Jueces y árboles, símbolos y mariposas

Diego Fonti se pregunta qué fue del viejo “bien común”, que albergaba los bienes particulares. Incluso su supuesto de cierta finalidad o dirección hacia dónde ir.

Villa Allende

«Este es el final de toda canción que cantamos”. Así comienza “Alone” en el último disco de The Cure, “Canciones de un mundo perdido”. Arranca con una conmovedora y larga secuencia instrumental, mientras el video muestra un pedazo de estatua que gira lentamente. Nada de saltar al ritmo de “Los chicos no lloran”, ni eso que “Friday I´m in love” para hacer pogo. En cambio, acá hay algo tan brutal como presente: un mundo que estamos destruyendo y sólo quedan algunos restos… por poco tiempo.

Posiblemente por su condición de perseguido y de testigo del mal durante el nazismo, el filósofo Hans Jonas tuvo gran sensibilidad frente a los daños que los humanos imponemos a otros. Una sensibilidad que hoy falta no sólo respecto de otros seres humanos, bombardeados o recluidos, sino también respecto de la naturaleza misma.

En su libro “El principio de responsabilidad” muestra la diferencia entre las viejas éticas clásicas de la filosofía y las condiciones actuales para pensar la ética. Hoy, el daño que hacemos no se limita a nuestra acción inmediata, excede nuestra intención, va más allá de nuestro período de vida. Nuestra capacidad de daño tiene una escala sin precedentes. Sólo para pensarlo en lo cotidiano, recordemos lo que consumimos o los pasivos ambientales que dejamos: llevamos trabajo esclavo infantil en nuestro celular; dejamos 400 años de pasivo por el vasito de telgopor con el que tomamos un café en cinco minutos.

No es que queramos que sacrifiquen niños para extraer los minerales de nuestro celular, ni que pretendamos arruinar los ecosistemas de las próximas generaciones. Pero participamos en un modelo – muchas veces pasivamente e incluso cínicamente – con consecuencias nefastas. Dejándolo ser.

Por eso, Jonas propone un principio: “Obra de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la Tierra”. Otras versiones dicen: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida”, y “No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra”.

Jueces y árboles

El principio de Jonas suena difícil y puede parecernos imposible cambiar las cosas. Es cierto que los intereses de los poderes que enfrentamos son enormes. Pero a veces la piedra acierta a la frente de Goliat.

Hace unos días escribí un breve texto argumentando sobre el valor de defender un quebracho de 280 años, al que se le ocurrió ponerse en el medio del ensanche de la ruta en Villa Allende. Una importante parte de la ciudadanía, apoyados por profesionales técnicos y científicos del mejor nivel de Córdoba, ofrecieron una traza alternativa para salvarlo. No sólo salvaban un árbol, sino un testigo de tres siglos, que podría sobrevivir muchas generaciones más. Pero el poder judicial les ha negado su pedido y mandó trasplantarlo (con menos del 20% previsible de sobrevida).

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Escribí que es un símbolo de muchas cosas, tanto el árbol como aquello que se quiere hacer con él, lo positivo y lo negativo.

Según me informaron, alguien poderoso dijo: “No se puede cambiar una ruta por un símbolo”.

Son interesantes sus palabras. Porque, después de todo, también un juez o jueza son símbolos del Poder Judicial. Y éste es parte integrante del Estado. Que a su vez nos representa a todos y en un sentido también es símbolo de las aspiraciones, necesidades y deseos de la comunidad humana y sus condiciones de vida plena y auténtica, como diría Jonas. Es una cadena de símbolos que se remiten unos a otros, pero a veces sólo representan intereses parciales.

Y en la discusión actual de la filosofía del derecho para una democracia liberal, suele argumentarse que el Estado no puede defender una idea particular del bien sino sólo una noción de justicia en un procedimiento no teñido por cosmovisiones particulares. Así, la justicia y el bien se divorcian.

Símbolo y mariposa

Pero yo me pregunto qué fue del viejo “bien común”, que albergaba los bienes particulares. Incluso su supuesto de cierta finalidad o dirección hacia dónde ir. Una dirección que incluya tanto la responsabilidad del viejo Jonas como nuestro temor que esta sea la última canción que cantemos.

Una de mis mujeres favoritas es Julia “Butterfly” Hill, que vivió en la copa de un árbol de sequoia durante dos años para evitar que lo corten (como vemos, nada nuevo bajo el sol). Le decían “Mariposa” y es un símbolo de quienes resisten. Y no solo resisten, también defienden cosas pequeñas, símbolos apenas, de lo que podría ser si nos despertásemos y activamente empezáramos a defender y hacer crecer lo que nos queda.

Pueden ser fragmentos de la naturaleza o edificios representativos de nuestra historia. Hay quienes ponen el cuerpo para impedir el sacrificio de un sitio (recordemos la lucha de Malvinas Argentinas), lo que beneficia incluso a quienes no entienden – o insultan – su resistencia. O disfrutan de su represión.

Ojalá estuviera de nuestro lado quien se debe encargar de protegernos en vista del bien común y no de defender los intereses particulares. Siempre pienso en cómo los poderes del Estado, sobre todo el judicial, tienen capacidad y jurisdicción para actuar de oficio (valientemente, si cupiera) y defender aquellos bienes comunes, que simbolizan lo que podemos ser como sociedad y como partecita de la naturaleza.

La Justicia habilitó la extracción del histórico quebracho en avenida Luchesse

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