Son pocas las ediciones impresas y digitales de diarios que conservan todavía la sección Cartas de los Lectores. Se trata de una sección periodística que alguna vez fue bastante importante en la prensa escrita de nuestro país. En un rápido recorrido por las ediciones impresas de los periódicos más importantes del país se puede constatar que, en donde aún existe esa sección, las cartas de los lectores son escasas y por lo general se remontan a hace dos o tres años.
Si nos atenemos al conocido dicho popular nada se pierde, todo se transforma, viene al caso preguntarse, ¿en qué se transformaron las secciones Cartas del Lector de los diarios y las revistas? Aparentemente han sido reemplazadas en las ediciones digitales (que es como se leen ahora mayoritariamente diarios y publicaciones periodísticas en general) por secciones que se conoce como Contribuciones, Comentarios, Conversación, etc. Pero si no nos quedamos en la pura apariencia podemos descubrir notables diferencias entre aquellas y estas nuevas secciones periodísticas.
Veamos: en el pasado, cuando un interesado quería responder a algún periodista del medio o a alguien que había expresado su opinión, se sentaba ante su máquina de escribir (o lo hacía a mano), se daba tiempo para reflexionar lo que quería manifestar y cuidaba su escritura (la redacción y la ortografía). Al concluir, firmaba su carta con nombre y apellido y número de documento. Luego despachaba la carta por correo o la llevaba personalmente a la redacción. Y esperaba, a veces varios días, hasta que su texto aparecía impreso. Las publicaciones establecían precisos requisitos para su publicación: un límite de líneas o caracteres, la firma y la constancia del domicilio del autor remitente y el número de documento. En ocasiones se advertía que el diario se reservaba el derecho de publicarla, editarlas y/o resumirlas.
El intervalo entre el impacto o estímulo que provocaba en el lector la lectura de algún artículo periodístico de cualquier naturaleza, y el momento de escribir la respuesta, constituía un filtro a la reacción espontánea, impulsiva, imprudente, y ayudaba a meditar lo que íbamos a escribir, a cuidar cierto estilo de expresión y, por sobre todas las cosas, hacerse cargo de lo que se manifestaba (dada la exigencia de firmar con el nombre y apellido, y consignar la dirección y el número de documento).
Todo este procedimiento hoy impensable e incluso visto por muchos como insólito, ha sido barrido por las nuevas tecnologías que son consideradas por muchos como un beneficio que ha incrementado la libre expresión.
Indudablemente que la posibilidad de responder de manera inmediata desde el mismo dispositivo de lectura es una ventaja inapreciable para sentirse partícipe en una discusión que nos interpela. Simplifica la posibilidad de expresar nuestras ideas y dar a conocer nuestras opiniones sobre cuestiones que nos preocupan.
Pero al mismo tiempo incitan a poner en palabras lo primero que se viene a la cabeza, alientan cierta torpeza para la expresión y el exabrupto y, sobre todo, promueven la tendencia a resumir en una o dos frases ideas que requieren mucha más extensión escritural. Y por supuesto está también el anonimato que facilita poder decir cualquier disparate sin ninguna consecuencia para el emisor.
Umberto Eco, exagerando un poco decía que “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.
Tamaña condena por parte de Eco no hace justicia con muchos foristas (así se les llama a los participantes de estas secciones de comentarios) cuyos aportes son muy valiosos. Se trata de opiniones elaboradas, razonablemente bien escritas, que evitan el insulto y pretenden ser un avance en la conversación virtual sobre el tema de que se trata. Y que muchas veces aparecen firmadas con el nombre verdadero del autor y no oculta la identidad del que escribe, asumiendo la responsabilidad de lo que se expresa.
Pero, lamentablemente, en un número muy elevado de casos pareciera que estamos asistiendo a una escena patológica de euforia verborragica -escritural en donde han desaparecido las barreras del lenguaje que median entre “lo primero que se me viene a la cabeza” y su manifestación. Mediación imprescindible para la vida social más o menos civilizada.
Estas breves líneas no son sólo una manifestación de añoranza de un supuesto paraíso perdido, de aquellas épocas en las que se escribía y se leía en el papel diarios, libros y cartas. Internet y las nuevas tecnologías hace décadas que se han instalado y junto con los teléfonos celulares se han convertido en instrumentos ineludibles de nuestra vida cotidiana. Han cancelado numerosos objetos que hasta no hace tanto formaban parte de nuestro quehacer diario. Oponerse a las nuevas tecnologías es, parafraseando a Borges, ponerse delante del “camello ciego” que habrá de embestir a todo aquel que se le interponga. Es una actitud inútil y autodestructiva. Lo que procuro es llamar la atención sobre la fascinación que estos artilugios nos provocan y a ayudar a ser lo suficientemente críticos como para comprender cuales son los alcances que la utilización de las nuevas tecnologías tiene para la subjetividad contemporánea. Y que no nos convirtamos en servidores de aquello que las empresas de servicios tecnológico presentan como que estuvieran a nuestro servicio.
Internet y las redes sociales pueden convertirse en una adicción tan poderosa como cualquier otra droga. Pasarse horas interminables frente a la computadora respondiendo muchas veces a simples explosiones de pensamientos con otras explosiones de pensamiento, aparentemente no tiene ningún costo material ni espiritual. Sin embargo, puede ser muy dañino para el espíritu, el alma, el aparato psíquico o la psique o como quiera llamarse a esa dimensión de lo humano. Una enorme pérdida de tiempo que lo único que consigue es cristalizarnos en nuestros prejuicios. Una catarsis que en realidad esconde la impotencia a la que nos enfrentamos por no saber qué actitud asumir ante los dilemas que el problemático mundo contemporáneo nos presenta. Dilemas que no se habrán de dirimir, por cierto, en los “foros” de discusión.