Otra de romanos

Por Pedro Indiana de Quesada

Otra de romanos

Decíamos en la anterior entrega de esta sección que, entre las múltiples imágenes icónicas que nos ha dejado la Roma antigua, especialmente en ese momento cenital de la construcción imperial que fue el siglo I, son centrales las de las comilonas desaforadas, las cenas opíparas que competían entre sí a ver cuál era más abundante, excesiva y estrafalaria. Un fenómeno que, hay que admitirlo, depurado de sus excesos ha llegado hasta nosotros: seguimos festejando los acontecimientos importantes y los momentos centrales de la vida en comunidad en torno a una buena cena.

Pero lo que convocaba el mito de la referencia no era este ágape que los siglos han depurado, que han llegado hasta nosotros en forma de cenas de cumpleaños, de casamiento o de simple encuentro familiar y de amigos con cotas mesuradas de ingesta (y que, inclusive, ha tocado en nuestros días el otro extremo, el minimalismo excesivo): las referencias al sibaritismo romano que han pasado a la historia -y a la historieta- fueron aquellas que relacionaron la comida con la orgía sensual del deglutir sin medida.

Es sorprendente cómo aquel imperio naciente pasó, en el brevísimo lapso de un siglo, de una tradición alimentaria frugal, mínima, propia de un pueblo agrícola y esforzado, al tragar sin límites ni medida, haciendo un ritual escénico, de teatro o de culto pagano, para exagerar lo exagerado. Y podemos hacernos una idea bastante precisa de esos eventos en torno al comer y al beber hasta reventar, porque ha perdurado una obra singular, escrita por un puño genial y ubicuo: el de un noble patricio, educado y culto, participante habitual de esa ola orgiástica de carnes, semen y sangres, que terminó siendo deglutido por ella misma: Petronio.

Refinado árbitro del lujo

Gaius Petronius Arbiter, que también pudo haberse llamado Publius Petronius Nigrus, pero a quien todos estamos de acuerdo en llamar simplemente Petronio, fue un cortesano y amigo del último de los cuatro emperadores romanos de ese fantástico siglo I, Nerón. Con Nerón se acabó la dinastía fundada por Octavio Augusto, llamada de los Julios-Claudios; y se terminó porque, al asesinar al emperador (estaba evacuando, en una letrina, tras una cena opípara, por cierto) ya no quedaba nadie, ni varón ni mujer, de toda esa ingente familia: habían logrado matarse todos, uno a uno. Nerón fue, literalmente, el último de los Julios-Claudios.

Pero este emperador de todos los excesos (una leyenda popular le atribuye inclusive haber prendido fuego a Roma, para cantar sobre sus llamas y cenizas), antes de caer él mismo bajo los puñales, se le hizo costumbre mandar a matar -u ordenar el suicidio- de un listado atroz: comenzando por su propia madre, Agripina (intentó ahogarla, y como Agripina había aprendido a nadar y se salvó, entonces la mató de hambre); siguiendo por su maestro de toda la vida, Séneca; y por casi todos sus amigos cercanos. Entre ellos, el noble y sibarita Petronio.

Petronio acepta la orden del emperador y se corta las venas, como se las había cortado poco tiempo antes el filósofo Séneca. Pero, antes de desangrarse, se toma unos días y escribe la más aguda radiografía de su tiempo, que retrata la decadencia de la corte de su (ex) amigo Nerón, en una obra, “Satiricón”, que se ha incorporado al corpus literario fundacional de Occidente, aunque siempre en ese margen asqueroso que las buenas gentes reservan a la indecencia.

Petronio -según nos dice uno de sus biógrafos, el historiador Tácito- llegó a ser el árbitro de la buena vida de su tiempo; su reputación se debía a “ser voluptuosamente refinado en su arte del goce de la vida”, dice Tácito. Y Petronio va a emplear todo ese arte, dándolo vuelta como a una tortilla, para dejar el retrato más cáustico que se haya escrito sobre Nerón y sobre la Roma enriquecida tras haber conquistado el mundo entero.

En el “Satiricón” (posiblemente unos dieciséis libros, de los que nos han llegado los dos últimos, y bastante incompletos) hay un extracto, llamado “El banquete de Trimalción”, donde se narra una cena orgiástica romana. Levantemos apenas unos centímetros la cortina y asomémonos a esa fiesta edónica.

Todo lo bueno pasa por la panza

Los romanos han llegado a la conclusión de que los bienes, el oro de las conquistas, los millones de sextercios que inundan la urbe, los cientos de miles de esclavos de todas las naciones conquistadas y de todos los colores de piel posibles, todo ese conjunto tiene una única vara: el vientre. Comer es celebrar la vida. Entonces, cuanto más se coma, cuanto más excesivo sea el exceso, más vida se representa. Comer hasta reventar se convierte en un imperativo ético de la clase dominante, y en una postura estética: el adusto y seco varón romano de la República muta en el obeso gotoso de doble papada con gula desenfrenada.

La casa de Trimalción -un inmigrante asiático al que le ha ido bien, se ha enriquecido y quiere que todos los sepan- parece ubicarse en la Italia meridional, cerca de Nápoles. El nuevo rico convoca a su mesa a toda una corte de los milagros, y comienza el desfile de las comidas.

En los entremeses, antes inclusive de la comida propiamente dicha, hace servir lirones, unos bichitos cuya exigua carne -precisamente por escasa- era codiciada; salchichas chispeantes sobre un asador de plata, rodeado de ciruelas de Siria y granadas de Granada. Un asno de bronce de Corinto tiene sus alforjas llenas de kilos de aceitunas negras y verdes. Llega una gran bandeja con una canasta que contiene, sobre paja, una gallina silvestre, con las alas ahuecadas, como si estuviera clueca; al remover la paja aparecen huevos de pavos reales. Mientras las orquestan hacen sonar las trompetas, comienza a escanciarse el vino, en este caso es un Falerno, añejado durante 100 años.

Terminados los entremeses, llega un gran bandeja en forma de globo, que lleva grabados en doce círculos los doce signos del zodíaco; encima de cada uno de ellos el cocinero ha armado un plato relacionado (sobre Tauro carne de res; sobre Virgo, tetas y vulva de cerda; sobre Géminis riñones, criadillas de toro, todo lo que viene de a pares, y así); en el centro, un horno con miel caliente para untar las carnes.

Otra bandeja, portada por varios esclavos, se levanta la tapa: aves de corral, pezones de vaca, una liebre adornada con alas -intentando modelar un Pegaso- y unos peces “nadando” en salsa picante.

Nadie tiene respiro, comer, comer, comer. Todo lo bueno ha de pasar por el vientre. Y la comida debe rodearse de espectáculo. Entonces entran en el comedor una jauría de perros lebreles, y detrás de ellos, en un gran espeto, el animal que evocan: un enorme jabalí. De sus colmillos cuelgan dos cestas, una con dátiles frescos, otra con dátiles secos. Debajo del jabalí, media docena de jabatos pequeños prendidos de sus ubres, en una escena que hoy nos parece horripilante. Pero no hay aun suficiente teatro, entonces un esclavo trincha el costado de la jabalí asada con sus cachorros, y salen de su vientre volando una bandada de tordos, que han metido allí adentro como si fuese una jaula.

¡Más vino! ¡Más vino! Ya algunos invitados van hasta la esquina del “vomitorium”, a descargar lo trasegado para seguir, que queda mucha cena. Esto recién empieza.

Entran tres rechonchos cerdos blancos, vivos y adornados con cascabeles, en el medio de ellos uno crepitante, recién salido del horno. El esclavo que lo ha traído hunde su cuchillo en el flanco, y en vez de tordos ahora salen salchichas y morcillas humeantes.

Mientras todos se zampan las morcillas, entran en la sala unos comediantes griegos, con las tradicionales máscaras de la comedia y de la tragedia, y a tono con la representación teatral, en una inmensa bandeja de plata sostenida por una docena de esclavos, se presenta una ternera entera, cocida al agua, y con un casco griego entre los cuernos: es la vaca Europa. Viene detrás un esclavo disfrazado de Ayax con su espada desenvainada; a golpes de estoque troza la ternera, y con la punta de la espada acerca los trozos de carne a los comensales mientras la representación teatral toca su cúlmine.

¡Más vino! ¡Más vino!

Terminala, por favor

La primera cena va a concluir con algo dulce. El vientre y el sexo están indisolublemente unidos, entonces aparece un tablón con frutas de todas clases, que rezuman agua de azafrán y rodean a una escultura de un Príapo de confitería, con su enorme pene enhiesto; todos se largan a simular una felación de pastelería. Hay uvas, pasas, nueces y unos membrillos a los que han agregado espinas, como si fueran erizos.

Llegan más invitados, entre ellos Habinnas, un artista que viene de otra cena donde ha estado banqueteando, ya ahíto, y cuenta lo que le sirvieron: un cerdo coronado en morcillas, salchichas y mollejas; tortas fritas regadas con miel y vinos de España, nueces y manzanas; carne de oca; quesos blandos; vinos calientes; caracoles; tripas; hígados; huevos; nabos y jamón.

Trimalción se ríe: ni comparación con su banquete. “Pasemos al baño”, le sugiere a sus invitados, “está caliente como un horno”. El agua caldeada les acelerará la digestión, podrán defecar, y volver al comedor, donde los esperarán las ostras y los mariscos, para volver a empezar. Y así, hasta que salga el sol.

 

Esta semana terminamos la crónica sin incluir ninguna receta. Porque, entre todas las cosas que me provoca el bueno de Petronio, una es quitarme rotundamente las ganas de comer. Esta noche, sopita y a la cama.

Salir de la versión móvil