¿Cuántos años tendría yo? ¿Seis, siete? La memoria en esta ocasión me falla. Me vienen a la cabeza imágenes borrosas y un persistente claroscuro típico de las salas de cine donde la luz estaba en la pantalla y alrededor reinaba la oscuridad. Yo vivía en el Chaco, en pleno campo, en una zona llamada General San Martín, más conocida como “El Zapallar”. Ya su nombre regional habla a las claras que por esos pagos la yarará y el viento norte hacían estragos. ¿Qué habrá sido, un cine de pueblo? ¿Una salita de alguna unidad básica o sociedad de fomento donde se pasaban películas? Las imágenes eran dos cuerpos semidesnudos que rodaban por el agua, un perro negro bien negro y una música de fondo que jamás se me fue de los oídos. ¿Cómo podría entrar un chico de seis años a ver una película así? Tengo la sensación de que había una especie de cortinado y de que yo entraba y salía. Una proyección muy lejana a las salas de cine de la capital. La película, -supe después- era: “Nazareno Cruz y el lobo”. Obra maestra de Leonardo Favio. Ya de grande volví muchas veces a verla y cada vez que vuelvo los diálogos poéticos entre Nazareno (Juan José Camero) y “el malo” (Alfredo Alcón) me parecen una delicia. Claudia Masin, poeta chaqueña, residente ahora en Córdoba, tiene un bello poema sobre esta película de Favio, aquí van un par de versos: “La maldición de quien no puede amar es que está solo, y quien está solo hace/ lo que hacen los lobos: ataca y destroza lo que puede,/ por miedo a ser atacado y destrozado. ¿Y quién/ puede amar, quién no está solo, si hemos sido criados/ como predadores, si no sabemos más que defender/ el territorio? Tiene que haber un modo,/ hay que inventar una historia que nos salve”.
Entre aquella visión de Nazareno en una perdida sala de “El Zapallar” y el poema de Claudia Masin leído hace pocos años, he alcanzado a revisitar casi toda la obra de Leonardo Favio. Incitado tal vez por un viejo amigo en común que tenía la facultad humilde de invisibilizarse. Muchas de las voces en off de las películas del gran Leonardo, sobre todo la de “Sinfonía de un sentimiento”, son de un chileno. Sí, un chileno que hablaba perfectamente el argentino y que actuó en “Gatica” de Favio, haciendo el papel del peluquero y entrenador. Se llamó Juan Costa pero todos lo conocimos como Martín Andrade. Tuve una profunda y larga amistad con Martín. Casi nunca hablaba de Favio pero era uno de los que mejor lo conocía. Su hija es la actriz Antonella Costa. Ella me dijo una vez: “Basta que vea un solo fotograma de “Soñar, soñar” y ahí me quedo viendo la película”. Esa frase de Antonella me quedó dando vueltas. “Soñar, soñar” tiene como protagonistas a Carlos Monzón y al tano Gian Franco Pagliaro, cantante, actor, poeta y varias cosas más. La profundidad que logra Leonardo Favio en las actuaciones de esos dos actores incipientes es maravillosa. Una escena conmovedora: aquella donde Pagliaro se pone ruleros para ensortijarse el pelo y actuar de “pseudo artista” y en esa misma escena, el Tano le pone los ruleros a Monzón que en todo quería seguir los pasos del artista itinerante que representaba Pagliaro. Sólo Favio puede lograr la genialidad de tener al campeón del mundo, al para muchos “macho argentino”, sentado en una silla poniéndose los ruleros, y que la escena dure unos minutos y que todo el público argentino pueda verla. Esos dos perdedores que luego logran su pequeño triunfo una vez presos. Después de “Soñar, soñar”, Favio pasó un largo tiempo sin filmar. Vi esa película de grande, por el comentario de Antonella y lo que reconocí, fue la voz, la inconfundible voz del Tano Pagliaro. Voz que a casi todos nos llegaba por la radio o la televisión. Para muchos era el cantante cursi, el romántico venido a menos, pero cómo olvidar algunas de sus canciones, algunas pequeñas melodías que arraigaban en la memoria y decidían quedarse allí: “No no te vayas amor mío, quedate un poquito más, este mal tiempo no es eterno, pasará ya lo verás”. Tanto Favio como Pagliaro, sabían jugar muy bien el juego de lo cursi profundo. Nadie como Pagliaro llevó la poesía por todo el continente. En su voz, Neruda, Borges, y tantos otros poetas. Favio, tan popular, tan peronista, tan cursi, donde te descuidás te mete un área de Verdi en mitad de “Nazareno Cruz y el lobo” o dos kilos de doctrina peronista pura en “Sinfonía de un sentimiento”. Los dos eran amigos. Los dos son una patada al hígado para cierta intelectualidad farsante y elitista. Los dos llegaron al corazón de la gente. Los dos murieron el mismo año, 2012. Hace diez años. Los dos tuvieron que ver con la canción y con el cine. Los dos se comprometieron socialmente por distintos caminos. Los dos me siguen haciendo llorar sin darme cuenta.
Al comienzo de “Soñar, soñar”, un ilusionado Monzón que actúa de empleado público y quiere ser artista le pregunta a un Gian Franco Pagliaro que hace de artista frustrado y buscavidas: ¿Y cómo hay que hacer para eso, para ser artista? Contesta el tano: “Y yo qué sé…irte…”.
Hace diez años que los dos se fueron, Leonardo Favio y Gian Franco Pagliaro, no sabían nada y lo sabían todo. Hicieron que la belleza dejara huellas hondas.