Una de romanos

Por Pedro Indiana de Quesada

Una de romanos

“En pantalla, Dalila cortaba el pelo al cero a Sansón/ y en la última fila del cine, con calcetines, aprendimos tú y yo/ juegos de manos, a la sombra de un cine de verano./ Juegos de manos, siempre daban una de romanos”, canta Joaquín Sabina, recordando aquellas matinés de los cines de la infancia, cuando había que correr en las cuadrigas del Coliseo con “Ben Hur”, o salir a matar ricos oligarcas de la mano de un jovencísimo y musculoso Kirk Douglas en “Spartacus” (dirigido por un también joven Stanley Kubrick, hacia 1960). En esas viejas películas, antes o después aparecían los romanos comiendo, dándose la gran vida recostados en unos cómodos sillones, mientras un pequeño ejército de esclavos les servía una y otra vez las exquisiteces más insólitas. Revisemos esa idea: una cena de romanos.

De los griegos a los sibaritas

Hace algunas semanas, en esta sección hacíamos referencia a las características de los filosóficos ágapes griegos, teniendo como referencia a una de las obras culmines que forjaron nuestra manera de pensar y de ser: el diálogo que Platón tituló, precisamente, “El banquete”. En esa larga noche, mientras comen y beben los amigos conversan sobre el amor y el erotismo; ya avanzada la cena le llega el turno de la palabra a Sócrates, por cuya boca Platón va a dejar sentada las afirmaciones concluyentes sobre Eros, el amor sexual y el espiritual.

Más allá de los contenidos filosóficos de cada discurso de los comensales, nos parecen significativas, en nuestros días, algunas notas fuertes, como el ambiente exclusivamente masculino de la mesa -que coincide con las definiciones homosexuales de sus palabras y con todo el ambiente homoerótico de toda la cena-; la profundidad intelectual de los diálogos; y, por cierto, la frugalidad de los platillos ingeridos. Toda la comida es muy austera: la voluptuosidad y el placer se reservan a los hermosos cuerpos de los efebos o al carácter de sosiego de la compañía del ser amado. O sea, una cena, como cena, más bien pobre. ¡Pagate un postre, al menos, Platón!

Y estos tres elementos cambian rotundamente cuando vemos las principales notas características de la cena romana: primero, si bien el ambiente sigue siendo fuertemente homoerótico a nivel de relaciones sexuales, las mujeres ya se incorporan al yantar y al conversar: las cenas son mixtas. Segundo, la comida no es la oportunidad de reunión para hablar o filosofar sobre otros tópicos, sino que es un fin en sí misma: los romanos se juntan a comer por el mero, propio y exclusivo placer de comer. Y tercero, uno de los saltos más grandes respecto del “symposium” griego es la calidad y la cantidad de platillos que integra, en su punto culminante, la bacanal romana. Nunca antes ni nunca después, hasta nuestros días, se han intentado orgías de exceso culinario como las ensayadas en el cénit del poder imperial romano.

Vomitar, para seguir

Un elemento que resume ese sinsentido extremo del sibaritismo fue el “vomitorium”. Como el cuerpo humano, a pesar de la plástica flexibilidad del estómago, tiene capacidades limitadas, los romanos habilitaron unos rincones en los comedores, con jofainas y recipientes con largas plumas. Entonces, cuando a uno no le entraba ni un bocado más, se levantaba del reclinado sofá, tomaba una de esas plumas (me imagino, de coloridos pavos reales), con ellas se friccionaba la garganta hasta provocar arcadas, y lanzaba sobre la jofaina todo lo que hubiera deglutido hasta ese momento. ¡Y ya está! Listo para volver al “triclinio”, lavarse un poco las puntas de los (supongo bastante salpicados) dedos, secárselo en los cabellos de un esclavo -lo que se consideraba un lujo-, y en un todo dispuesto para volver a engullir lo que se ofreciera.

Hay registros de que las idas al “vomitorium” podían repetirse dos, tres, cuatro y hasta cinco veces en el lapso de una cena romana.

Y cuando ni siquiera eso fue suficiente para la orgía de ingesta, inventaron la “segunda cena”: tras haber comido se daban baños muy calientes, que aceleraban la digestión y, tras haber expelido los residuos por las vías naturales del organismo, volvían a los “triclinios” a reclinarse sobre los costados izquierdos y a comenzar una nueva cena, ya cerca de la aurora. Porque nadie se iba hasta que el sol ya hubiese establecido un nuevo día.

De varones parcos a gordos glotones

Lo llamativo fue que este proceso, que incidió tanto en la cultura de Occidente que ha llegado -afortunadamente morigerado- hasta nuestros días, fue muy acelerado: una transformación profunda en los usos y en las costumbres culinarias y alimentarias apenas en el lapso de un siglo. Precisamente, en el lapso del primer siglo de nuestra era.

Hasta las épocas anteriores al nacimiento de Cristo las costumbres alimentarias de Roma eran, como las de Grecia, muy frugales. En definitiva, era un pueblo pobre, campesino y esforzado. Y los romanos convirtieron esas características en virtudes, de las que se jactaban: eran las virtudes republicanas, tan diferentes a los “lujos asiáticos” de los reyezuelos bitinios, partos, babilónicos o egipcios, con sus excesos y liberalidades. No: el romano republicano era adusto, viril, serio, delgado, parco. Comía poco, lo preciso; aguantaba el frio con poca ropa; y estaba dispuesto a luchar por la patria en cualquier momento y lugar. Para el fin del primer siglo del Imperio, en cambio, la imagen del patricio romano será la del obeso y satisfecho nuevo rico.

Aquella idealización del esfuerzo, las privaciones y el sacrificio (que encarnó como nadie Catón, el censor) se mantuvo desde los tiempos fundacionales, durante siglos, e incluso mientras Octavio fundaba el Imperio. Octavio -a quien el Senado llamó Augusto-, consciente de la forma en que había terminado Julio César bajo los puñales, nunca quiso que lo llamaran emperador: él sólo era el “primer ciudadano” de la República. Nunca habitó en un palacio, sino en su propia casa (bastante humilde, según las crónicas); se vestía con unas simples túnicas de lana que su mujer, Livia, tejía a la vista de todos, en el telar del patio; y apenas comía unas acelgas, cereales, porotos hervidos con unas lonchas de panceta, alguna morcilla con la sangre de la matanza, y pan. O sea, lo mismo que comía el pueblo llano, el resto de los romanos.

Pero él fue el último: esas virtudes públicas, por falsas e hipócritas que fueran, se acabaron con su muerte. Sus cuatro descendientes -Tiberio, Calígula, Claudio, y Nerón-, los cuatro emperadores del siglo I, pasaron desde aquel ascetismo republicano al extremo de la orgía comilona.

La semana que viene contaré cómo eran y qué llegó a comerse en una doble cena romana; ahora les dejo, por si algún admirador de las virtudes republicanas de Octavio Augusto queda por aquí, una de las maneras en que los romanos (quizá también aquel frugal “primer ciudadano”) preparaban las morcillas.

Morcilla a la romana

El cerdo constituía la principal carne de la dieta romana, independientemente de la clase social. Las salchichas se comían en las mesas del patriciado y también en la calle, por la gente de a pie. De hecho, los romanos inventaron esos puestos móviles, que aún hoy pululan por las ciudades de todo el mundo, donde se sirven salchichas calientes en medio de una hogaza de pan (que nosotros llamamos “panchos”; y los americanos del norte, con bastante peor gusto, “perros calientes”).

Como del cerdo nada se tira, tampoco la sangre, y los romanos tomaron la manera de embutir la sangre cocida que había sido inventada, según Platón, por Apctonitas. La original receta griega está asentada en un texto con tanta autoridad y prosapia como la “Odisea”, del gran Homero; aunque, con bastante menos poesía, los romanos la llamaron “botullus”: una salchicha con forma y tamaño de botella.

Una antiquísima receta romana es hacerla con huevos estrellados:

Vamos pá´llá:

Se cortan dos papas medianas en rodajas, se fríen en aceite de oliva hasta que queden doradas, pero blandas; se desmenuza una morcilla entera y se sofríe el picadillo en la misma sartén, de la que se habrán retirado las papas; se retira también y se fríen dos huevos muy poco tiempo, apenas hasta que esté cocida la clara y con cuidado de que las yemas queden líquidas. Se sirve en capas: las papas blandas debajo, el picadillo de morcilla al medio, los huevos encima; se rajan las yemas para que impregnen el plato entero. PAUPER CIBUS FRIGUS BONUM (Comida de pobre, buena para el frío).

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