El juego de la silla (y de la mesa)

Por Darío Sandrone

El juego de la silla (y de la mesa)

La imaginación al poder

Un problema filosófico muy concurrido en la modernidad europea fue el de la continuidad espaciotemporal del mundo.

En sus ensayos y en su ficción, Borges celebraba permanentemente aquellas discusiones. Uno de sus filósofos favoritos era el obispo George Berkeley, un filósofo irlandés, muy conocido a principios del siglo XVIII por defender el principio “ser es ser percibido”. “Si afirmo que esta mesa existe es porque la veo y la toco”, escribió Berkeley. “Si al estar fuera de mi estudio, afirmo lo mismo” -continuaba- “solo quiero decir que si estuviera aquí la percibiría, o que la percibe algún otro espíritu. Hablar de la existencia absoluta de cosas inanimadas, sin relación al hecho de si las perciben o no, es para mí insensato: no es posible que existan fuera de las mentes que las perciben”. De alguna manera, este razonamiento sugiere que nada garantiza la existencia del mundo cuando nadie lo ve. Sin embargo, eso equivaldría a decir que la creación de Dios depende de los insignificantes espíritus humanos para existir, y como Berkeley era obispo, terminó concluyendo, obligadamente, que más allá de la percepción de los humanos, el mundo existe permanentemente porque el ojo de Dios lo ve todo desde todos los ángulos. Menos creyente, David Hume, otro filósofo moderno visitado por Borges, reemplazó a Dios por la imaginación. En su “Tratado de la naturaleza humana”, publicado en 1739, escribió lo siguiente: “Si creo que la silla que está a mi lado no se moverá, ni cambiará de color o de forma mientras cierre mis ojos por un instante, no será por los sentidos que en el transcurso de ese lapso yo crea que ésta sigue existiendo… sino más bien por mi imaginación, que me permite admitir que tal objeto continuó existiendo mientras mi percepción no lo constató.” El hecho, sin embargo, es que no puedo imaginar otra cosa. La imaginación es al humano lo que el instinto al animal.

La misma silla, la misma mesa

El problema de los modernos acerca de cómo garantizar que el mundo sigue siendo uno y no está fraccionado en partes, algunas de las cuales dejan de existir cuando nadie las percibe, de alguna forma trae implicado un segundo problema: cómo garantizar que yo mismo no estoy fragmentado en miles de partes, algunas de las cuales dejan de existir cuando no las percibo, ni nadie lo hace. ¿Cuántos recuerdos se pierden a cada segundo porque no los recupero, borrando para siempre algo de lo que soy? ¿Cuántas ideas, fundamentales para mí en otro tiempo, se diluyen en la nada a diario, porque no volví a pensarlas? ¿Cuántos hábitos mueren cada semana porque olvido ejercitarlos? ¿Cuántas partes de lo que soy dejan de existir al menos una vez al día?

El inestable cerebro bulle, la sangre circula a mil por hora, y en el medio de semejante frenesí cuesta retener lo que somos. Tal vez las cosas nos asisten en esta difícil tarea. En “La condición humana”, publicado en 1958, la filósofa alemana Hanna Arendt escribía que nuestros artefactos y su carácter duradero nos anclan en el paso del tiempo, nos hacen sentir parte del mundo que continúa en medio del torbellino de cambios. Allí escribió: “las cosas del mundo tienen la función de estabilizar la vida humana (…) los hombres, a pesar de su siempre cambiante naturaleza, pueden recuperar su unicidad, es decir, su identidad, al relacionarla con la misma silla y con la misma mesa.” Con estas palabras, Arendt invirtió los argumentos de Hume y de Berkeley: en lugar de ser la percepción o la imaginación humana la que garantiza la permanencia de la mesa o la silla, son estas cosas las que nos ayudan a persistir en lo que somos.

Ortopedias políticas

Las sociedades contemporáneas no solo parecen haber descubierto la función estabilizadora de los artefactos, sino que, además, la han expandido a artificios de toda índole y todos los tamaños.

Microprótesis y macroprótesis: desde las microscópicas moléculas bioactivas, hasta los gigantescos sistemas informáticos que acumulan infinidad de datos. En su “Testo yonqui”, publicado en 2008, el filósofo español Paul B. Preciado puso el foco en este fenómeno social de la objetivación: “El éxito de la tecnociencia contemporánea es transformar nuestra depresión en Prozac, nuestra masculinidad en testosterona, nuestra erección en Viagra, nuestra fertilidad / esterilidad en píldora, nuestro sida en triterapia”. La capacidad de transformar las dinámicas corporales en artefactos, o, como las llama Preciado, en “ortopedias políticas”, explica por qué la ciencia es la nueva religión: “porque tiene la capacidad de crear, y no simplemente de describir, la realidad.”

La farmacología y la inteligencia artificial desarrollan artefactos, pero ahora no yacen frente a nosotros en el living de una casa o en un estudio, como las mesas y las sillas de los modernos, sino que entran en nuestro organismo e interactúan con nuestros sistema nervioso para anclarnos, de alguna manera, al mundo. O para crear un tipo de mundo al cual anclarnos. Pero, además -y esta es la cuestión de fondo para Preciado- los objetos artificiales no solo estabilizan nuestra identidad, sino que la producen. “El cuerpo heterosexual (…) es el producto de una división del trabajo de la carne”, un artefacto diseñado y producido por una serie de técnicas y estabilizado a través de un conjunto interminable de prótesis micros y macros, un poco más enmarañadas que una silla, y definitivamente más laberínticas que una mesa.

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