Cocinas (de) pobres

Por Pedro Indiana de Quesada

Cocinas (de) pobres

¡Muy buenos días, estimados lectores, estimadas lectores, noveles y experimentados amantes de la “rex coquinaria” cosmopolita! Hace tiempo que no aportábamos por estas páginas, una ausencia (no demasiado importante, me imagino, porque no noté que nadie llorara desesperadamente por no encontrar nuestras recetas en algún ejemplar de HOY DÍA CÓRDOBA…), una ausencia, digo, asentada en varios motivos, entre los cuales han estado los pasos por algunas cocinas lejanas, como las del norte de África; las del borde oriental del Mediterráneo; las de la antigua “Magna Grecia” italiana (Sicilia, Puglia, Basilicata, Calabria, Campania); y las de Roma. Interesantes, profundas y riquísimas todas, con docenas de elementos para analizar y comentar -algunos los desglosaremos también aquí- y experimentar en nuestros propios y hogareños fogones, en este extremos austral y alejado del mundo.

Pero, si de todo ese largo, histórico y grueso vademécum culinario tuviera que remarcar un único y común elemento, optaría por subrayar, no su exotismo, sino su humildad: las cocinas de las culturas que están en el origen de Occidente tienen un tronco común que las emparenta: son cocinas de pobres.

Roma, la glotona

Cierto es que, cuando nos ponemos a revisar los grandes hitos de la historia clásica; cuando acometemos la relectura de alguno de los grandes volúmenes de la literatura de los primeros siglos de la era cristiana (que hayan logrado sobrevivir al tiempo, a los vientos violentos de la historia y a la persistencia contumaz de las polillas y de la carcoma); o, aún, cuando abrimos algunos de los nuevos títulos que toman a la Roma imperial, a la Alejandría de Cleopatra o a la Atenas de los “symposia” (banquetes) de Platón, Jenofonte o Plutarco, las mesas que se nos presentan son siempre opíparas: llenas a reventar -siguiendo aquella tradición de la gula romana como máximo placer de los sentidos- con rondas y rondas de exquisiteces en cantidades desmedidas. Pero esa cocina de élite era precisamente eso: una excepción, una nota extrema reservada a un círculo mínimo del cuerpo social. Los emperadores, los gordos cardenales glotones o los eunucos escribas de la corte alejandrina se llenarían el buche con todo lo que la naturaleza y el arte de la cocina pudiese alcanzarles, pero el común de los mortales vivía una historia diferente.

Casas más, casas menos, igualito a mi Santiago: o sea, que no ha cambiado mucho el cuento a pesar de los siglos que nos separan desde aquellos míticos orígenes: hoy la cocina popular sigue siendo, en todo el arco del Mediterráneo oriental, de una austeridad franciscana.

Me sorprendió con más intensidad la romana, ahora que pude quedarme una temporada lo suficientemente larga como para apreciarla en su consumo cotidiano, no simplemente de paso, o de menú de restaurantes o “trattoria”. Me ocuparé de ella en una futura nota

De la cocina del Sur de Italia, en cambio, su humildad y simpleza me parecían más esperables que la de la gran urbe romana. El Sur ha sido un conjunto de zonas pobres y deprimidas hasta hace relativamente pocos años, prácticamente hasta la segunda posguerra, cuando -aprovechando el tirón de la integración europea- comenzaron a llegar dineros de subsidios públicos que fueron cambiando paulatinamente la fisonomía (hasta entonces, casi exclusivamente rural, con leguas y leguas de olivos surgiendo entre rocas blancas) y también -más lentamente inclusive- las costumbres y hábitos de consumo.

Bañados en aceite de oliva

Recuerdo una lectura adolescente: una novelita publicada por el Grupo Editor de Buenos Aires en su colección Policiales Laberinto; era una traducción de “Dur Soleil de Grece”, de Adéle Fernández, publicada originalmente en París por Les Editeurs Français Reunis en 1967. Hoy seguramente inencontrable, pero mi ejemplar de “El duro sol de Grecia” sigue, firme, en los estantes de mi biblioteca, luego de haber soportado más de un par de lecturas. Y en cada relectura me llamaba la atención la pobreza de la alimentación de los personajes de esa “Grecia profunda” que habitan la novela, en contraste con el americano que llega a sus islas (y que es el asesinado de la trama, por muy bien alimentado que estuviera).

En este viaje, muy lejos de los destinos y de las rutas turísticas habituales, pude comprobar que aquella descripción de Adéle Fernández, en un texto de ficción de fines de la década de los 60, sigue vigente: olivas aliñadas, aceite de olivas, cebollas, tomates, queso de cabra y pan. En los pueblitos casi que no se sale de esos elementos, en sus diversas combinaciones (que, como se comprenderá, tampoco son tantas).

Lo que “salva”, en todo caso, es el sabor, las especies tan aromáticas, comer al sol (o en la semi penumbra de una parra), el vino -espeso, casi negro- y el pan.

El pan del oriente mediterráneo es excelente, y excelente en su simpleza.

Por extraño que parezca en medio de una llaneza tan humilde, el pan mediterráneo es de una variedad apabullante. Cierro el comentario de hoy con dos recetas, tan simples y llanas como la cocina que acabo de describir, de una hechura fácil, factible en cualquiera de nuestros fogones de esta otra “mediterraneidad” cordobesa, y que nos pueden trasladar por algunos momentos a aquel “duro sol del Grecia” (sin necesidad de ninguna trama policial).

Bazlama

Turquía reclama su denominación de origen, pero se lo encuentra en todo el arco del Mediterráneo Oriental. Se hace en menos de una hora; voy a dar las proporciones como para que se horneen unas cinco hogazas (salen planas, como tortillas santiagueñas).

En medio kilo de harina (no usar la demasiado refinada, de 0000, sino una común) armar un volcán; en el centro verter un cuarto de litro de agua tibia, en la que se habrán disuelto 10 gramos de levadura fresca de cerveza; una cucharada de sal y otra de azúcar, del mismo tamaño (yo uso una de postre, de las medianas; técnicamente, digamos 23 gramos, pero ¿quién pesa 23 gramos en medio de una amasada de pan…?) Dejarla descansar unos minutos, hasta que espume. La masa resultante, con tanta agua, quedará medio engrudo, pegajosa, hay que enharinarse las manos para amasarla y que se “despierte” el gluten. Luego se divide el bollo en cinco porciones, y se los aplasta y redondea hasta que tengan unos dos centímetros de alto, no es necesario usar el palote de amasar ni ningún otro utensilio que las propias manos enharinadas. Se llevan los tortillones de masa a una sartén, o a la vieja plancha bifera de hierro, que debe estar muy caliente; hay que darles varias vueltas, para que se haga una película crujiente (sin quemarse) en el exterior y que el interior no se seque; para el mismo objetivo, a medida que se los va quitando de la plancha se los envuelve en un paño grande de cocina. Están estupendo tanto tibios como fríos (mejor tibios).

Pita

Quizás el más “universal” de los variados panes del Mediterráneo Oriental, y aún más allá, hasta Asia Central. Lleva un poco más de tiempo, una hora y media, o así, con un horneado fuerte (a 180º) de unos 10 minutos. Doy las proporciones para hacer unos 15 pitas.

También medio kilo de harina (evitar la ultra refinada), 300 centímetros cúbicos de agua, 15 gramos de levadura fresca (o dos cucharadas de levadura seca, como opción); como el bazlama, misma cantidad de sal que de azúcar (aunque aquí uso un poco menos de cantidad, una cucharadita de café, en lugar de una de las medianas). Y mucho aceite de oliva: unas dos cucharadas soperas para la masa, y “lo que permita” -como decía mi Abuela Pepa- para cubrir la masa. (Recordar: en Grecia, todo se recubre de aceite de oliva).

Se disuelve la levadura en un tercio del agua destinada a los pitas y se la deja reposar. Por otro lado, se mezcla la harina con la sal y el azúcar, y se le va agregando el agua con levadura, el aceite de oliva, y el resto del agua, poco a poco, hasta que quede una masa homogénea.

Se enharina la mesada y se amasa -agregando un poco de harina si hace falta- hasta que quede elástica. Ahí se cubre todo el bollo con más aceite de oliva y se lo deja levar (casi duplicará el tamaño, no mucho más, porque el aceite que lo cubre no lo deja levantarse tanto). Se estira la masa ya levada, se divide en bollitos (resultaran unos 15, como digo) y se los deja reposar una media hora; luego, con la mano o con el palote de amasar, se forman las tortas circulares, gruesas. Se enharina una asadera para horno y se van colocando los pitas sin que se toquen unos a otros; se hornean, a horno fuerte, poco tiempo, hasta que los pitas se hinchen pero no se doren.

Se los retira, y se los envuelve en un paño de cocina limpio. Se habrán inflado un poco, así que quedan listos para rellenarlos. Cualquiera sea el relleno que se elija, es costumbre terminar de aliñar el pita con un chorrito de… ¡aceite de oliva, claro!

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