Juana Azurduy y Manuel Padilla, una lucha sin cuartel

Por Daniel Giarone

Juana Azurduy y Manuel Padilla, una lucha sin cuartel

Juana Azurduy nació en Toroca, hoy Bolivia, el 12 de julio de 1780. Su madre, Eulalia Bermúdez, era una mestiza proveniente de Chuquisaca. Su padre, Matías Azurduy, era un hacendado de raza blanca, propietario de tierra y de buena posición económica. Juana trabajó la tierra con su padre y creció entre quichuas y aymaras. Tenía siete años cuando murió su madre. Perdió a su padre en un duelo, poco después. Su crianza y formación se repartiría entre tías, monjas y conventos.

Manuel Ascencio Padilla nació en Chiprina, actual Bolivia, el 26 de septiembre de 1774. Hijo de un hacendado vivió en el campo casi toda su juventud. Se enroló en el ejército y estudió derecho en la Universidad de Chuquisaca. Adhirió a los ideales independentistas y revolucionarios, tuvo a Juan José Castelli como referente, y desde Cochabamba se sumó a la Revolución de Mayo y reconoció a la Primera Junta formada en Buenos Aires.

Juana tenía 25 años cuando, en 1805, conoció y se casó con Manuel, que tenía 31 y había abandonado sus estudios para contraer enlace. Ambos adhirieron a los ideales que la Revolución Francesa sintetizó en Libertad, Igualdad y Fraternidad. Juntos participaron del primer grito de Libertad en América del Sur: la revolución de Chuquisaca que el 25 de mayo de 1809 depuso al gobernador realista y organizó una junta de gobierno popular. Los españoles recuperaron el poder en enero de 1810. Desde entonces Juana y Manuel lucharon sin cuartel contra los realistas.

A Juana y Manuel los unía el amor. Y también el espanto. La represión de los realistas contra los revolucionarios era impiadosa: “hombres y mujeres sacrificados con ferocidad implacable”, escribió Manuel. La pareja fue apresada por los españoles, que habían recuperado el poder en Chuquisaca, sus bienes confiscados, sus cuatro hijos (Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes, más tarde llegaría Luisa) conocieron demasiado pronto la pena y el exilio.

Juana, Manuel y sus hijos se convirtieron en fugitivos, en guerreros, en parias. Pero siguieron luchando. Formaron “Los leales”, organización que se sumó a la lucha independentista. Juana se destacaba por su valentía y liderazgo. Llegó a reclutar 10.000 combatientes entre criollos e indígenas. Ella misma se encargó de la formación militar. El contingente tendría una actuación destacada en la Batalla de Ayohuma, aunque fue derrota. En reconocimiento, Manuel Belgrano obsequió a Juana su espada.

Las derrotas provocan huidas, pérdidas, necesidad. Juana, Manuel y sus hijos pasaban frío y hambre. Se sentían cada vez más débiles. Ella se refugió con los chicos en los pantanos del valle de Segura. Él volvió al combate, a la guerra de guerrillas. Manuel y Mariano se enfermaron de malaria y murieron. Su madre cavó dos fosas elementales, sola, con sus propias manos. Después fue a buscar a quienes había dejado al cuidado de los indios. Las encontró cautivas de los realistas. Encadenadas a una cama. Mató a sus captores. Huyo con sus hijas.

Juana y Manuel emprendieron la huida cargando a sus hijas. La travesía era larga y penosa. Juliana y Mercedes enfermaron. Primero tuvieron fiebre. Después se abrió paso la muerte, otra vez con la guadaña en forma de malaria. Juana y Manuel gritaron al cielo, aunque allí ya no hubiera nadie para escucharlos. A veces el dolor llega en lágrimas de llanto, a veces en un grito que quita la voz. Otras en odio, venganza, aniquilamiento. Juana y Manuel ya no tendrían piedad. No dejarían prisioneros vivos.

Todavía con el dolor a cuestas. Todavía con esa cuota de esperanza que tienen quienes nunca dejan de luchar. Todavía con todos esos años que pesaban como siglos sobre el corazón, Juana y Manuel tuvieron otra hija: Luisa. Pero el destino de la guerra se ensañaba, a la muerte le gustaba demasiado andar por aquellos cerros, cruzar esos ríos.

Con su beba recién nacida en brazos Juana fue atacada. Querían robarle el cargamento. Y también la mula. El sable hábil esquivó la muerte. Juana, Luisa y al mula sólo se detuvieron en las aguas de río bravo. Pero el animal nadó. Nadó con Juana y su beba al hombro. Hasta la orilla. Hasta que estuvieron a salvo. Luisa, al igual que sus hermanos, irían a vivir con los indios mientras sus padres seguían peleando con el español.

El 3 de marzo de 1816 Juana atacó al ejército realista al mando de 30 jinetes, muchos de los cuales eran mujeres. Arrebató a los enemigos sus símbolos, recuperó fusiles. Cincos días más tarde avanzó sobre el Cerro Potosí, símbolo del despojo español en América. Sus hazañas la convirtieron en teniente coronel por decreto firmado por Juan Martín de Pueyrredón en Buenos Aires.

En septiembre de ese mismo año Juana y Manuel se batieron con los españoles en la batalla de La Laguna. Las tropas, comandadas por Manuel, fueron superadas por los realistas. Regresaron al santuario del río, donde los esperaba el resto del contingente, con su mujer al frente. Pero los realistas llegaron hasta allí. Juana resultó herida por dos proyectiles en una pierna y en el pecho. Manuel fue asesinado. Juana pudo escapar desangrándose. A Manuel lo degollaron con el filo de un puñal. Su cabeza fue exhibida en una pica junto a la de una mujer: una amazona que fue ejecutada porque sus verdugos confundieron con Juana.

Juana quiso volver por Manuel y no la dejaron. Las heridas de la batalla y las condiciones en que se daría un nuevo enfrentamiento no se lo permitían. Sin embargo, tiempo después ella se salió con la suya. Llegaría a la plaza de La Laguna para recuperar los restos de su marido.

Reclutó más de un 100 hombres, la mayoría de ellos pertenecientes a pueblos originarios. A ellos se sumaron 100 amazonas. Entraron a sangre y fuego al pueblo. Una vez en la plaza Juana tomó la cabeza de Manuel, que estaba llena de gusanos y picoteada por los cuervos, y la llevó hasta la iglesia de La Laguna, donde la depositaron en el altar y celebraron una misa con honores.

Todo estuvo teñido de sangre y muerte. La ocupación del pueblo y la recuperación de los restos de Manuel dieron lugar a una de las matanzas más crueles (todas las matanzas lo son) de las guerras por la independencia. Todos los soldados realistas que enfrentaron a Juan y su ejército fueron asesinados. Las calles quedaron teñidas de rojo.

Lo que siguió fue la vida sin Manuel. La lucha y el amor del caudillo salteño Martín Miguel de Güemes, la muerte de éste también en el campo de batalla, el regreso a Chuquisaca junto a su hija Luisa con cuatro mulas y 50 pesos para el viaje. Vivió el resto de lo que le quedaba de vida sin el reconocimiento que merecía. Terminó sus días en Jujuy. Pobre, sola, aguerrida. Falleció a los 81 años (fue enterrada en una fosa común), un 25 de mayo de 1862. No podía ser de otra manera. Era el día de la Patria.

En 1962, 100 años después de su muerte, los restos de Juana Azurduy fueron exhumados y trasladados a un mausoleo construido en la ciudad de Sucre, Bolivia.

En 2009 fue ascendida a Generala del Ejército argentino y mariscal de la República de Bolivia.

El homenaje, aunque tardío, fue justo. Simón Bolivar dijo, en referencia a Juana Azurduy y Manuel Padilla: «Este país no debería llamarse Bolivia en mi homenaje, sino Padilla o Azurduy, porque son ellos los que lo hicieron libre».

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