“Lo implacable”, de Fernando López

“Lo implacable”, de Fernando López

Fernando López, tiene una larga trayectoria como escritor. Abogado penalista en su origen, luego magistrado, el escritor cordobés estuvo siempre atrapado por la literatura. Referente principal del género negro y la literatura policial en Córdoba. Junto con Gastón Tremsal crearon en 2014 el prestigioso Encuentro Internacional de Literatura Negra y Policial Córdoba Mata”, que terminó configurándose como un sello identitario del género en la Feria del Libro cordobesa.

Entre otros galardones, obtuvo en 1985 el premio cubano Casa de las Américas por su novela Arde aún sobre los años”; el premio Colima, de México, por la novela El mejor enemigo”; y fue finalista del premio Planeta, en 2005, por Odisea del cangrejo”, tal vez la novela más suya. Al igual que muchos otros escritores de la literatura policial, como Ramón Díaz Eterovic, de Chile; Leonardo Padura, de Cuba; Élmer Mendoza, de México; y María Inés Krimer, de Argentina por nombrar algunos, desde hace un tiempo López le dio vida a una saga con detective: las novelas de Philip Lecoq. Seis episodios que han sido editados entre 2012 y 2019. Allí, el escritor cordobés describe con picardía y humor un detective atípico: joven, inexperto en cierto modo, desprolijo y con una marcada preferencia a ayudar a los que menos tienen.   Philip es el detective popular, el detective de los pobres.

En plena pandemia, López aparece con un libro de cuentos: Lo implacable”. No es la primera vez que se mete con el cuento, aunque desde hace un tiempo estaba sumergido en la novela. El cuento, con sus leyes propias, muestra otras facetas del autor de San Francisco, pero revela, como siempre, el manejo prolijo de la trama y la continuidad de algunas temáticas predilectas.

Doce cuentos ofrece López, a través de Ediciones Gogol, que ha logrado un volumen de excelente factura y muy buena calidad. Entre el erotismo, el crimen y el humor, López teje su tela de araña sabiendo en definitiva que lo implacable” es la muerte, como bien lo muestra el cuento final, El esqueleto de un niño”, que es un perfecto micro relato, género que el autor cultivó durante mucho tiempo.

Borges aparece en muchos de los cuentos de este libro. A veces de manera explícita y otras de manera implícita, en la atmósfera. Por ejemplo, en la ceguera del protagonista de Los peces”, donde se desarrolla un tratamiento elevado del erotismo. La veneración que todo escritor/a argentino siente por Borges es más o menos entendible, pero aquí aparecen otras cosas. Una veneración borgesiana donde también es permitido reírnos, tal vez como al mismo Borges le hubiese gustado. No hay falta de respeto, hay un quiebre de la solemnidad. Ya en los años 80 algunos se quejaron del tratamiento que el escritor Jorge el turco” Asís hiciera de la figura de Borges en Flores robadas en los jardines de Quilmes”.

En el cuento Tormenta en Ginebra”, López introduce a Borges como protagonista de una historia criminal. Los personajes tienen un condimento semejante al esperpento” de Valle Inclán. Ese toque cómico que deja ver lo trágico, o aquello de lo cómico en lo trágico. Un enano, una puta y un lisiado, planean la profanación y repatriación de los restos de Borges. El cuento, meticulosamente armado, está contado por el enano en un perfecto encuadre de la historia. Antes de la muerte, Borges, aterido de frío y perdido en una obra en construcción, es encontrado por una prostituta que decide llevarlo a su casa. Lo que pasa no pienso contarlo, descúbralo mejor en la lectura del cuento. El enano, al principio, en el encuadre del relato, se encuentra preso y balbucea dos perfectos endecasílabos de Borges mientras abraza el sueño: No sé por qué en las tardes me acompaña/ ese asesino que no he visto nunca”. Los versos están tomados del soneto «Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos», del libro El Hacedor”, que Borges publicara en 1960. El poema hace alusión nada más y nada menos que a Juan Muraña, ese cuchillero de Palermo que, al decir de Borges, murió lleno de días con su constelación de muertos.

De algún modo, no ver nunca al asesino es como no ver nunca al escritor. El buen asesino es aquel que no se deja ver y de un zarpazo ataca para dejar a la presa en el asombro de la muerte. Un escritor bueno tampoco se deja ver. No deja hilachas en la escritura. Ataca engarzando palabra tras palabra, hasta llegar a un laberinto del cual solo saldremos en el punto final, para darnos cuenta que ya es tarde, que hemos sido devorados por la literatura.

López pertenece a este grupo de escritores que no se dejan ver y este libro es la prueba.

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