Sintomatología
Desde finales del siglo pasado, e inclusive en comienzos del siglo XXI, se veía en el microcentro de la Capital Federal un sarpullido de vendedores callejeros ofreciendo carteras y bolsos, exactamente iguales a los exhibidos en las vidrieras más paquetas. En la avenida Corrientes, por ejemplo, mientras que los productos protegidos por el vidrio y la originalidad costaba casi 1.000 dólares, una versión mestiza valía apenas unos diez billetes verdes de a un dólar. Llamativamente, si llegaba la policía, en lugar de detener a los que cobraban más caro, detenían a quienes ofrecían el producto más económico. En algunos casos les golpeaban y confiscaban sus productos. A veces rascarse irrita.
Si los ciudadanos de a pie presenciábamos esta imagen sin entender las prácticas estatales, se nos explicaba que la sociedad funcionaba mejor con los productos más caros.
Ciertamente siguen existiendo estas situaciones, con una ostensible reducción en la exhibición de productos suntuosos.
Con esa misma lógica, y en esa misma época, se tomaron medidas para impedir que pudiéramos sacar el dinero del banco, con la intención que los mismos bancos pudieran llevarlo a otros países. Una radiografía de la libertad financiera le mostraba más grande que la ciudadana.
A imagen y semejanza del sistema bancario, la democracia argentina del 2001 se había devaluado antes que la moneda, y llegaba con la salud institucional muy deteriorada para poder atender los reclamos e inconformidades sociales hacia órganos e instituciones. Las personas no creían en el Estado, ni en los bancos, ni en las marcas. El país tenía dolor de panza social por hambre. Y por bronca.
Hace veinte años tomábamos las cacerolas como armas y, a falta de redes sociales, batíamos el desagrado en balcones y veredas. “Que se vayan todos” fue un clamor contra el sistema político que hizo foco en la figura de Fernando de la Rúa, un Presidente que gobernó entre paréntesis. Con la distancia histórica quedan dudas sobre el carácter protagónico del Presidente, en una especie de espectáculo de vodevil cuyo guión sigue siendo un misterio.
En diciembre de 2001, De la Rúa cavilaba entre gestiones yermas para salvar el Gobierno y convencer a los gobernadores peronistas que se sentían abanderados del pueblo. El transcurrir de los días demostraría, inclusive, que poseían el derecho a decidir la suerte de ese mismo Gobierno.
El cuerpo social argentino, por su parte, estaba asfixiado y tocía bronca debido a una receta -a esta altura- insana que encarnaba Domingo Cavallo.
El aliento de esa época antisistémica era desconocido. Cada amanecer, los órganos de la comunidad nacional percibían muchos ciudadanos ofuscados como emisores de un tufo macerado en rabia. Además, había dos peligrosos factores ambientales combinados: el aire estaba intoxicado con un denso vapor que, desde el conurbano, elevaba Eduardo Duhalde. Paralelamente, la pira funeraria del menemismo que él mismo había integrado contaminaba el ecosistema.
Debilidad del Ejecutivo, fortaleza de la oposición, calor, hambre y el final de un sueño narcotizado con recursos agotados fueron el caldo de cultivo para la mayor crisis política, económica y social de nuestra joven estabilidad institucional.
Jubilados y ahorristas, desempleados y desahuciados integraban una multitud furiosa, cuya ilusión era atravesar Ezeiza sin mirar atrás. Las familias se disolvían con los últimos billetes ambivalentes en la mano. Vistos desde afuera, podíamos pasar por enfermos graves, o pacientes exigiendo un cambio de tratamiento.
Múltiples causas del diagnóstico
Recorriendo una metafísica de ese tiempo concluimos que no se trató de una crisis monocausal. La pantomima dirigencial miraba con descreimiento el final de un ciclo que había sido engendrado por Carlos Menem, y sostenido con un desafortunado misticismo por Fernando de la Rúa. Lejos de condenarlo, le podríamos considerar un homeópata de la política.
Después de la salida de Chacho Álvarez, el gobierno de la Alianza no conseguía revertir la debacle económica, y su potencia política -si en algún momento dado había existido- se diluía en el Congreso y en las provincias.
Los argentinos, por su parte, exploraban nuevas formas de contención social, en movimientos de base asamblearia que poco después se reconvertirían en clubes de trueque, organizaciones territoriales y comunidades solidarias. Nacía, al mismo tiempo, un nuevo peronismo, opuesto al liberal. Opuesto y, por consiguiente, complementario.
Dentro de la Casa Rosada se vivía un clima tormentoso, casi de brazos caídos, y figuras como Raúl Alfonsín no conseguían -o querían- descomprimir una hinchazón letal. La gravedad era tan evidente que el radicalismo venía ofreciendo la extremaunción prematura desde hacía tiempo.
Afuera, varios mensajes públicos y gestiones especiales no pudieron convencer al peronismo federal de integrar un gobierno de coalición solidaria.
Entre el 19 y el 20 de diciembre, un modelo no se caía, sino que era extirpado. La gravedad y profundidad de los problemas suponían la expansión de un sistema complejo e inter vinculado que no descartaba un trasplante de médula nacional.
Tratamiento
El aroma del tiempo cambió de fragancia repetinamente y (con decenas de muertes, además de un agujero negro de pobreza) nuestro país hizo gala de una gran irracionalidad institucional y condecoró con la banda presidencial a Adolfo Rodríguez Saa por una semana. En términos médicos, parecía un intento por curar el cáncer con la receta de Marlboro y las habilidades de un kiosquero.
La designación de Eduardo Duhalde, quien hace pocas semanas ha cumplido 80 años, inició el proceso definitivo de cirugía institucional. Aún no está claro si en ese momento había un diagnóstico certero, pero el entonces Presidente nunca se cansó de decir que Fernando de la Rúa era un hombre bueno, aunque la población le asocie con un nube gris dispersa por las aspas de un helicóptero.
Con cierta regularidad, analistas exteriores e integrantes del cuerpo social nos despertamos después de un lustro, una década, o dos, con la preocupante sensación de padecer síntomas vividos anteriormente. Angustiados, recorremos con la yema de los dedos las cicatrices de todas las operaciones a las que nos sometieron, y dudamos profundamente del especialista que nos trata.
Deberíamos preguntarnos, también, si tenemos los cuidados y cambios de conducta que un paciente trasplantado requiere.