Plastorg

Por Darío Sandrone

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De Agote a Walter

En 1914, el Dr. Luis Agote, médico argentino y diputado nacional, descubrió que el citrato de sodio evitaba que la sangre humana se coagulara fuera del cuerpo, lo que permitía almacenarla. Fue el primer médico en hacer una transfusión diferida, que representaba una verdadera ventaja con respecto al procedimiento anterior “vena a vena”. Más tarde, a comienzos de la década de 1940, el médico estadounidense Charles Drew, descubrió que, si además se le quitaba el plasma, la sangre podía ser almacenada durante más tiempo y disminuía la probabilidad de que se contaminara. Él mismo fundó uno de los primeros bancos de sangre del mundo que, al contrario de la aceptación y el prestigio social del que gozan estas instituciones en la actualidad, fue bastante cuestionado. El hecho de que la sangre, símbolo del fluir de la vida individual, de las familias y de la especie, fuera recolectada de los cuerpos a través de tubos de caucho, acumulada en botellas de vidrio con tapas de goma, y almacenada en un depósito o en un sótano como si fuera carbón, era percibido como una práctica reñida con la moral.

Uno de los sótanos que por esa época estaba repleto de botellas de sangre era el de la Universidad de Harvard, a cargo del médico Carl Walter. A él se le ocurrió reemplazar el cristal de las botellas por un material novedoso: el PVC o vinilo. Para convencer a sus colegas, Walter llevó una bolsa de plástico llena de sangre a una reunión y la arrojó al piso. La bolsa permaneció intacta, lo que implicaba una ventaja con respecto a las botellas de cristal, incluso después de que le diera un fuerte pisotón, como quien desea aplastar a una enorme garrapata de PVC transparente.

Además de la resistencia y de que disminuían las probabilidades de que entraran bacterias y burbujas de aire, las bolsas podían conectarse entre ellas, por tubos también de PVC, lo que permitía formar un sistema seguro y estéril para separar plasma, glóbulos rojos y plaquetas. Pero, además, un detalle un poco morboso que les lectores sabrán disculpar, a diferencia de los envases de vidrio, el personal médico podría estrujar el sachet de PVC hasta extraer la última gota de sangre.

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Con los años, los proveedores médicos reemplazaron gradualmente el metal y el vidrio en la mayoría de los insumos, un proceso que se aceleró en la década de 1980. No solo los envases se hicieron de plástico; los marcapasos, la cubierta protectora de la aparatología, los artículos básicos (como orinales, guantes, jeringas, blister de pastillas), los tubos transparentes, los catéteres, las sondas respiratorias, y las incubadoras: todo eso y mucho más construyó el imperio de plástico que hoy domina las instalaciones de cualquier centro de salud.

Un párrafo aparte merece las prótesis, sean externas, como los brazos y las piernas ortopédicas, o internas, como las caderas y las rodillas. Nuevas formas del humano, que podríamos llamar plastorg, un poco plásticos un poco orgánicos, comenzaban a habitar el mundo. Desde luego, debemos incluir en esta nueva forma a quienes se han colocado implantes para transformar el aspecto de sus cuerpos, algo que hizo que la denominación “cirugía plástica” fuera algo más que una metáfora.

Lo cierto es que, en medicina, el PVC se expandió como un incendio sin control. Las ventajas son muchas. Es un material liviano, irrompible, resistente al fuego, impermeable, y que, además, ahorra tiempo y trabajo de esterilización, pues su bajo costo permite que los artículos de plástico sean descartables. Esto último posee un valor sanitario, y, sin embargo, un disvalor ambiental. Es muy difícil deshacerse del PVC debido a que tarda en degradarse, y quemarlo implica la emanación de gases que se saben cancerígenos.

Como toda tecnología hegemónica, el plástico arrastra serías contradicciones.

Un poco de plástico

En 1972, el Washington Post publicó un artículo con el siguiente título: “Ahora los humanos son un poco de plástico”. Para comprender qué es lo que se había descubierto en aquel momento, y que motivó el artículo, es necesario aprender dos palabras raras: un sustantivo, tfalato, y un verbo, lixiviar. Comencemos por la primera. En estado natural, por así decir, el PVC es duro y quebradizo, pero combinado con ciertas sustancias químicas puede adquirir cualquier textura que se desee. Una de esas sustancias es un líquido transparente denominado ftalato, que lo vuelve suave y flexible.

Aquí es donde necesitamos la segunda palabra, lixiviar, que es un término químico que indica cuando una sustancia se separa de la matriz sólida que la porta.
Pasando en limpio: los plásticos pueden lixiviar ftalatos y otras sustancias, que se incorporan a nuestra corriente sanguínea por diferentes vías, por inhalación, ingestión o absorción a través de la piel. En su libro, «Plástico: un idilio tóxico», Susan Freinkel afirma: “al igual que cambiaron la textura inicial de la vida moderna, los plásticos también han alterado la química básica de nuestros cuerpos… todos nosotros, incluso los recién nacidos, llevamos ahora en el cuerpo restos de ftalatos y otras sustancias solventes y metales”. Esto sucede desde que nacemos, cuando entramos en contacto con los utensilios médicos sin tener aún muchas defensas ni mecanismos consolidados para expulsar los ftalatos del organismo, por lo que la neonatología es una de las áreas médicas en las que más se investiga los efectos de estas sustancias.

También sucede cuando somos niños, a través del contacto con los juguetes, sobre todo en los primeros años, cuando se nos antoja saborearlos. Sin embargo, en un mundo donde todo es de plástico, la vida adulta ya no se diferencia de la infantil, habida cuenta de que bebemos y comemos de envases plásticos todo el tiempo. ¿Pero, qué tan peligrosas son estas sustancias lixiviadas?

El libro de Freinkel hace un detallado recorrido por algunos estudios que señalan ciertos trastornos hormonales en determinadas poblaciones, pero que no alcanzan para establecer que los ftalatos sean tóxicos o causen daños en la salud de la población en general.

En consecuencia, como en otros tantos debates en los que están implicados fuertes intereses económicos, no hay consenso entre los científicos de que sean un motivo de preocupación. Faltan datos y evidencias, pero también faltan más estudios e investigaciones. Mientras tanto, como plantea Freinkel, “parece bastante razonable que nos veamos a nosotros mismos como sujetos a un experimento extenso e incontrolado… en este laboratorio plástico denominado «vida moderna»”.

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