Rose Ausländer, hacia la vida

Por Leandro Calle

Rose Ausländer, hacia la vida

Rose Ausländer (1901-1988), nació en la región de Bucovina, en una familia de origen judío de lengua alemana. Czernovitz, su ciudad de nacimiento, pertenecía al Imperio Austrohúngaro; más tarde pasó a ser parte de Rumania, y actualmente pertenece a Ucrania. Las diferentes pertenencias de la ciudad natal tendrán mucho que ver con los desplazamientos y con la identidad que se forjará en la gran poeta que se publica ahora en Córdoba, a través de la traducción de Geraldine Gutiérrez-Wienken.

Basta mirar con un poco de detenimiento las dos fechas de su nacimiento y muerte, para darnos una idea de lo que tuvo que atravesar en su vida: dos Guerras Mundiales; el exilio; la vuelta hasta su definitiva residencia en Düsseldorf, un año antes de la caída del muro de Berlín. Mayormente desconocida en nuestro país, Rose Ausländer, fue una reconocida poeta de lengua alemana. Escribió en alemán y en inglés, y tuvo una estrecha relación de amistad con Paul Celan y Marianne Moore. Hoy, los lectores podemos acceder a su obra temprana, que comprende tres libros traducidos del alemán, y en versión bilingüe: “El arcoíris” (“Der Regenbogen”, 1939); “Verano ciego” (“Blinder Sommer”, 1965); y “Los 36 justos”, (“36 Gerechte”, 1967).

Dicha obra temprana tiene que ver con su iniciación del exilio, y con una modificación en el paisaje de origen: “Sus primeros poemas reaccionan, por un lado, contra la asfixiante jornada de trabajo que sufre la clase obrera (y, por ende, los exiliados, como ella) en la metrópoli estadounidense, y, por el otro, registran el paisaje urbano que la circunda con su arquitectura de rascacielos, vigas y luces eléctricas, tan distinto de la verde y vasta Czernovitz”, se lee en el prólogo.

Podríamos, de ser necesario, clasificar a Ausländer dentro de las literaturas de posguerra y del exilio, con alguna cuota de influencia del expresionismo alemán. Si bien, permanecen aún reliquias perdidas del poderoso romanticismo alemán, como en “Retrato de un poeta”: “La taberna es su lugar favorito./ Besa el vino áureo como a una novia./ Su ebriedad está llena de caminos, como un bosque/ en cuya espesura azulan eternas las tinieblas”.

A lo largo de todo el material que se nos ofrece podemos atisbar la manifestación, a veces sutil y a veces evidente, de la fragmentación y el rompimiento de ese cosmos personal que causó la guerra, el exilio y la persecución. El mundo está roto y astillado: “Aquí no estamos en casa” (Hacia el sueño); “Queremos sólo lo que es nuestro” (Queremos); “Estás sola… estás más allá y te quedas aquí” (Vuelo nocturno); “En el gueto Dios/ ha abdicado” (Czernovitz); “Las esquirlas de vidrio ya están esparcidas por toda Europa” (Hermana en el exilio); “Nuestro barco sin bandera/ no pertenece a ningún país/ no llega” (El extranjero II); “Aquí se está ahogando nuestro pan” (Lluvia); etc.

No sé por qué llegan a mi mente las palabras del filósofo Soren Kierkegaard, en “Temor y temblor”: “Cuando la época del destete llega, la madre ennegrece el seno, porque conservar su atractivo sería perjudicial para el niño que debe dejarlo”. Las recuerdo cuando leo y releo estos versos de Rose Ausländer: “Una mano sin huella/ ordeña el cielo/ en el barco” (Mano sin huella). Sospecho que todo el dolor del desgajamiento, del desprendimiento vivido, transmuta y florece en poesía.

O, más bien, la pregunta podría ser: ¿hubiese escrito Rose con tanta intensidad si su vida hubiese transcurrido apacible y calma en la verde Bucovina? La kierkegaardiana imagen del destete, que el filósofo nórdico incorpora en el relato del sacrificio de Isaac, me sirve como “áncora de salvación” para completar o encastrar la poesía de Ausländer, que, al igual que el fuego, repele y atrae con maravilloso fulgor.

Asistimos al rompimiento de algo: ingresamos al poema por los bordes de una fractura o una hendidura en el ser, o tal vez sea al revés: al pasar por las fracturas del ser, las hendiduras de la existencia, llegamos al poema.

De todos modos, el destete es necesario también para el lector. Entrar en una zona desconocida, atravesar lo nuevo que ya es viejo.

Mano, huella, cielo, barco. Cada palabra comprende un horizonte semántico altamente significativo, y, junto al verbo “ordeñar”, adquiere una unidad llamativa y bella. El cielo estrellado completa y transforma las vicisitudes del mundo. Los designios vienen dados por una mano sin huella en el pasar o transcurrir de una vida: el barco.

Ordeñar el sentido, como los navegantes que observaban las estrellas para orientarse en alta mar. La Vía Láctea como una madre inmensa que nos despoja y nos desteta, y ahora es azuzada, aguijoneada para que hable, para que nos dé un poco de luz sobre el sinsentido de la guerra.

¿Será así -me pregunto- que lo pensó Rose Ausländer? Seguro que no, seguro que fue más simple y su existencia seguramente más compleja. Sin embargo, la poesía, como un calidoscopio, se abre siempre a diversas combinaciones posibles.

La ciudad al revés:
de los sótanos y las jarras
gotean estrellas que
nunca se caen.

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