La potencialidad del acontecimiento

Por Carlos La Serna

La potencialidad del acontecimiento

Estamos todavía viviendo las consecuencias inmediatas de un evento cuya trama causal puede encontrarse en el medio siglo que nos precede, sin olvidar la historia misma de la democracia en nuestro país, allá con el primer gobierno electo bajo la ley Sáenz Peña y golpeado poco después. No obstante, lo vivido puede ser circunscripto, sin olvidar esa necesaria arqueología, a hechos del presente que adquieren significación suficiente.

Sin duda el intento de asesinato de la Vicepresidenta de la Nación constituye por sí mismo un acontecimiento que conmueve bruscamente la vida política, en tanto ha operado sobre la principal figura del oficialismo y de la política nacional. La historia corta de este retorno al modo primario de ejercicio del poder se desencadena en el seno de la causa “Vialidad”, cuyas alternativas desatan una serie concatenada de hechos: la solicitud de condena de la fiscalía a doce años de prisión más la inhabilitación de por vida; la negativa del tribunal a su solicitud de ejercer una nueva defensa; la intervención extra procesal de CFK en la que fruto de dicha negativa ejerce públicamente su defensa, afirmando la presunción de que se trata de un caso político destinado a su proscripción y a hacer de la democracia un puro dispositivo de poder; el vallado y la represión sobre la manifestación que dicho discurso provoca, intervenciones ordenadas por el gobierno de la CABA; finalmente, el intento de magnicidio.

Se configura así en el tramo de contados días un acontecimiento que, por su significación, deviene condición eficiente para pensarnos, para reflexionar desde y sobre el presente en el que estamos inmersos. Dicha eficiencia reside en entender que el acontecimiento interpela el orden político, esto es, las reglas y relaciones de fuerza prevalecientes, a la vez que abre un horizonte de potenciales transformaciones.

Las relaciones de poder propias de la política en contextos de democracia son un modo de acción no directa ni inmediata sobre los otros, sino sobre sus acciones. Sus condiciones son que “el otro” sea reconocido como un sujeto de acción y que se abra frente a tal relación todo un campo de respuestas, efectos y posibles invenciones. Mientras que una relación de violencia actúa sobre un cuerpo o sobre cosas. ¿Significa esto que debemos buscar el carácter propio de las relaciones de poder en la violencia que debió ser su forma primitiva, su secreto permanente y su recurso último, lo que en última instancia aparece como su verdad, cuando se le obliga a quitarse la máscara y a mostrarse tal como es? (Foucault).

Frente a tan significativo interrogante, tratemos de caracterizar como y para qué de la configuración de relaciones de violencia bajo una democracia que renacía en el acuerdo sobre su rechazo. Nuestra memoria repara primeramente en el lawfare. Cabe conjeturar que dicha trama de poderes engendra un potencial de violencia que se radicaliza frente al crecimiento de un arco de derechas que cultiva sistemáticamente un discurso de odio.

Quizás lo medular reside en considerar el ejercicio de la política como una estrategia que apunta a la generación de subjetividades convencionales, y así de conductas que asumen de manera irreflexiva un discurso que afirma el desplazamiento radical del antagonismo. Bolsas mortuorias, guillotinas, amenazas de fusilamiento, asimilación de CFK con el cáncer, golpes y amenazas a periodistas, configuran la ejemplos de la materia que hace del odio el sentido subjetivo y grupal que conduce al fallido intento.

En un nivel más estructural, cabe inscribir el atentado en la disputa entre históricas y contradictorias perspectivas de construcción social. Apunta en tal sentido al deterioro de una fuerza a cuyo interior la Vicepresidenta representa una perspectiva ampliatoria de derechos, una vía de desarrollo basada en la regulación e intervención estatal, en los recursos propios, en la protección del mercado interno y del trabajo. Es en este plano de disputa con la apertura indiscriminada, la financiarización y la primarización en un marco de mercantilización generalizada, donde se sitúa otra dimensión de la comprensión del discurso del odio.

En el marco de tal disputa, el lawfare excede lo coyuntural y el sólo espacio nacional, lo que permite entender que en tanto dispositivo de poder aplicado en contextos de gobiernos popular-democráticos, resulta la continuidad por otros medios de las olas de intervención militar, cuya última expresión fuera la dictadura cívico-militar (1976/1983). En otros términos, el acontecimiento que vivimos deviene un sucedáneo del lawfare.

En ese marco el horizonte inmediato nos devuelve a la causa “Vialidad”. Paralelamente, la causa abierta en torno al fallido intento de asesinato se desarrolla no sin plantear interrogantes, a la luz del criticado manejo de la cadena de custodia del teléfono celular propiedad del principal acusado, pieza decisiva de la investigación judicial.

Por otro lado, la solidaridad internacional firme y generalizada y el masivo repudio nacional al acontecimiento, habrían generado un desplazamiento de las diferencias al interior del Frente de Todos en torno a la defensa de la democracia y de la Vicepresidenta, manifestaciones que estarían produciendo una recuperación por el oficialismo de cierta centralidad en la escena política. Quizás un tal hacer en el campo de las políticas estatales abone un sólido programa de reconstrucción de la democracia que permita dar cuenta del lawfare y de los discursos de odio. En ello residiría quizás la potencialidad del acontecimiento.

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