La caña con ruda, una tradición para atemperar el rigor del frío

La caña con ruda, una tradición para atemperar el rigor del frío

Por Leandro Calle (especial para HDC)

La primera vez que tomé caña con ruda fue a los 17 años en una lejana parroquia de la provincia de Buenos Aires, en San Miguel. La parroquia San José fue fundada nada más y nada menos que por Jorge Bergoglio, el actual papa. En ese entonces, las calles eran de tierra y estaba el barrio plagado de potreros. Un gran porcentaje de la población venía de Paraguay, o del litoral argentino. Hacía frío. Era sábado o domingo por la mañana. Se me acercó una mujer paraguaya y me dijo: “Tiene que tomar caña con ruda para el invierno, en ayunas” y apenas terminó la frase me extendió una petaquita con un líquido transparente y un gajo de ruda sumergido adentro. A la caña no la había probado nunca; a la ruda macho la conocía porque estaba en todos los jardines delanteros del barrio, conviviendo con las rosas y los malvones.

La ruda tiene el poder de dejar afuera la envidia, ahuyentar la mala suerte y algunas cosas más. Ante mi negativa (muchacho citadino e imberbe todavía), la mujer insistió; finalmente accedí a los tres sorbos largos en ayunas. A decir verdad, me cayó bastante mal, porque la caña era de las fuertes y no había tomado siquiera un mate amargo con anterioridad. Quedé medio boleado por un rato y con un gusto picante en la garganta. Ahora que en parte se está poniendo un poco de moda en Córdoba, la caña suele ser de sabor dulce, y claro, así cualquiera. La que yo tomé aquella vez era una caña fuerte, prima hermana del alcohol ciento por ciento, y con un gustito amargo provisto por el mágico y tradicional yuyo litoraleño.

Ya estamos en el umbral del 1º de agosto; julio nos mostró un frío que penetraba hasta los tuétanos y las elecciones presidenciales están calentando motores hace rato. Va a ser necesario tomar caña con ruda. Por suerte, y desprendido tal vez de los cultores de la celebración de la Madre Tierra, o Pachamama, la costumbre, proveniente presumiblemente de los guaraníes, desembarcó en Córdoba y desde hace un tiempo, unos días antes del 1º de agosto las herboristerías y las dietéticas expenden el mentado brebaje. Incluso por la calle, algunos vendedores ambulantes ofrecen a voz en cuello el frasquito de caña con ruda casi como unos “Dulcamaras” latinoamericanos de la ópera L’elisir d’amore de Gaetano Donizetti. A diferencia de Dulcamara, el brebaje nuestro no es engañoso, pero tampoco mágico, ya que hay detrás una larga tradición atada a lo que podríamos denominar sabiduría popular.

El ritual no alcanza para pasar agosto

Y si de sabiduría popular hablamos, lo que suele escucharse es que la caña con ruda “ahuyenta los males de invierno”. Ya conocemos el viejo dicho de “hay que pasar agosto” en referencia a que los fuertes fríos suelen dejar diezmados los geriátricos y los hospitales. También en la historia argentina, allá por el año 59, un joven ministro de Economía dijo una frase parecida: “Hay que pasar el invierno” (Álvaro Alsogaray, fundador de la UCD).

Entre los males de inviernos de estos últimos años, encontramos que el frío ya no se lleva a los viejitos y viejitas desprevenidos, sino que no escatima edades y se lleva sin decir “agua va” a numerosas personas en situación de calle que, por la gran crisis económica que vive el país, no tienen un techo para dormir. Basta caminar por la ciudad después de las diez de la noche para encontrarnos con un espectáculo lamentable. Para algunos, lamentable a nivel estético, porque hay todavía ciudadanos (¿ciudadanos?) preocupados por lo fea que la ciudad se ve con tanta gente durmiendo en las veredas. Digo lamentable en el sentido plenamente humano de que haya niños, viejos y jóvenes durmiendo al aire libre a lo largo de La Cañada, en las calles peatonales, cobijados debajo de las marquesinas de la zona bancaria.

Salir de la versión móvil