La primera máquina de medir el tiempo estuvo en París. La diseñó y montó un alemán, en el momento en que franceses e ingleses peleaban la guerra de los 100 años. Sus manecillas y sus mecanismos, por primera vez, marcaron horas y minutos. Paradójicamente, el rey Carlos V abandonó el edificio donde se encontraba el reloj apenas unos años después. Y la Conciergerie se convirtió en Prisión.
Desde los incomprobables territorios de la leyenda, el primer aparato mecánico capaz de medir el tiempo habría sido obra de Gerbert de Aurillac, un monje benedictino que los caprichos vitales y temporales hicieron que atravesara el umbral entre el año 999 y el 1000 convertido en papa, bajo el nombre de Silvestre II.
Sobre Gerbert se cuentan leyendas. Como aquella que dice que alguna vez le robó un libro de hechizos a un filósofo árabe en España. Pero, sobre todo, el monje, que sería en definitiva el primer papa francés tenía un sofisticado conocimiento de filosofía clásica y de astronomía. Y de los árabes rescató el uso de la esfera armilar: un sistema mecánico capaz de medir y predecir los cambios en las constelaciones y la extensión del día y la noche.
El reloj de Gerbert no era sino una clepsidra, uno de los legados del mundo antiguo que subsistían desde los días de los romanos, como la rueda hidráulica, o que volvía de nuevo a Occidente por intermedio de los árabes. Pero la leyenda, como acontece frecuentemente, “es exacta en lo que implica, aunque no en los hechos”, como escribe Lewis Mumford.
Hombre preocupado por la incidencia negativa que las máquinas podían tener en la vida del hombre moderno, Munford afirma que fueron los monjes benedictinos los que, con sus formas de periodizar el tiempo diurno permitieron la irrupción filosófica del capitalismo: “Frente a las fluctuaciones erráticas de la vida mundanal, en el monasterio imperaba la disciplina férrea de la regla. Benito agregó un séptimo período a las devociones diurnas, y en el siglo VII, el papa Sabiniano, en una bula, decretó que se tocaran las campanas del monasterio siete veces en las 24 horas. Esas puntuaciones empleadas para dividir el día fueron conocidas con el nombre de horas canónicas y fue necesario arbitrar medios para llevar la cuenta de ellas y asegurar su repetición regular”, dice Mumford.
Los mecanismos para medir el tiempo no eran otra cosa que una especie de institución mecánica que permitía por primera vez acordar y coordinar las acciones de los hombres. Entonces, en la Francia de Carlos V, esa que paradójicamente iba a pelear por más de 120 años con Inglaterra, hasta derrotarla, apareció el primer reloj al mismo tiempo que comenzaba la construcción de La Bastilla.
El creador de ese reloj que estuvo incrustado en la piedra de lo que en ese momento era la residencia del rey y que más tarde se llamó la Conciergerie fue Heinrich von Wyck, un ingeniero alemán. Hugues Aubriot fue el nombre del constructor de La Bastilla. En ese momento se la pensó para defender a Paris de los ataques ingleses. El hombre también diseñó para la ciudad luz sus oscuras alcantarillas.
Faltaban casi dos siglos para que los campanarios de las iglesias comenzaran a albergar los nuevos relojes, con agujas y números, capaces de trasladar la idea de tiempo a toda la población. El tiempo, suspendido en lo alto del cielo.
Carlos V murió en 1380, cuando su hijo, Carlos VI, tenía apenas 11 años. El nuevo rey, al que los historiadores nombran como “El Loco”, tuvo su primer episodio de psicosis en 1392. Ese año, la Conciergerie, con su primer reloj bien construido de la historia, dejó de ser residencia real para convertirse en cárcel.
La cárcel de la Conciergerie fue durante años la antesala de la muerte de cientos de condenados. El reloj corría. Y en cárcel se convirtió también La Bastilla, con sus ocho torres pensadas para defender a París de los posibles ataques ingleses.
“Este mecanismo que divide el tiempo en doce horas perfectamente iguales, te ayuda a proteger la justicia y defender la ley”, puede leerse bajo las manecillas doradas del reloj de la Conciergerie.
“Las horas dadas regularmente por las campanas sometieron la vida del trabajador y la del mercader a la regularidad. Las voces del campanario casi definían la existencia urbana. La cuenta del tiempo rigió las actividades del hombre; el tiempo fue racionado. A medida que ese proceso se llevaba a cabo, la Eternidad dejó gradualmente de servir como medida y foco de las acciones humanas”, escribe Mumford, en “El reloj y el monasterio”.
La poco probable leyenda que cuenta el robo del libro de hechicerías de Gerbert de Aurillac a cierto filósofo árabe cierra con algunos datos fantásticos. El creador de la primera máquina para medir el tiempo en occidente escapaba de su víctima; pero éste podía verlo y seguirlo a través de su visión de los astros. El que sería el próximo papa se dio cuenta, entonces tomó una cuerda y quedó durante buen tiempo suspendido entre la tierra y el cielo. Ahí era invisible a los ojos del mago, y del tiempo.