencia de esta violencia generalizada es la desazón y el descreimiento de la sociedad en sus dirigentes políticos, y en el Estado. Especialmente la justicia, que se muestra incapaz en la resolución del drama. Como consecuencia natural -aunque inapropiada- se instala en la opinión pública la idea de complicidad, abonada en muchos casos por alguna dirigencia que intenta tomar ventaja fácil de rédito corto e irresponsable.
El populismo de derecha encuentra pábulo en la situación de hartazgo, desesperanza y desorientación para levantar el discurso degradante de la “mano dura”, hasta con el descaro de promover sin vergüenza los falsos modelos de Bolsonaro o Bukele. Se viene demostrando acabadamente que esos modelos no fueron efectivos, y que trajeron aparejados un incremento de la violencia, corrupción y mayor desarrollo de la actividad ilegal, y el oprobio de una mayor y descontrolada violación de los derechos humanos con las consecuencias de detenciones ilegales, “vendetas” personales, torturas y aún muerte de personas inocentes.
La “mano dura” está anejado al discurso de menos Estado, o Estado fácil o débil, cuando la respuesta pareciera ser una mayor presencia del Estado, en la que no podría obviarse la investigación exhaustiva de los vínculos del delito con sectores políticos que, eventualmente, los protejan; de los económicos que los promueven; y de los financieros que los alimentan y que facilitan el lavado del dinero proveniente de la actividad.
Llama la atención que, en muchos casos, el discurso solamente se queda en la condena del hecho criminal, pero pone barreras en profundizar las razones, como lo hacía Fernando Villavicencio, buscando el huevo de la serpiente.