Asesinato en Los Ángeles

Eduardo Montibello

Asesinato en Los Ángeles

Soy detective y vivo en Los Angeles, la fábrica de sueños e ilusiones, la ciudad donde muchos llegan en busca de fama y que pocos alcanzan. Lo que ellos no saben es que en Los Angeles los asesinos caminan a sus anchas. Pero la novedad en el mundo criminal es que ahora se contratan sicarias para cometer asesinatos, mujeres que matan sin sentir culpa. He hablado con varias de ellas y dicen que de, cualquier forma, todos vamos a morir, por eso matamos cuando nos pagan lo que consideramos suficiente. Algunas son bellas, otras no tanto, pero todas son frías, crueles, inhumanas, y matar para ellas es algo simple, sin importancia. Son muy eficientes y, entre los jefes mafiosos, ha llegado a circular la idea de que no falta mucho tiempo para que asuma el puesto de capo di tutti capi una mujer, signo de los tiempos que corren. La sociedad ha cambiado tanto que hasta el lugar y el rol de madre y esposa en la familias mafiosas, la mamma, se ha modificado, y eso que ese papel era inamovible: la casa, la familia, la crianza y educación de los hijos, los aniversarios, entre otras cosas. Sin embargo, ahora influyen en las deciciones y los capi las escuchan, y hasta han llegado a la conclusión, en vista de los buenos resultados, de seguir sus opiniones, que son muy inteligentes.
Perdido en divagaciones, pasaba los días haciendo llamadas, tomando café y leyendo el diario. No tenía más que hacer y mi cuenta bancaria estaba tocando fondo. Una tarde, salí de la oficina más temprano y me fui al departamento. Entré, me saqué el blazer, me aflojé la corbata y llamé a Lincey, una amiga que me consuela cuando estoy triste.
—Hola, Lincey, habla Guiddes.
—¿Qué decís, viejo? ¿Te estás aburriendo?
—No tanto, pero quiero verte.
—Siempre el mismo mi chiquito, pero hoy no voy a poder ir, me han invitado a una reunión, qué le vas hacer, no me tenés que llamar a última hora, querido, ¿Puede ser mañana?
—No sé qué voy a hacer mañana. Disculpá, nena. Como siempre, tenés razón. Que andes bien –le dije y colgué.
Después me preparé una milanesa, papas fritas, ensalada y abrí una botella. Cuano terminé, puse una película en el convertidor, que me permite ver desde el celular policiales de Youtube en blanco y negro desde el celular. El celular es un invento fabuloso: puedo ver hasta hartarme programas sobre crímenes y asesinatos que creía que nunca más vería. Me gustan las películas policiales en blanco y negro de los años cuarenta y cincuenta, ver el tipo musculoso golpeando el disco gong gong gong o la antena de la RKO lanzando las selañes Piiip Piiiip Piiip o el león rugiendo en el circulo dorado de la Metro Goldwin Mayer. Incluso hasta memorizo los nombres de actores y actrices, no las más conocidas como Sofia Loren, Brigitte Bardot, sino algunas como Elke Somer, Senta Berger, actores como Broderick Crawford. Me encanta la película que trabaja con John Ford que hace el papel de marido engañado: Boderick es notable ahí. El tema de los maridos engañados por esposas cansadas de la rutina, golpeadas por maridos violentos, alcohólicos, parranderos, que dejan todo su dinero en el juego son es un argumento que despiertan el interés de los espectadores. Finalmente, comencé a ver Sunset Boulevard con mis actores preferidos, William Holden y Gloria Swanson.
***
Al otro día llegué a la oficina a las nueve, levanté la persiana, pedí un café y abrí el diario. Aby me trajo el café y se fue apurada. Un rato más tarde, escuché el timbre. Me levanté, fui hasta la puerta, abrí y vi a una mujer.
—Buen día, ¿detective Guiddes? –me dijo. Le respondi que sí y la hice pasar.
Me miró con expresión desolada y comenzó, entre hipos y sollozos, a relatarme el difícil momento que estaba pasando: se había enamordado de un vividor.
—¡Lo único que le interesaba era mi dinero! —me dijo—. ¡Quiero que lo encuentre y lo mande a la cárcel! —me dijo. Acordamos el precio, pagó y se fue
Después bajé, entré al Sunset y pedí otro café. Me sentía satisfecho con la vida y con el dinero que me había pagado: ahora podía pasar un tiempo sin problemas. Abrí la página de policiales y leí los asesinatos y robos, como de costumbre.

Pasó la semana y comenzó la otra.
El martes llegué a la oficina y levanté la persiana. En el edificio del frente, la viejita del quinto estaba en el balcón regando los geranios. El edificio del Jockey Club estaba en la esquina y el Correo Central con sus escalinatas y sus puertas giratorias, al frente. Una hora más tarde, sonó el teléfono. Cuando atendí, una mujer dijo:
—¿Señor Guiddes?
—Sí, ¿quién habla?
—Preferiría decírselo personalmente. ¿Puedo ir a su oficina?
—Claro.
—Llego en media hora.
Un rato más tarde, escuché el timbre y vi a través del vidrio esmerilado una figura fenemina. Cuando abrí, su belleza me impactó y el aire se impregnó de su perfume importado.
—¿Señor Guides?
—El mismo.
—Mucho gusto, soy Perl Enerisca —me dijo. Su voz sensual penetró en mi cerebro, comenzó a abrir fisuras en las murallas defensivas de mi personalidad y los empecinados nudos nerviosos se suavizaron. Solo una mujer me podía causar ese efecto.
—Tengo que hablar con usted, ¿tiene tiempo?
—Sí, señora, últimamente tengo mucho tiempo libre.
—Gracias —dijo.
Sentada al frente de mí, con la luz de la mañana que entraba por la ventana iluminándola, pude observarla mejor. Su rostro era de tal belleza que parecía tallado por Praxisteles o Rodin, o que Renoir la hubiera tomado de modelo. Llevaba un traje gris claro, camisa de seda blanca y sus manos estaban muy cuidadas. Un sombrero acentuaba su belleza. Tenía una expresión parecida al hastio. Sus ojos azules con estrías negras tenían un billo extraño y sus pupilas eran pequeñas esferas duras y feroces. Los labios eran generosos. Antes de comenzar a contarme por qué había venido, abrió la cartera, sacó una cigarrera, tomó un cigarrillo y lo encendió. Pude observar sobre su muñeca: una pulsera con brillantes, un reloj de oro macizo y, en su dedo índice, un anillo con una gran piedra. Valían en conjunto por lo menos un cuarto de millón.
—Bien, señora, la escucho —le dije. Hizo un gesto y, como si no me hubiera escuchado, dijo:
—Hace tres días que llueve y soy muy friolenta. Me molesta andar abrigada, llevar encima dos o tres prendas es… Me gusta el calor, el sol, la playa: pasar un día en barco es estar en la cima, con cocteles, por supuesto.
—Estoy de acuerdo —le dije.
—No me gusta el frío, ni los dias nublados, ni levantarme temprano. Por lo general duermo hasta el mediodía —dijo, hizo una pausa y continuó—. Tengo que dejar de beber, especialmente a la noche, pero dormir al lado de Bunter es duro, así que, para soportarlo, me emborracho y al día siguiente duermo hasta el mediodía.
—Es una privilegiada: millones de personas se levantan temprano para ir a trabajar.
—Eso, para mí es un lejano recuerdo: todos los dias me despertaba a las cinco de la mañana. ¡Cómo odiaba el despertador! Ese sonido penetrante, seco, duro que entra por los oídos y llega al cerebro es una de las peores cosas. Cuando trabajaba con… —dijo y se detuvo sin terminar—, no importa con quién, un imbécil prepotente que me manoseaba y me obligaba a tener sexo en la oficina. Cómo lo odiaba. Si hubiera sido ahora, estaría preso por abusador. La condición de las mujeres ha cambiado mucho en los últimos años, señor Guiddes. Ahora las mujeres no tenemos miedo y los abusadores van presos. Yo les cortataria el pito, pero dicen que eso no soluciona el problema, que los tipos no tienen cura.
—Así dicen.
—Pero fijese, señor Guiddes: los prejuicios contra las mujeres vienen de hace mucho. Leí una frase, no sé dónde, de Pitágoras, el gran filósofo griego, que dice: Hay un principio bueno que ha creado el orden, la luz y el hombre, y un principo malo que ha creado el caos, las tinieblas y la mujer. ¿Qué me dice, señor Guiddes?
—Tiene razón —le dije—, pero… ¿qué le impedía buscar otro trabajo?
—Estaba pasando un momento difícil, tenía que cuidar a mi madre que pasaba el dia sentada en una silla de ruedas junto a la ventana y pagarle a una vecina, Jenny, que la cuidara. La pobre Jeny tenía cinco hijos y por eso aceptaba cuidar a mi mamá. Con lo poco que yo le podía pagar conseguía comprar un poco más de alimentos para los hijos. El marido era un hijo de puta, un borracho: la golpeaba y muchas veces me hacía proposiciones obcenas cuando me cruzaba con él por los pasillos o en la calle, pero bueno, vamos a lo que interesa.
—La escucho, señora Enerisca.
—Duinle me recomendó que viniera a verlo, pero no sé si será capaz de hacer lo que necesito: usted parece un pobre tipo.
—En mi trabajo, lo mejor es no ostentar —le dije.
—Puede ser, pero en mi caso no me preocupa mostrar mi belleza, mi riqueza —dijo llevándose la mano a la oreja y rozándo levemente el borde de oro y platino del aro—. No me interesa lo que la gente piense de mí, algunos dicen que soy fría, que soy puta, orgullosa y pelotuda, de todo dicen, pero no me importa, que piensen lo que quieran, pero vamos al grano —dijo y de repente cambió su actitud indolente y despreocupada por otra mas firme. Supuse por intuición que lo que me iba a decir era complicado—. Desde que descubrí que mi marido, Bunter, el Pájaro, tiene una amante, una perra sucia, me siguen por la calle, me sacan fotos y un auto trató de atropellarme.
—Ajá.
—Quiero que contrate un asesino y lo mate —dijo. Después se desprendió el saco, se recostó en la butaca y pude apreciar sus hermosos senos bajo la tenue seda de la camisa—. Pagaré lo que sea, y si acepta le daré como anticipo diez mil dólares ahora y algunas otras cosas —tragué saliva y dije:
—Acepto.
—Hágalo —dijo, y sus pupilas se endurecieron—. Aquí tiene —sacó un fajo de billetes de la cartera y lo puso sobre el escritorio. Tomé el dinero y lo guardé. En ese momento, la puerta de la oficina se abrió y entraron dos tipos enormes. Empuñaban armas semiautomáticas. Me quedé quieto. Se notaba que eran profesionales. Uno de ellos me dijo:
—Dejá quietas las manos —despues se acercaron a ella y el otro le dijo:
—¿Cuál es la clave?
—No la sé —dijo con la mirada aterrorizada. El otro sacó el celular y le mostró un video en el que se escuchaba la voz de una mujer. El rostro de la dama cambió radicalmente y comenzó a gritar: —¡Mamá! ¡Mamá!
—La clave —repitió el tipo.
—2578, pero dejen tranquila a mamá —el tipo guardó el arma, sacó una jeringa y, mientras el otro la tomaba de la cabeza, se la aplicó en el cuello.
—Ahora vos —dijo.

Cuando recobré el sentido, estaba en el sillón. Desde el suelo, la mujer me miraba con los ojos fijos.

Eduardo Montibello

Nació en la ciudad de Córdoba en 1949 y ha publicado cinco libros: Poemas raros (2007), Las conchas dominan el mundo (2013), Rompecabezas (2014), Mi marido es un pelotudo (2021) y El cerebro del tiempo (2022). Se radicó en Brasil desde 1977 a 1994, años en los que se desempeñó como periodista en el diario O Estado (Sao Paulo). Por más de diez años fue corresponsal del semanario La brecha (Uruguay) y colaborador de Página 12, además de publicar en diferentes medios. Fue creador del semanario de economía Negocios en el Mercosur y fue comentarista de los programas Buen día Córdoba (Canal 10) y Encuentros.

Exponente del hard boiled, Montibello aúna influencias y estilos tan disímiles como Bukowski y Chandler en historias pobladas de corrupción y antihéroes con un pasado oscuro. En el relato de hoy, nos trae una historia con un sabor clásico y atemporal, típico del cine noir de los años ’40.

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