Griselda Gómez, la poesía de los patios maternos

Por Leandro Calle

Griselda Gómez, la poesía de los patios maternos

Veintiséis poemas conforman este nuevo libro de Griselda Gómez, que, a lo largo de los años, viene sosteniendo una producción poética consolidada y firme.

La contratapa de Ana Arzoumanian y el epílogo del fallecido poeta Alejandro Schmidt, dan cuentas del valor y la importancia de la poeta villamariense. El arte de tapa y las ilustraciones de interior son de Mariana del Val y tienen una importancia central en la hermenéutica posible de esta obra. El libro en sí, como objeto, es bello, sutil.

La combinación de colores en la tapa: lila apagado junto a la ilustración de un limonero también de un amarillo suave, pareciera hablarnos de cierta ingenuidad, un costado naif de la palabra. No es así. De algún modo, “Patio materno”, tiene toda esa carga de infancia que lo vuelve sutil e ingenuo, pero la acidez del limón, el “lado cítrico” del patio, revela también momentos hondos y duros, como el poema “Tío”, que cierra el libro y quiebra la infancia (la de todos): “El tío el tío el tío del hastío”. La repetición retórica con final que trastrueca el sentido es un sutil hallazgo.La repetición viene a decirnos que la historia se repite, que la inocencia destrozada sigue siendo

avasallada por otros tíos en sucesivas infancias.

Si bien es cierto, que este libro de Griselda puede ser el más personal e íntimo, es también cierto que la rebeldía y la denuncia social siguen siendo parte sustancial de su quehacer poético.

Y en este sentido, el poema final del libro tiene que ver también con los andamiajes adyacentes de la poesía en lo que toca a la casa editorial. Me explico. Leemos en la página de créditos: “Todos los izquierdos (nótese la ironía en contraposición a derechos) están reservados, si no remítanse a la lista de libros censurados en las distintas dictaduras y democracias. Por lo que privar a alguien de quemar un libro a la luz de una fotocopiadora, es promover la desaparición de lectores”. Este hermanamiento entre la factura del libro y su aspecto semántico es verdaderamente para celebrar.

La muerte de la madre es un tema revisitado en la literatura, pero dista de ser un lugar común en el peor de los sentidos. Aquí, “Patio materno”, más allá de tener esa amalgama entre elegía y nostalgia, posee la fuerza arrolladora de asumir una manera de pararse frente a la vida: “Después de todo sé por qué hablo y por quién ladro” (Hablo y ladro). La muerte de la madre es de algún modo otro nacer, otro ser parido y arrojado al mundo.

Pero quisiera volver al patio. El patio, es el lugar donde es posible respirar lejos del ahogo y el encierro del mandato familiar. Pero claro, el patio es un pedacito de intemperie y no la intemperie misma, la misma intemperie que nos hace sentir la muerte cuando nos despoja de lo que hemos querido y padecido. El patio es una porción de libertad. Una “libertad condicionada”.

La “niña desamada”, la de “corazón indolente” la que pide: “Te pido en nombre de todo abandono/ Por única vez déjame caer de pie”, respira en ese patio junto al aroma de los cítricos. El patio materno, no deja de ser eso: materno. Y esa calificación, restringe, achica la posibilidad de respirar a sus anchas.

¿Sale uno/a ileso del mandato social/familiar? Evidentemente no. Pero con el tiempo se aprende a cuidar la niñez que quedó en los adentros: “Con esta edad suficiente para mirar el atrás/ Se me da por cuidar a esa niña/ Que tuvo el vacío y el insomnio” (Haber sido). Uno puede preguntarse: ¿Habla de la madre o de ella en la madre, o de la madre en ella o de ambas? Tal vez sea un amadrarse en el duelo, un hijarse.

Contar de los pétalos caídos, el esplendor de la caída no la corrupción de la materia. Un corazón con hambre muerde la palabra. Y Griselda Gómez sabe que la palabra nos concede en el morder un hambre aún mayor que trasciende los muros y paredes de todo patio materno y familiar.

Volver al patio, “Donde me dejé dejarme”, es cuidar la palabra, su mordedura. Es no olvidar la intemperie del poema. Al menos su deseo. Porque todo poema tiene paredes de palabras.

El patio tiene la forma de un corazón desgarrado y ese corazón todavía late con la fuerza rebelde del poema: “De todos modos me iré sin sabores ni aromas ni animales/ Desnuda/ De puta vida de pura gana.”

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