Dedos de la violencia: aporofobia

Por Diego Fonti

Dedos de la violencia: aporofobia

Hay que reconocer los problemas de la excesiva creación de palabras raras en ciencias sociales y humanidades. No sólo acuñamos términos que dejan desorientada a mucha gente, sino que también –esto es lo peor– abandonamos los antiguos conceptos clásicos (como libertad, justicia o mérito) a quienes los convierten en una caricatura horrible.

Pero hay invenciones que están justificadas, porque permiten ver algo que sin ellas hubiese costado advertir. “Aporofobia” es una de ellas. Esa palabra fue acuñada por la filósofa Adela Cortina; a partir de antiguos términos griegos, creó esa palabra que significa “rechazo al pobre”.

El punto de partida fue una experiencia sociológica: aunque en nuestras sociedades persisten la xenofobia y el racismo, cuando esos otros, tradicionalmente despreciados, llegan demostrando una riqueza económica, de pronto se vuelven aceptables. Resulta que lo que incitaba el rechazo era menos su color de piel o su cultura, que su condición económica. Es decir, un dato no biológico ni constitutivo sino coyuntural –la carencia económica– deviene motivo de rechazo y discriminación.

Ignorancia y violencia

Cortina plantea que hay un problema en el modo de conocer ese problema: la conciencia misma de la situación es equivocada, porque muchos suponen que ese “lugar” en el que se encuentran esos pobres es por decisión propia. Por tanto, una decisión alternativa, más virtuosa o meritoria, les hubiese permitido un resultado distinto, ciertamente exitoso.

El efecto de esa representación falsa es doble: auto justifica como virtuosa la propia posición de quienes juzgan, y condena la posición de quien permaneció en la pobreza como un defecto moral. Nada tendrían que ver los modelos económicos, los beneficios de clase social, las discriminaciones. Así, no se reconoce el abismo que hay entre quienes tuvieron estructuras y condiciones, y quienes no.

No se trata aquí de romantizar la pobreza, ni desconocer que efectivamente hay siempre una voluntad personal en juego. Sí se trata de refutar ese supuesto, fogoneado por muchos medios, que toma la parte por el todo, señalando a fulana o mengano, diciendo que pasaron de la pobreza a ser el rey del “hot dog” norteamericano. Como si fuera una ley de la naturaleza, que, además, demostraría que la falla de todos los demás se debió a su inutilidad o vagancia.

Este desprecio incluye una violencia, a primera vista manifestada como aversión al pobre, pero más profundamente fundada en la creencia de la justicia propia y por ende también de justicia del castigo al no-exitoso: es justo que sufra (porque no hizo lo que debía) y es justo que yo permita ese sufrimiento (ya que yo sí hice lo que debía y por eso no estoy donde está).

Quienes rechazan al pobre por su pobreza, no sólo exhiben los rasgos del desprecio moral, como, por ejemplo, la falta de sensibilidad o la indiferencia ante la pregunta por la justicia. Exponen ante todo sus propios límites cognitivos, es decir, su falta de conocimiento de las estructuras, contextos y experiencia que les llevaron donde están, y a los otros donde están.

El deseo del rico

La violencia de la aversión por el pobre suele llevar adosada una violencia ulterior. Para jugar con el término de Cortina, sería la “poro-filia”: el amor al rico. En nuestras críticas y prejuicios, pero también en nuestras investigaciones y programas sociales, generalmente nos enfocamos en la pobreza. La riqueza queda camuflada, sale indemne; nadie pregunta sobre su moralidad, justicia, proporcionalidad. Pocos indagan el vínculo entre su crecimiento y la miseria social o la destrucción ecológica. Es la obscenidad de lo que no se puede mostrar, y por eso sabe esconderse de modos notables.

Pero también genera un amor que justifica casi cualquier intervención, que da un valor de verdad a cualquiera de sus afirmaciones. El deseo que suscita entre quienes aman a quien tiene el recurso se nutre de admiración: da trabajo (sin recordar que ese trabajo generó la riqueza del capital); mueve la economía (sin advertir los efectos de ese movimiento, sus beneficiados y quienes portan sus cargas), fue un “self made man” (sin ver las condiciones que lo habilitaron).

Cegueras

Si no vemos los beneficios que recibimos del entramado social, mucho menos veremos nuestro propio sesgo. Ese que lleva a tantos a confirmar cualquier dato que refuerce su autojustificación y niegue cualquier explicación a la situación de quien no obtuvo los mismos resultados que ellos. Esa ceguera tiene un odio dirigido a esos otros seres fallidos.

Pero ¿qué pasa cuando vemos ese fenómeno desde países con pobreza sistémica? Más aún, ¿qué sucede donde las clases no pobres se deslizan hacia ese sector empobrecido, que hasta hacía poco era el destinatario de sus prejuicios y rechazos? ¿Qué pasará cuando esas personas que suponían –erróneamente, claro está– que “nadie les dio nada”, comiencen a sentir los efectos de la desprotección social y se sientan objeto del odio de sus “superiores”?

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