La voz de Ana

Por Ana Illiovich y Tamara Liponetzky

La voz de Ana

Este es un texto a dos voces, o más. La de Ana, emprendedora de la memoria, que, como ella dice, hace lo que tiene que hacer, y la de los que la acompañamos, la seguimos, la estudiamos y propagamos su palabra en cada instancia que podemos. De esto está hecha esta columna, de retazos de memorias, de construcción colectiva, donde los alumnos, los jóvenes, ahora son los protagonistas.

Ana Illiovich es miembro del Programa de Estudios sobre la Memoria del CEA, es psicóloga. Ahora está jubilada, aunque dice que es una jubilación “trucha”, porque trabaja un montón. Tiene una misión: recorre las escuelas donde la invitan para contar su historia. Su trabajo es contar y escuchar para no olvidar.

Tiene una voz tranquila y la mirada profunda. Fue secuestrada una tarde del otoño de 1976 y llevada a La Perla, tenía 20 años. En sus visitas, Ana propone un diálogo reflexivo entre el proyecto pedagógico sobre las memorias, sus sitios y sus voces; su puesta en marcha y la experiencia de los jóvenes en este proceso. Así las redefiniciones del sentido y significado del pasado reciente en la historia argentina se tornan desde la escuela como un espacio de producción de sentido colectivo.

En el marco de las reuniones de trabajo en el Programa de Estudios sobre la Memoria del CEA nos comparte algo de su historia. Comenta que Héctor “Toto” Schmucler fue uno de los primeros en habilitar la escucha a los sobrevivientes, sin juzgar, poniendo la oreja a ese horror. Con ese espíritu, los jueves en el programa podíamos escuchar, también leer, compartir la mirada.

Los estudiantes la escuchan atentamente, respetuosos, hicieron un trabajo previo con la docente de historia y la de lengua. Están preparados, pero igualmente se conmueven, preguntan, opinan, muestran los trabajos que hicieron, sacan fotos. Preguntan si la pueden abrazar, pasa la mañana entre mates y un sol tibio.

La memoria es detener el tiempo, tal vez pensar, como dice Sandra Raggio, que circula en espiral, es un ir del presente al pasado y del pasado al futuro. Las generaciones que vienen y las que pasaron y se detienen en contar, en acompañar.

Empezó en 2017, poco después de que me animé a publicar el libro “El Silencio. Postales de La Perla”, y no paró. Primero fue una escuela de Río III, y desde allí hasta hoy. Puedo ir dos veces a la misma escuela. En los alrededores del 24 de marzo la agenda se complica. Algunas son públicas, otras confesionales; otras, institutos terciarios, alguna primaria; a veces la universidad nacional, otras cerquita, también en otra provincia. No termina, efectivamente, circula en espiral, insiste, resiste.

Recordamos, nos emocionamos y hay dibujos y cartas maravillosas y abrazos conmovidos. Hay docentes comprometidos, que trabajan y trabajan y logran hacerles interesar, saber, llegar, saltar sobre lo inmediato, saltar sobre la pura imagen y lo que tal vez es más importante, identificarse con aquellos que fuimos.

Y de las preguntas. Una: ¿tuvo sentido? No sé responder… ¡tanto dolor! Sí sé que la conmoción y los abrazos y las cartas y los dibujos no son para mí: son para los 30.000.

Los 2.500 de La Perla. Los jóvenes, como ellos, como yo entonces, los hermosos.

Es difícil. ¿Cómo explicar el Terrorismo de Estado? ¿Cómo explicar el terror de un país convertido en un vasto, inmenso, campo de concentración? Eso trato. Estoy haciendo lo que debo, lo que devuelve el sentido.

Lo que decimos y diremos: recordar para no repetir.

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