Martha Argerich ya era una niña prodigio cuando se entrevistó con Juan Domingo Perón y consiguió, en 1953, una beca para estudiar en Europa. Sin embargo, Perón no llegó a ver la consagración final de esa muchacha, que es hoy una de las más grandes pianistas del mundo. Quizás la más grande.
Si, asimismo, tomamos otros talentos de la cultura argentina, vemos, como dijo Guy de Maupassant en el prefacio de “Pedro y Juan”, que el talento es una larga paciencia.
Cuando llegó la democracia, al final del año 83, se escuchaba por radiopasillo aquello de: “no hemos perdido la batalla cultural”. ¿Podríamos hoy decir lo mismo?
Si miramos el mercado editorial, para tomar un ejemplo, es evidente la asimetría entre los grandes monopolios y las editoriales independientes. Agarro, al azar, un “best seller” de algunos años atrás: “Raíces”, de Alex Halley. Célebre novela que indaga en la historia genealógica del propio autor, que se remonta al esclavo que llegó a los Estados Unidos: Kunta Kinte. La traducción es de Rolando Costa Picazo; la primera edición en castellano, en Argentina, tiró 30.000 ejemplares; el volumen que alcé al azar indica una octava reimpresión, y se habla de un total de 120.000 ejemplares. Esto era allá, por los 80.
Ahora, en nuestro tiempo, la primera edición en castellano de la novela “Paraíso”, del último premio Nobel de Literatura, Abdulrazak Gurnah -cuya reseña publicamos hace poco en HOY DÍA CÓRDOBA- fue de 3.500 ejemplares, según lo indica su página de créditos.
¿Es importante la cantidad? Puede que sí, puede que no. Pero hay importantes indicios que marcan un derrumbe de la actividad editorial, tanto desde el punto de vista económico como desde el punto de vista ideológico.
Bueno es hacerse la pregunta: ¿qué se publica? ¿cuánto se publica? ¿cómo se publica?
Maratonistas y corredores de fondo
Souza Farinola, ese gran crítico ítalo portugués, alguna vez lo refirió: la tarea del arte y la cultura es una tarea de fondista. No se reduce a una carrera de 100 metros. Mirá los árboles, decía; la cultura es así, crece despacito. Pero claro, a los árboles habrá que dejarlos crecer. Como el título del poemario de Marcelo Dughetti, poeta villamariense: “Fui a cuidar los árboles”. Tal vez, eso deberían ser las políticas culturales, el cuidado de lo que crece.
En general, a la política no le interesa mucho la cultura, justamente por ese motivo: porque sus efectos se ven muy a largo plazo. Y, últimamente, la política se ha vuelto una cuestión electoral, con mucho de panqueque y otro tanto de estrépito mediático. No hay raíces, hay hojitas en el viento. Entonces la mayoría de los criterios son espasmódicos, sin mucha planificación y de carácter espectacular, porque lo que se busca es, apenas, eso, que haya mucha gente: la foto multitudinaria para que publiquen los medios, con el dirigente en el medio o en la primera fila.
El desafío no estaría en una convocatoria puntual, sino en el sostenimiento en el tiempo de ciertas convocatorias. Pero el mundo en que vivimos es un mundo veloz. Un puñado de caracteres en el tuit.
Dígalo con mímica
Otra cosa que da para pensar es el lenguaje, cada vez más grosero, de quienes nos representan. Ordinariez y un larvario autoritarismo son motivos para repensar, desde la perspectiva cultural, hacia dónde vamos como país, como región, como ciudad.
Un cóctel de ignorancia con prepotencia, más una pizca de perversidad, sabemos que es una receta que nos encamina hacia un oscuro pasillo, ese que desemboca ahí donde las vacas pasan a degüello.
Es necesario prestar atención cuando la cultura es utilizada como vehículo de fines espurios. Cuando se convierte en “momento segundo” y es un medio para conseguir otras cosas. Colgados del éxito foráneo, la política confunde lo popular con lo masivo; se cuelga del efecto masa y espera que una migaja del espectáculo le sume algún puntito en la carrera o le genere algún voto en las urnas.
El lenguaje lento de los árboles va por otro lado. Hubo momentos en que uno sabía que la canción del verano duraba eso, un verano. Lo que ahora preocupa es que los árboles no pueden crecer y nadie cuida esa “vida que crece”. Los procesos culturales son lentos. Estamos en una posición de baja, y revertir ese proceso es tan lento como otrora fue su crecimiento positivo. Cuanto más nos demoramos más difícil resulta revertir el camino.
¿Suena tremendo? ¿Moralista? ¿Apocalíptico? Haga una prueba muy sencilla: prenda el televisor; mire las vidrieras; y pregúntese qué ve. Escuche los discursos de nuestros dirigentes, de cualquier color y cualquier signo, y pregúntese qué está oyendo.
Hace tiempo que, en América Latina, nos hemos acostumbrado a remar en dulce de leche cuando de cultura se trata. Ya sabemos que lo que muchos vemos como inversión, la política lo ve como gasto. Y como gasto innecesario.
Resulta preocupante que a algunos fondistas les achiquen la pista y no los dejen correr. Que la cuestión clientelar atienda a los 100 metros, a lo inmediato, al corto plazo, sería hasta comprensible; lo que no se entiende es el ensañamiento con quienes piensan una cultura más allá de la baldosa que estamos por pisar.