Presidente poeta

Por Migue Magnasco

Presidente poeta

No es sencillo encontrar hechos inspiradores en este tiempo, porque es un tiempo opaco, de pura intensidad de un presente hostil, en el que la prioridad es sobrevivir y en cuyo transcurso los arrojos esperanzadores que pretendan trascendencia suenan algo descontextualizados, algo delirantes. Pero el resultado de las elecciones chilenas me conmovió. Quizás porque es un hecho político que tiene mucho de poético y en ese cruce me siento a gusto. De Bolaño a Zambra, de Allende a Boric. Senderos subterráneos de belleza y combate; un destino forjado de palabras que no se lleva el viento, que sobrevivieron ahí, respirando en una orilla furtiva pero siempre anhelantes.

Espera y acción. Ese juego sutil de velocidad y paciencia, a menudo tan esquivo para las militancias, tan difícil de adivinar, sobre el que tan bien reflexiona Martín Kohan en su libro “Museo de la Revolución”, en esta ocasión halló una síntesis certera. Para decirlo en términos de Gramsci, la sociedad política captó el empuje de la sociedad civil, su deseo colectivo de transformar lo injusto, y le ofreció una alternativa de mayorías, un proyecto de país que abrazó esa riada, ese desborde de lo instituido.

No es lo mismo eso que solo alentar un desborde tal que, al no encontrar traducciones institucionales, suele comenzar a diluirse, y, en esa dilución, a convertirse en frustración y apatía. Eterna discusión de los años 2000 en Argentina, ¿tomar o no tomar el poder del Estado? Las instituciones todo lo corrompen, decían y dicen algunas corrientes de pensamiento. Frederic Lordon les responde con sutileza spinozeana: se trata de construir instituciones impregnadas de otra afectividad, de otra sensibilidad. Luisina Perelmiter habla de “burocracias plebeyas” al analizar el funcionamiento del ministerio de Desarrollo Social, y la ANSES, en la Argentina del periodo 2003-2015. Esa institucionalidad que reconstituyó la capacidad de protección colectiva desde el Estado en nuestro país, a la que el nuevo presidente chileno puede echar mano como experiencia virtuosa.

No tiene ninguna utilidad política mirar las profecías devaluadas de las derechas regionales acerca del proceso que se abre ahora en Chile: vociferarán comunismo y toda esa parafernalia de naderías que hablan solamente de sus fantasmas ideológicos. Pero también resultan algo simplificadoras aquellas lecturas que expresan que el posicionamiento claro del candidato como ambientalista, feminista y a favor de la diversidad de géneros, fue lo que principalmente rindió frutos electorales. En este punto sugiero una hipótesis, usando a Chile como excusa para hablar más en general: esa mirada, aunque reconoce agendas prioritarias (con las que acuerdo) para la coalición ganadora y su núcleo duro de apoyos, parcializa y se saltea lo que considero más potente del discurso de Gabriel Boric: volver a hablar de condiciones materiales de existencia.

“El crecimiento económico asentado en la desigualdad tiene pies de barro”. Un presidente poeta. Una línea para todos los tiempos, que funda un núcleo programático, que sintetiza una dolencia compartida mayoritariamente, que forja una esperanza, que construye un pueblo. Una línea maravillosa.

¿En dónde uno puede situar la cristalización más profunda del experimento neoliberal instaurado por la dictadura de Augusto Pinochet? En el desarme del bienestar social garantizado de manera común por el Estado. Los procesos de neoliberalización en general y el de Chile en particular, están sostenidos especialmente en la individualización de las trayectorias de vida; en el “cada cual librado a su suerte” sin hacerse cargo de las consecuencias atroces del borramiento tramposo de los puntos de partida de los sujetos. El legado pinochetista está incrustado en las enormes dificultades para las mayorías de acceder al derecho a la educación, a la salud, a pensiones dignas para transitar una vejez más amable. Ese continuo de elitización de las garantías para una existencia digna fue el magma que desató el vendaval.

Boric cifró esas injusticias socioeconómicas padecidas en común y dijo vamos a hacer esto, esto y esto para combatirlas. Una izquierda que discute sobre macroeconomía, que trabaja sobre criterios de factibilidad para la implementación de políticas públicas, que habla de desigualdades materiales estructurales, de desarrollo productivo, de distribución de la riqueza en términos concretos. Parece una obviedad, pero no lo es tanto en el concierto de discursividades nacionalpopulares, progresistas o de izquierda, dominantes en esta época.

Ese es el diferencial, ahí está la expectativa masiva, el pie de pivote sobre el que las nuevas agendas pueden montarse para ser sello y mito de gobierno. Si la calidad de vida mejora objetivamente, hay más espacio político para darle volumen superestructural a los proyectos de país y volverlos hegemónicos. Si no está eso, rápidamente, no solo el gobierno se reduce a la gestión de minorías intensas, sino que la sociedad comienza a virar en sus apoyos ante el sinsabor que genera la persistencia de la inestabilidad material.

La izquierda chilena tiene una buena oportunidad en este sentido, porque el país vecino, a diferencia de nuestra amada Argentina, tiene una tendencia de crecimiento económico bastante robusta (salvo en 2009 y 2020, el PBI se ha expandido en las últimas dos décadas). El desafío está en cómo aprovechar esa tendencia formulando estrategias de captura de excedentes del crecimiento para hilvanar una red de políticas sociales, que restituyan el bienestar común y el acceso a derechos fundamentales, vedados para tantos chilenos y chilenas desde hace tanto tiempo.

Ojalá pueda escribir sus mejores versos en estos años, Presidente poeta. Mucha suerte, compañero.

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