Son los ríos

Son los ríos

Rezo por vos

Posiblemente, lo que llamamos tiempo productivo” haya nacido en los monasterios cristianos de la Edad Media. Para lograr una buena productividad en las oraciones, los monjes segmentaban el día en diferentes momentos, estableciendo un orden y un ritmo en las plegarias. Maitines, eran los rezos antes del amanecer; Laudes, al amanecer; Prima, en la hora posterior; Tercia, tres horas más tarde; Sexta, al mediodía; Nona, tres horas después de la Sexta; Vísperas, tras la puesta del sol; Completas, antes de irse a dormir. Las horas canónicas”, tal fue el nombre con que las bautizó Benito de Nursia en el siglo VI, establecían un protocolo riguroso que disciplinaba a los monjes haraganes o distraídos y les marcaba el ritmo.

Reloj al vapor

En 1851, Marx escribió un extenso resumen sobre la historia de algunas máquinas. Allí atribuyó a los monasterios el origen del reloj mecánico en el siglo XI. Más aún, advirtió que en el siglo XIV, los relojes fueron usados por los monjes como despertadores; si se los programaba, tocaban a determinadas horas”. Con el reloj mecánico, el tiempo se independizó de los momentos del día y se transformó en una unidad de medida constante y abstracta del trabajo. Ya no importaba cuándo se rezaba, sino cuánto, algo que luego se volvió de uso corriente en todos los ámbitos laborales. Lo mismo sostiene Lewis Mumford, en su Técnica y Civilización, cuando argumenta que el reloj mecánico no apareció hasta que las ciudades del siglo XIII exigieron la rutina metódica que desde hacía tiempo era una segunda naturaleza en el monasterio: «El reloj, no la máquina de vapor, es la máquina clave de la moderna época industrial”.

El reloj y su ley

A finales del siglo XIX, un ingeniero norteamericano llamado Frederick Taylor, pensó que aún podía ajustarse más profundamente las acciones del trabajador al reloj mecánico. Elaboró un protocolo sistemático de trabajo en base a mediciones de los gestos productivos” corporales, con el propósito de eliminar los tiempos muertos”. Incluso en un trabajo simple, como cargar carbón en una caldera, era posible elaborar instrucciones precisas sobre cuán necesario es mover cada brazo y cada pie y cuánto tiempo requiere cada movimiento: tantos segundos para hundir la pala en el carbón, tantos para llevarla a la boca de la caldera, tantos para volver a hundir la pala en el carbón. Debido a ello, y como cuenta Benjamín Coriat en su libro El taller y el cronómetro”, uno de los principales motivos de las luchas sindicales de principio de siglo XX fue limitar el ingreso del reloj y su ley a los talleres, pues implicaba una pérdida de autonomía en los oficios. Quien controla las operaciones controla los tiempos”, como le gustaba decir Taylor.

Tiempo asignado y tiempo impuesto

A diferencia de los trabajadores humanos, la máquina no necesita que otra máquina (el reloj) le marque el ritmo. Ella misma es ritmo constante. Marx ya había señalado que desde el siglo XVIII las máquinas determinaban el ritmo del trabajo humano, sin embargo, los trabajadores aún eran dueños del tiempo para caminar de una máquina a otra, de un taller a otro. En esos mini recreos se sentía, al menos por un momento, que el cuerpo recuperaba su propio ritmo para compensar en algo al impuesto por la máquina.

Será Henry Ford quien identifique ese tiempo muerto” para la producción y coloque también allí, entre las máquinas, otra máquina, la cinta transportadora. Esto implicó una ruptura profunda con todos los métodos anteriores de control laboral. Incluso en el taylorismo el ritmo era asignado por un jefe humano; después de Ford, en cambio, fue impuesto mecánicamente, tal cual lo muestra hasta el absurdo Chaplin en Tiempos Modernos”. En este nuevo esquema, el trabajador permanece fijo en su puesto mientras decenas de piezas avanzan en hilera directamente hacia sus manos, eso sí, a la velocidad que la cinta dispone. Este aprovisionamiento continuo y regulado a obreros estáticos llevó a Ford a evocar permanentemente en sus escritos metáforas fluviales. Consideraba al puesto de trabajo moderno como un río en el que convergían de manera ordenada unos afluentes procedentes de otros puestos de trabajo, de otros talleres, de otras ciudades. La red hídrica imaginaria moja en este caso el «sueño húmedo» del capital: la fábrica en perpetuo movimiento.

Y sin embargo

Se sabe que en nuestros días las nuevas tecnologías han modificado las formas de trabajar y vivir. Se ha borrado en buena medida la línea divisoria entre el puesto de trabajo y el hogar. En la era digital, se prestan más servicios de lo que se fabrican productos y las redes descentralizan el tiempo. Los modelos laborales son otros, es verdad, y sin embargo, a pesar del emprendedurismo, el home office, el freelance y el abanico interminable de figuras laborales contemporáneas, emergen cada mañana de cuarentena aquellas pocas y viejas figuras que retratamos anteriormente.
La insistencia en un encierro productivo” como en los antiguos monasterios, acompañada también de tutoriales y consejos para segmentar el día y hacer que rinda la jornada. La imposibilidad de perder de vista el reloj, esa máquina que marca el tiempo abstracto de trabajo con independencia de las situaciones hogareñas o los eventuales estados de ánimo, y que media para que nos sincronicemos con los demás. Sincronización que implica, por otra parte, tener los gestos virtuales contados y medidos para contestar, corregir, reunirse, entregar, adjuntar, leer. Si otrora el hogar era un refugio de los ritmos del trabajo, desde hace años también allí hemos instalado máquinas: cintas transportadoras de información que eliminan el tiempo muerto” de lo doméstico. A pesar de los cambios, persiste la sensación de que los ritmos no son decididos por uno mismo ni siquiera cuando está encerrado en su casa, si no impuestos por esos ríos de información que llegan desde otras casas, desde otras oficinas, desde otros lugares al puesto de trabajo, al escritorio o la mesa, donde uno espera sentado, quieto, rezándole a un santo de madera. O de bits.

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