Cuando uno lee las novelas que integran la serie «El Reino», de Gonçalo Tavares, hay una oposición irreductible entre paz y guerra de la que no es fácil salir ileso, visto que una y otra tienen pros y contras. Nos entendamos bien: nadie en su sano juicio elegiría vivir en una situación de guerra en lugar de hacerlo en contextos de paz; a nadie en su sano juicio le pone contento saber que en ciertos lugares del planeta existen conflictos bélicos radicalizados; nadie en su sano juicio estima que es preferible el disturbio permanente de Gaza que la reconciliación entre judíos y palestinos. Sucede que pensar de esta manera es una falsa opción y confunde más que esclarecer. El problema no está en la guerra que es repudiable desde todos los flancos, sino en la paz que muchas veces es engañosa y falaz. No por estar libre de enfrentamientos armados nos sentimos más cómodos, ya que el capitalismo salvaje en el que estamos insertos crece agigantadamente en desigualdad, injusticia y exclusión y nos mantiene en estado de letargo.
Este diagnóstico de realidad no pasó desapercibido a Byung-Chul Han, quien, para agudizar la reflexión de cara a nuestros tiempos, recurrió a Kant y a un clásico libro de 1795 que tiene el título de este artículo: “La paz perpetua”. El punto en el que hace hincapié el autor es el diferencial que se puede trazar entre la «paz larga» y la «paz perpetua». Han resuelve el dilema afirmando que una es antesala de la otra, pero al hacer esta aseveración, habilita el debate y lo amplía. Sigamos sus argumentos y atendamos, en primer lugar, a las relaciones internacionales. Hasta casi finales del siglo XX nadie dudaba de la legitimidad de los nacionalismos a la hora de abordar la ciencia política y las manifestaciones culturales que les daban identidad a los países. Con la globalización esta convicción empezó a debilitarse, porque la necesidad de trascender las fronteras ganó lugar en el razonamiento (económico, principalmente) y se hizo oportuno dar espacio a la negociación entre Estados (eso que Kant llamaba sin eufemismos «el espíritu del comercio»). En este siglo XXI, la praxis se muestra en vaivén: por un lado, enaltece la transculturalidad, y por otro afirma el territorio y las fronteras nacionales. Es como si la verdad se tejiera a contrapelo de cualquier afirmación absoluta que potencie uno de los extremos y no su síntesis dialéctica.
La cuestión estriba en el corolario, sin duda alguna. Y el corolario tiene que ver con el capitalismo sin fisuras que funciona como regla de oro. En este marco, lo que ayude a enriquecerlo es bienvenido y si éste se fortalece con el límite geográfico vale la pena apostar en esa dirección; si resulta un impedimento debe ser criticado. Pese a esta conclusión pragmática, no viene mal recordar la trabazón conceptual que para Han –siguiendo a Kant- tiene esta suerte de ambivalencia. Si de lo que se trata es de favorecer el «espíritu del comercio» estamos delante de la «paz larga» pero no de la «paz perpetua», porque ésta se funda en la idea de «moralidad» y, por ende, en la de Humanidad (así con mayúsculas). Una paz que dura mucho tiempo no es lo mismo que un tiempo de paz para siempre, y por eso hay que desconfiar de las evidencias. El caso de Gaza tal vez sea la prueba más fehaciente. Aun así, no perdamos de vista la idea de «moralidad», porque no es inocente y los refugiados, los desclasados, los amurallados del mundo entero lo saben mejor que nadie.
La «paz perpetua» se opone a la guerra en sentido lato, al tiempo que crea las condiciones de su emergencia, porque, si por un lado se perfila como una utopía deseable, también existe solo en un plano imaginario. La «paz larga», pese a su insuficiencia, aporta alguna cosa, sobre todo al mensurar la hibridez y evitar los esencialismos al extremo. Así lo expresa Han cuando valora la «mezcla» de razas, de religiones y de lenguas que construyen la diversidad en un sentido contrario a la «pureza» (de razas, religiones y lenguas) de la que la historia ha dado un cruel testimonio.
Esta discusión epistemológica no está ausente en la obra narrativa del autor portugués aquí convocado porque –como nos lo hace saber en “La máquina de Joseph Walser”- «el tiempo de paz se prolonga en el tiempo de guerra y este, a su vez, se prolongará más tarde en otro tiempo de paz». Es decir, hay correspondencia entre las dos temporalidades y una concatenación que sí es perenne por naturaleza. Si bien en Han la paz se explica como «ausencia de guerra» (aunque no ausencia de conflictos), vincula al orden mundial tal como lo conocemos, por lo que podemos entender que correrse un milímetro de sus coordenadas traería aparejada una escalada de violencia inusual que acabaría con ella. La conclusión no se hace esperar y desengaña a los ilusos: la paz es un estado provisorio, que no tiene nada de natural y que mucho menos se corresponde con el paraíso perdido sobre el que alguna vez nos adoctrinaron.
El ejemplo de Klaus Klump es de veras impecable. Este hombre que no tenía nada de nacionalista (podía escupir la patria si era necesario) se mantiene neutro durante la Segunda Guerra Mundial hasta que lo afectan de manera directa. Entonces reacciona y no sólo emocionalmente; se involucra activamente en la lucha transformándose en guerrillero. Durante los años que dura el embate bélico forma los cuadros de la resistencia y se destaca como líder indiscutido, pero cuando ésta acaba, el país es recuperado y la democracia se instala definitivamente, usufructúa las ventajas de su antigua posición transformándose en un figurón capitalista de los mejores, el más ostentoso de la ciudad. A través de este personaje Tavares nos muestra la circularidad del poder y de la desfachatez que, en uno y otro caso, busca agenciar la ganancia y nunca la paz social con mayúscula (¿la paz perpetua?) con la que podríamos soñar.
Podemos volver a las premisas que dieron lugar a este artículo y reconocer –con Tavares- que la paz no parece ser mejor que la guerra, aunque nos cueste entenderlo. Es cierto que la guerra revela la miseria de la condición humana, y lo hace con una cuota de degradación ostensiva, pero el problema radica en la paz establecida, que no la expone y fustiga con la corrección política esperada, sino que la esconde entre sus pliegues y la deja asomar pérfidamente algunas veces.