Cuántas veces se habló de dos libros que cambiaron la manera de enfocar la relación entre representantes y representados.
En “La Modernidad Líquida” (2000), Zygmunt Bauman describe las características cambiantes de la sociedad contemporánea. A diferencia de la «modernidad sólida», marcada por estructuras, normas e instituciones estables, la modernidad líquida está definida por la inestabilidad, la incertidumbre y la transitoriedad (desregulación, impacto del consumo sobre el resto de relaciones interpersonales, superficialidad o temporalidad en las conexiones, reticencia al compromiso profundo), afectando a representantes y representados, exigiendo continua adaptación a entornos mutantes.
En “Los principios del gobierno representativo” (1998), Bernard Manin introduce el concepto “democracia de audiencia”. A diferencia de la democracia representativa clásica, los ciudadanos contemporáneos se transforman en espectadores pasivos. Los líderes políticos ya no dependen tanto de los partidos (internas, movilización, etc.), sino de la comunicación directa, adaptándose los mensajes a formatos mediáticos, priorizando el impacto emocional y la imagen. Los candidatos segmentan sus posiciones para “tocar” a cada sector. La participación se ralentiza y el debate público se diluye entre altisonancias aptas para atraer adhesión a partir de sensaciones, incluso de la frustración.
En ese marco, los “candidatos líquidos” son figuras volubles, adaptándose a las fluctuaciones de una audiencia expectante. Muchos de estos dirigentes carecen de ideologías firmes, modificando sus posturas en función de coyunturas, favoreciendo la anomia, a veces exhibiéndola de manera cruda y dolorosa.
El transfuguismo, la división interna de bloques y la relativización de la disciplina partidaria son manifestaciones de este fenómeno. En muchos países, los legisladores cambian de partido o alteran su postura sin mayores aspavientos. Esto se debe, en parte, a la disminución de la influencia de los partidos sobre sus miembros y al aumento de la personalización política.
Este contexto facilita la existencia de líderes repentinos, con agendas y lealtades políticas acomodaticias. La indisciplina partidaria se convierte en una tendencia, y las confrontaciones (asociadas a intereses fugaces) se divorcian de la tradicional noción de competencia inter o intra-partidaria.
Esto impacta en la relación entre poderes. Frente a iniciativas oficialistas u opositoras, la política legislativa se centra en la negociación ad hoc, favoreciendo intereses sectoriales antes que una alineación coherente con principios de largo plazo.
Javier Milei vetó íntegramente a la Ley 27756, relacionada con la movilidad previsional, acusando a las mayorías que la sancionaron de “degenerados fiscales”. La circunstancia coincidió con un complicado momento de su frágil armado político, con diásporas internas, escándalos diversos y la sorpresiva deserción de un PRO funcional, que se cansó. En esa circunstancia Milei, que hasta entonces había delegado la “rosca” política en sus operadores (aduciendo que se trata de una actividad “menor” probablemente influido por su autopercepción de ser uno de los dos líderes más importantes del mundo, como señaló recientemente) presionó a legisladores propios y extraños que inicialmente apoyaron la ley (unos treinta), quienes cambiaron de postura al retornar la ley al Congreso, desnudando la volatilidad en un contexto de oportunismo: pura política líquida.
Cinco diputados radicales, uno de ellos el cordobés Luis Picat, fueron el pararrayos de un “panquequismo” que incluyó también a legisladores de otros partidos, por caso el PRO. “El Presidente nos explicó el impacto en el presupuesto”, señaló alguno. “Votando la insistencia somos funcionales al kirchnerismo”, adujo otro. Actores políticos moldeables por el clima momentáneo, careciendo de compromiso con programas, principios y miembros de la comunidad, en este caso los jubilados que iban a verse beneficiados con el aumento del 8,1% (compensando la devaluación de diciembre) y un recalculo de la movilidad; cuyo haber mínimo ronda los $ 225.000, monto percibido (según se estima) por las dos terceras partes del total de pasivos nacionales.
El Senado acaba de votar (jueves 12) la ley de financiamiento universitario. En el debate parlamentario, se analizó, entre otros aspectos, la caída del 30% en las transferencias del Ejecutivo a las Universidades públicas en 2024 y un descenso algo mayor de la capacidad adquisitiva del salario de profesores, investigadores y personal no docente. El oficialismo planteó que las partidas estaban congeladas y recortadas desde la gestión Fernández y que en los presupuestos universitarios se esconde el financiamiento de la política, como también extremos de ineficiencia, considerando la relación alumnos-graduados. El costo de la medida aprobada, se estima en 700 millones de dólares. El articulado establece una recomposición periódica de haberes con el índice inflacionario, de aplicación siempre y cuando no se acuerden paritarias que establezcan otros valores. La Auditoría General de la Nación deberá efectuar el contralor y seguimiento.
La ley sancionada va camino al Ejecutivo. Milei anunció un nuevo veto total. ¿Qué actores encontrará, para resistir la insistencia del Congreso? ¿Apoyará la UCR (o parte de ella), en un tema caro a su discurso? ¿Incidirá la multitudinaria marcha de abril, en defensa de la educación pública, en las conciencias de los legisladores que deberán votar?
“Si el ayer ya no está aquí / Si mañana no empezó, yo soy”, cantaba Miguel Abuelo en su “Vasos y Besos”. En ese momento-limbo donde somos quienes realmente somos, y definimos de qué lado estamos o estaremos, habrá que reflexionar. La historia corre, encerrada en cuerpos, voluntades, instituciones. Y exigirá a todos, tarde o temprano, rendir cuentas, aún en estas lábiles democracias líquidas o de audiencia.