Mijaíl Serguéievich Gorbachov (1931-2022), encarnó el “sueño soviético”, si se lo entiende paralelo al “sueño americano”. Nació en una población rural de la región norcaucásica de Stávropol, de una familia que sufrió las reformas estalinistas para el campesinado. Vivió la “Gran Guerra Patriótica”, padeciendo la ocupación alemana mientras su padre combatía en el Ejército Rojo. Estudiante brillante, logró estudiar en Moscú, donde se recibió de abogado y conoció a su esposa Raisa.
Con sólo 35 años, conducía la sección regional del Partido Comunista. En 1978, auspiciado por el jefe de la KGB (Yuri Andropov) será designado secretario de Agricultura. Tras la muerte del líder de la URSS, Leonid Brézhnev (1982), todo se precipitó: asumió Andropov, quien murió en 1984 proponiendo a su discípulo para sucederlo. El Politburó recurre a la vieja guardia: Konstantín Chernenko, agonizante, abre la transición.
Gorbachov toma el poder en marzo de 1985. Influenciado por la “desestalinización” impulsada por Nikita Jruschov, tras años de estancamiento económico, compleja situación militar y retraso tecnológico para la URSS, “Gorbi” percibe la necesidad de apuntalar una transformación en serio. Intentó con una campaña contra el alcoholismo, sin relevancia. Perfiló ejes: la uskorenie (aceleración), más tarde la perestroika (reestructuración) y finalmente la glásnost (transparencia).
Transformación no era nueva revolución. Gorbachov era fiel al PC. Su lema era: “Vuelta a Lenin”. Buscaba vasos comunicantes con el mundo, estabilizando relaciones inter e intra bloques, reparando vínculos afectados por la Guerra Fría, para hacer a la URSS competitiva frente a la globalización.
Joven respecto a líderes de su tiempo como Reagan o Bush en Estados Unidos, Kohl en Alemania Occidental, Thatcher en Reino Unido, Miterrand en Francia, Xiapoing en China, a cargo de un imperio que debía renovar su fisonomía, Gorbachov probó el impacto de sus ideas presidiendo una delegación soviética en Londres (1984), donde sorprendió a propios y extraños, en particular a la “Dama de Hierro”, que lo halló confiable.
Ratificando un mensaje de cambio en innumerables misiones bilaterales u organismos internacionales, intentando hacer equilibrio frente a una burocracia partidaria que no lo aplaudía como sus amigos occidentales y procurando tiempo frente a los países de la caliente Europa Oriental, particularmente la Polonia de Walesa y Juan Pablo I o Hungría, finalizando los 80 se acrecentaba el mito fuera de la URSS y la incógnita hacia su inmenso interior. La retirada en Afganistán (1989) profundizaría ambas sensaciones.
Desde 1985, Gorbachov mantuvo cumbres determinantes con Reagan y Bush, que revirtieron la carrera armamentista y reformularon la geopolítica. Sus reuniones con Kohl lograron la reunificación alemana, que el canciller germano defendió mirando al Rin y explicando al soviético que los cursos de agua, de un modo u otro, se unirían finalmente. Aunque Gorbachov no quería desentenderse del Viejo Mundo (y consideraba que EE.UU. tampoco debía hacerlo), propiciaba una “casa europea” que incluyera sus territorios. No logró ese objetivo.
Su visita a Pekín (1989) descongeló las relaciones chino-soviéticas aunque hizo latir la resistencia al régimen comunista ahora conducido por Xiaoping y convenció a éste sobre el apresuramiento aperturista soviético. Tras soportar el asedio en Tiananmén cuando Gorbachov se encontraba en la ciudad, Xiaoping (jaqueado tanto por el reformismo de Moscú como por el predominio japonés en el Pacífico) ratificará el modelo político en vigencia, al precio que fuere. El impacto social de sus reformas llegará por la transformación económica. Con los años, Pekín se afirmará como superpotencia por encima de Japón y la actual Rusia.
Desbalanceado, más requerido en Occidente (para problemas prioritariamente occidentales) que apreciado en la URSS, Europa Oriental y Asia, Gorbachov tampoco cosechó respaldo en los países no alineados, agobiados por la necesidad de resolver sus agendas locales o regionales (dictaduras o su salida de ellas, transición democrática, crisis de la deuda, etc.).
La política internacional era inescindible de la doméstica. Gorbachov recibe ayuda financiera (particularmente de la Alemania unificada con la que firma un tratado de amistad en 1990, año en el que es distinguido con el Nobel de la Paz). Apoya, empero, la organización de una fuerza de la ONU para invadir Irak.
Antes había intentado dotar a su gobierno de más legitimidad. Procura revertir la crítica situación de abastecimiento en la URSS. El pueblo empieza a añorar al régimen soviético mientras éste todavía transcurría, agonizante. Gorbi ensayó reformas partidarias, luego extendidas a la legislación e incluso a la Constitución de la URSS buscando puentes a un nuevo sistema político, donde la perestroika se vuelva irreversible y él se afiance como conductor.
Un nuevo Congreso y la Presidencia (inaugurada por Gorbachov y reforzada por órganos integrados sólo por sus leales) seguían generando rechazo. Paradójicamente, la posibilidad de ser electo para una banca como diputado sería aprovechada por un enemigo íntimo, Boris Yeltsin, rápidamente entronizado como líder de la República Rusa e implacable opositor.
“Misha” debe pasar la gorra en reuniones multilaterales para conseguir alimentos desde Occidente. El pueblo alemán dona cientos de millones de dólares en efectivo y alimentos, avergonzando a los altivos burócratas moscovitas. En tanto, sin reflejo alguno desde el Kremlin, los países del pacto de Varsovia se liberaban y el contagio llegaba a varios estados soviéticos.
Sin ideas, aislado, ya desprovisto de colaboradores clave como el canciller Shervanadze, Gorbachov se hará represor de la libertad que alentó por acción u omisión. Para 1991, su desprestigio será total. La visita de Bush a Moscú y a Kiev (esta última con costo para el texano), no detiene el tembladeral. Bush sugiere aceptar el independentismo de varios países, entre ellos Ucrania. Gorbi aduce imposibilidad: sería una deflagración de nacionalismos entonces empotrados en jurisdicciones más o menos definidas.
Cuando tras un golpe de estado en agosto de 1991, neutralizado quizá por el opositor Yeltsin y no por el Kremlin, se siguen sumando independencias nacionales, James Baker III (canciller de Bush) habla del fin de la Unión Soviética. Pocos días después, Gorbachov renuncia como presidente y comandante en jefe, transfiriendo la autoridad sobre sus armas nucleares a Yeltsin, presidente de la Federación Rusa.
El nuevo jefe denigró al derrocado, quien pretende continuar su carrera política en Rusia, con fallidos intentos. Se reciclará como una voz apreciada, desde diversos foros de opinión occidental. Pero el desequilibrio resultante de sus políticas será insoportable para sus sucesores, el errático Yeltsin y el implacable Vladímir Putin.
Gorbachov, como la época del mundo que protagonizó, busca su lugar en la historia. Resentida, la Rusia que él legó, también.