“Muy pronto me presentaré ante el juez definitivo de mi vida. Aunque pueda tener muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, me siento, sin embargo, feliz porque creo firmemente que el Señor no sólo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que ya padeció Él mismo mis deficiencias y, por eso, como juez, es también mi abogado. En vista de la hora del juicio, la gracia de ser cristiano se hace evidente para mí. Ser cristiano me da el conocimiento y, más aún, la amistad con el juez de mi vida, y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte. A este respecto, recuerdo constantemente lo que dice Juan al principio del Apocalipsis: ve al Hijo del Hombre en toda su grandeza y cae a sus pies como muerto. Pero el Señor, poniendo su mano derecha sobre él, le dice: «¡No temas, soy yo!» (cf. Ap 1,12-17)”. Así escribía Benedicto XVI en su última carta, fechada el 6 de febrero pasado, al final de unos dolorosos días «de examen de conciencia y reflexión», sobre las críticas que se habían vertido contra él por un asunto de abusos cuando era arzobispo de Múnich, hace 40 años.
Y finalmente ha llegado el momento del encuentro con el Señor. Desde luego, no puede decirse que fuera inesperado y que nuestro gran anciano llegara desprevenido. Si su predecesor nos había dado un precioso e inolvidable testimonio de cómo vivir en la fe una dolorosa enfermedad progresiva hasta la muerte, Benedicto XVI nos ha dado un hermoso testimonio de cómo vivir en la fe la creciente fragilidad de la vejez durante muchos años hasta el final. El hecho de haber renunciado al papado en el momento oportuno le ha permitido -y a nosotros con él- recorrer este camino con gran serenidad.
Tuvo el don de completar su camino manteniendo la mente clara, acercándose con experiencia plenamente consciente a aquellas «realidades últimas» sobre las que había tenido como pocos el valor de pensar y hablar, gracias a la fe que había recibido y vivido. Como teólogo y como papa nos había hablado de ello de manera profunda, creíble y convincente. Sus páginas y palabras sobre la escatología, y su encíclica sobre la esperanza, siguen siendo un regalo para la iglesia, sobre el que su oración silenciosa puso el sello durante los largos años de retiro «en el monte».
De las muchas cosas que se pueden recordar de su pontificado, la que sinceramente me pareció y me sigue pareciendo más extraordinaria fue que, precisamente en esos años, consiguió escribir y completar su trilogía sobre Jesús. ¿Cómo podía un papa, con las responsabilidades y preocupaciones de la iglesia universal, que en realidad llevaba sobre sus hombros, llegar a escribir una obra como esa? Ciertamente, fue el resultado de toda una vida de reflexión e investigación. Pero, sin duda, la pasión interior y la motivación debieron de ser formidables. Sus páginas salieron de la pluma de un estudioso, pero al mismo tiempo de un creyente que había comprometido su vida en la búsqueda del encuentro con el rostro de Jesús, y que veía en ello al mismo tiempo la realización de su vocación y su servicio a los demás.
En este sentido, por mucho que yo entienda que él dejó claro que ese trabajo no debía considerarse parte de su «magisterio pontificio», sigo pensando que es parte esencial de su testimonio de servicio como papa, es decir, como creyente que reconoce en Jesús al Hijo de Dios, y en cuya fe también se puede seguir apoyando nuestra fe. Así, no puedo considerar casual que el momento de la decisión de renunciar al papado, es decir, el verano de 2012, coincida con el de la conclusión de la trilogía sobre Jesús.
No cabe duda de que el pontificado de Benedicto XVI se ha caracterizado más por su magisterio que por su acción de gobierno. «Era muy consciente de que mi punto fuerte -si es que tenía alguno- era el de presentar la fe de una manera adaptada a la cultura de nuestro tiempo». Una fe siempre en diálogo con la razón, una fe razonable; una razón abierta a la fe. El papa Ratzinger fue justamente respetado por quienes viven atentos a los movimientos del pensamiento y del espíritu, y buscan leer los acontecimientos en su significado más profundo y a largo plazo, sin detenerse en la superficie de los acontecimientos y los cambios. No por nada quedaron en la memoria algunos de sus grandes discursos ante auditorios no sólo eclesiales, sino también de representantes de toda la sociedad, en Londres, Berlín… No temía a confrontar ideas y posturas diferentes, miraba con lealtad y clarividencia las grandes cuestiones, el oscurecimiento de la presencia de Dios en el horizonte de la humanidad contemporánea, los interrogantes sobre el futuro de la iglesia, particularmente en su país y en Europa. Y buscaba afrontar los problemas con lealtad, sin rehuirlos, aunque fueran dramáticos; pero la fe y la inteligencia de la fe siempre le permitieron encontrar una perspectiva de esperanza.
El valor intelectual y cultural de Joseph Ratzinger es demasiado conocido como para que sea necesario repetir sus elogios. Quien supo comprenderlo y valorarlo para la iglesia fue Juan Pablo II: durante 24 de los 26 años de pontificado de su predecesor, Ratzinger fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Dos personalidades diferentes, pero que fueron -permítanme decirlo- un «ensamble formidable». El vasto pontificado del papa Wojtyla no puede pensarse adecuadamente, doctrinalmente hablando, sin la presencia del cardenal Ratzinger y la confianza depositada en él, en su teología eclesial, en la amplitud y equilibrio de su pensamiento. Fue un servicio a la unidad de la fe de la iglesia en las décadas posteriores al Concilio Vaticano II, afrontando tensiones y desafíos de época en el diálogo con el judaísmo, el ecumenismo, el diálogo con otras religiones, la confrontación con el marxismo, en el contexto de la secularización y la transformación de la visión del hombre y la sexualidad. También logra proponer una síntesis doctrinal tan amplia y armoniosa como la del Catecismo de la Iglesia Católica, acogida por la inmensa mayoría de la comunidad eclesial con un consenso inesperado, para llevar a esta comunidad a cruzar el umbral del tercer milenio sintiéndose portadora de un mensaje de salvación para la Humanidad.
En realidad, esa larguísima y extraordinaria colaboración fue la preparación del pontificado de Benedicto XVI, visto por los cardenales como el idóneo continuador y sucesor de la obra del papa Wojtyla. Una mirada global al camino que recorrió Joseph Ratzinger no escapa a la continuidad de su hilo conductor y, al mismo tiempo, a la progresiva ampliación del horizonte de su servicio.
El pontificado de Benedicto XVI será recordado como uno marcado por tiempos de crisis y dificultades. Esto es cierto y no sería justo pasar por alto este aspecto. Pero la cruz más pesada de su pontificado, cuya gravedad ya había empezado a percibir durante su etapa en la Doctrina de la Fe, y que sigue manifestándose como una prueba y un desafío para la iglesia de proporciones históricas, es el asunto de los abusos sexuales. Esto fue también causa de críticas y ataques personales contra él hasta sus últimos años, y por tanto también de un profundo sufrimiento. Habiendo estado también muy implicado en estos asuntos durante su pontificado, estoy firmemente convencido de que vio cada vez con mayor claridad la gravedad de los problemas y tuvo un gran mérito al abordarlos con amplitud y profundidad de miras en sus diversas dimensiones: la escucha de las víctimas, el rigor en la búsqueda de la justicia ante los crímenes, la curación de las heridas, el establecimiento de normas y procedimientos adecuados, la formación y la prevención del mal. Este fue sólo el inicio de un largo camino, pero en la dirección correcta y con mucha humildad. Benedicto nunca se preocupó por una “imagen” de sí mismo o de la iglesia que no correspondiera a la verdad. E incluso en este campo ha actuado siempre desde la perspectiva de un hombre de fe. Más allá de las medidas pastorales o jurídicas, necesarias para afrontar el mal en sus manifestaciones, sintió el poder terrible y misterioso del mal y la necesidad de apelar a la gracia para no dejarse aplastar por él en la desesperación y encontrar el camino de curación, de conversión, de penitencia, de purificación, que necesitan las personas, la iglesia y la sociedad.