Dedos de la violencia: la crueldad

Por Diego Fonti

Dedos de la violencia: la crueldad

“El hombre es el más cruel de todos los animales”, escribe Nietzsche. El ser humano “necesita para sus mejores cosas de lo peor que hay en él”. Pocos pensadores fueron capaces de identificar algunos rasgos tan profundos y determinantes de la crueldad como el pensador alemán. Ciertamente, Nietzsche amerita una crítica radical, sobre todo a la luz de los efectos horrorosos que tuvieron, y pueden tener todavía, sus palabras. Pero eso no puede impedirnos aprender de él, sobre todo a la luz de un momento histórico en que la crueldad se manifiesta de modos notorios en nuestros representantes, en quienes participan de redes y medios de comunicación, e incluso en una especie de sentido común aceptado de modo demasiado rápido y universal.

La violencia de los crueles

Freud plantea que hay una pulsión de destrucción y muerte en todo ser humano, que corre a la par de otra (¿más fuerte y previa?) que es el deseo y la erotización de la vida. Pero Nietzsche replica que “la crueldad en la victoria es la cima del gozo de vivir”. No es en la vida cargada de deseo sino en la crueldad de la victoria, que se consuma en la destrucción del otro, donde el gozo de vivir alcanza su máxima expresión.

Es que hay algo fascinante en la crueldad. Quizás por eso seduce sobre todo a personas con menos “defensas” (psicológicas, morales, históricas, intelectuales, incluso las que vienen con la edad misma). Bien dice Bataille que la crueldad da pavor, pero fascina. En la crueldad, hay quienes se sienten reivindicados, apelan –como ya sucedió en nuestro país y tantos otros– a “matarlos a todos” y eliminar a esos otros despreciables. Obviamente, tercerizando el trabajo. Por eso les resultan fascinantes esos sujetos que rompen los mínimos acuerdos sociales y reivindican la violencia como medio, pero también como fin.

Esa sensación corre paralela al análisis de Nietzsche, que pone en la crueldad el origen de la cultura, como una espiritualización y profundización de la crueldad. Los violentos serían así generadores de cultura; la cultura sería así un producto de la crueldad. Ciertamente, no hay duda de que numerosos rasgos de nuestra cultura van por ese lado.

Crueldad hacia otro y hacia sí

Otro aspecto de la crueldad tiene que ver con lo que se considera que los otros adeudan. Alguien se siente acreedor de otro. Y la incapacidad del otro de repagar su deuda se convierte en el derecho del acreedor de ejercer un daño. “Perdona nuestras deudas” decía el viejo Padrenuestro, de un modo más cercano al griego neotestamentario. Y como bien vio el gran Walter Benjamin, el capitalismo tiene una estructura análoga a la de una religión. Pero a diferencia de las demás tradiciones religiosas, que postulaban algún tipo de cancelación o redención, en este sistema la deuda crece infinitamente, sin cancelación final. No hay redención.

Además, la crueldad no sólo va hacia afuera. Porque cuando la crueldad no se puede ejercer hacia afuera, o cuando fracasa, revierte sobre sí. La crueldad exige que el otro sufra para compensar sus deudas, pero cuando esa exigencia se vuelve imposible o se agota, quien se arrogaba el derecho de hacer sufrir comienza su propio sufrimiento. No quiere cancelar el sufrimiento del otro y prefiere sufrir él mismo, con un perverso goce de auto-satisfacción.

Un último punto del análisis de Nietzsche es fascinante. Es considerar que todos, el otro y yo también, cultivaremos nuestras mejores cualidades al sufrir la crueldad. Ella nos permite comprender la tragedia de la vida, para no engañarnos y para fortalecer nuestra existencia frente a ese horror. “Aprendé y sé macho, carajo”.

Compasión y ternura

Es interesante que un pensador que tempranamente Nietzsche tomó como referencia y del que luego se alejó, Schopenhauer, haya ofrecido otra alternativa: la compasión. “La maldad y la crueldad -escribe- son el sufrimiento y el dolor de otros como fin en sí y su goce al alcanzarlo. Son la potencia máxima de la maldad moral”. En cambio, el desamparo suscita en nosotros un vínculo con otros, una respuesta compasiva.

La compasión y la ternura rompen el impulso a justificar el dolor ajeno –y el regocijo en ese sufrimiento– aludiendo a algún tipo de pedagogía de la crueldad (“así van a aprender”). Ese perverso modo de estoicismo, que tantas veces atravesó nuestras instituciones, nuestras religiones, nuestros modelos educativos, y hoy está ensañándose con nuestras relaciones económicas y sociales, podría aprender notablemente de la compasión, que se hace cargo del dolor ajeno y se encarga de darle una respuesta.

Pero también de la ternura, que duplica la apuesta de la compasión y no sólo aporta un modo de empatía y proyección del mal del otro en el mío. También activamente busca, a partir de esa fragilidad compartida, enfrentar esa crueldad que goza con el sufrimiento que avanza.

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