Hay una calle de tierra en la que unos chicos juegan al fútbol, un carpintero arregla unos cajones y pasa una señora con una bolsa con verduras. Otra mujer cocina en una esquina y las dos hacen un alto para conversar. La calle termina en un galpón donde una maestra enseña las primeras letras a unos niños de distintas edades y casi al lado, un cura imparte el catecismo a otro grupo. A la vuelta de la esquina hay una larga cola frente a un improvisado dispensario. Médicos y enfermeras suturan, ponen parches y compresas, toman la fiebre, vacunan y entregan medicamentos, y sobre todo, como la maestra y el cura, contienen la angustia de grandes y chicos. En otra zona, unos adolescentes inventan letras de rap. En un poste un cartel anuncia que pronto llegará con su «doumbek» (tambor), el refugiado sirio Ehsan Al Khalili, y dará talleres a quien quiera asistir.
Estamos hablando de la vida diaria en un campo de refugiados que, por más “normal” que pueda parecer, no implica olvidar que viven en carpas, que no tienen baños sino letrinas, que no hay agua potable salvo la que se distribuye en camiones, que suele faltar comida y medicamentos para combatir tanto el hambre y la desnutrición como la malaria, el sarampión, el cólera o el dengue. Y que acecha, por detrás, la tragedia más oscura y silenciada: la de mujeres, niños, niñas y adolescentes que desaparecen sin dejar rastro. Sobran entonces los miedos. Miedos de que la vida se convierta en cenizas.
Todo sucede en uno de esos espacios del mundo a los que Marc Augé llamara “no-lugares”, cuando, en 1992, pensó en el análisis de las sociedades contemporáneas: una zona donde los sujetos permanecen anónimos y no construyen referencias comunes. En su libro “Los no lugares, espacios del anonimato”, Augé identifica aeropuertos, cadenas hoteleras, shoppings, áreas de descanso y también campos de refugiados, a los él consideró sitios en que se no-vive. Augé estuvo en Córdoba en mayo de 1998. En una conversación del momento, y reflexionando sobre el concepto de no- lugar, él me señalaba que también hay “no-lugares dentro de los lugares, y recíprocamente… y ahora los no-lugares están en las pantallas, porque la imagen ejerce una influencia fascinante. Aunque no es la totalidad de lo que vive el mundo”.
25 años después de aquel encuentro, podríamos decir que los no-lugares que Augé visualizaba se han convertido también en lugares, es decir, en modos de ocupar espacios pensados sólo para el tránsito temporal, el paso breve y el anonimato: las pantallas son lugares obligados, en los campamentos de refugiados se pasa toda una vida y se está lejos de todo, sobre todo de la visibilidad que otorgan las redes.
Allí sus habitantes tienen una condición diferente que las de los migrantes que esperan al borde de una frontera. Ellos no quieren pasar a otro país: quieren volver al lugar donde alguna vez tuvieron una casa, una familia, una patria. Razones socio-políticas los han separado de su hábitat ancestral: la guerra, los golpes de Estado, las persecuciones, las hambrunas, la sequía, las inundaciones, los tsunamis, los aludes, las violaciones de los derechos humanos. Son víctimas del descuido de los Estados, que han perdido la capacidad de dar sentido pleno a la vida de la gente.
“No queda nada en este mundo que se parezca a la patria. Ni la misma palabra, que era lo más parecido, puede levantarse ya de sus ruinas: la patria está cancelada. Habrá que inventar todo de nuevo, incluso el amor”, escribe el poeta cubano-argentino Idángel Betancourt.
Las estadísticas dicen que hay, actualmente, una persona desplazada cada dos segundos; esto es: unas 37.000 personas cada día. Sólo el 23% de los niños asiste a la escuela. Y muy pocas son niñas. Algunos campamentos se han convertido en asentamientos permanentes, como Ain al-Hilweh (Líbano); el de Bidi Bidi, en Uganda, o los 59 campamentos de refugiados palestinos establecidos en Cisjordania y la Franja de Gaza. Varios ya son ciudades, como los ubicados en la frontera entre Tailandia y Camboya, y muchos pueblitos albergan migrantes y refugiados a la vez, como el barrio de Calais llamado “La jungla”, en el que, en 2015, Banksy pintara todos sus muros. O pueblos de Latinoamérica, como Boa Vista, en la frontera Venezuela-Brasil; o Tecun-Uman, entre Guatemala y México. Están los que quieren cruzar la frontera y no volver nunca, y quienes esperan allí mejores tiempos para regresar a su tierra.
En esta intemperie insegura conviven seres humanos cuyo estatuto común es el sálvese quien pueda, y la letra de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, de 1951, ha quedado en letra nomás.
Entre las cifras de los más de 70.000.000 de personas que viven hoy en campos de refugiados no se cuentan los tantos otros millones que se desplazan buscando refugio en aeropuertos, en el recodo de un edificio, en cajeros automáticos, en el banco de una plaza, en el pasillo de un subterráneo, abajo del puente de una autopista o en edificaciones abandonadas con habitaciones inseguras, paredes y pisos deteriorados, escaleras con pocos peldaños y cocinas destruidas.
No-lugares devenidos hábitats precarios porque se tiene a mano el tarro de basura de un restaurante, el agua de una fuente, la limosna de algunos transeúntes, la changa, la frazada o el plato de comida que alcanza alguien compasivo.
Se puede recorder, entonces, que hace pocos días en Buenos Aires se desarrolló el Festival Internacional del cine Migrante, pero como no puedo ir, me vienen a la memoria muchas películas con migrantes o desplazados urbanos, sobre todo aquella dirigida por Pablo Trapero, “Elefante blanco”: un hospital público de enormes dimensiones, paralizado a media construcción, símbolo de la indiferencia de la política y de la negligencia estatal. Una estructura vacía que da techo a los sin techo y es zona de encuentro de los chicos del barrio marginal en el que viven sin ser refugiados, pero en una casi idéntica situación de fragilidad, e inclusive de alternancia entre inclusión y exclusión.
Porque puede haber grupos, comunidades, países enteros en estado de abandono en un mercado capitalista mundial que acumula riqueza para pocos, y donde se puede leer con exactitud la dimensión íntima y social de las crisis humanitarias y de todas las situaciones de desamparo y necesidad de refugio.
El investigador Alejandro Castillejo señala que “el fenómeno de desplazamiento, más que un movimiento de lugar, es una reconfiguración del espacio definido en función del otro. En los campos de refugiados las personas negocian día a día su existencia y van construyendo espacios de significado con base en su relación con los otros”.
La joven artista Kneita Budah cuenta: “Nací en 1990 en un campamento de refugiados saharauis. Me he criado rodeada de una injusticia sociopolítica que me ha llevado a sacar el lado más superviviente de mí. Intento cada día buscar una luz en dicha penumbra y eso es el arte para mí, esa luz que me ayuda a seguir adelante, mi arma pacífica de lucha”. Kneita pinta con henna la vida a su alrededor, la cotidianidad en el campo de refugiados.
Puede decirse de ella, lo que alguien dijo de Francis Bacon: “Pinta el grito, no el horror”.