Áspero cielo

Por Fernando López

Áspero cielo

(fragmento)

Temprano, el mismo día en que sufro el ataque de pánico, me convenzo de que mi vida cambiará si logro matar al hornero. Nunca lo vi, ni sé si es un hornero: le atribuyo esa especie porque dicen que su canto es estridente y molesto. No sé de dónde aparece ni dónde tiene el nido, pero ha tomado la costumbre de torturarme con ese ruido que parece un trino, debajo de mi ventana, invariablemente al alba. ¿Por qué no canta a las diez o a las once y no a la hora en que por fin logro relajarme para dormir un poco? ¿Qué motivo puede alegar un hornero para atiplar su siringe de esa manera? Ninguno, que yo sepa, nunca leí que el hornero es capaz de emocionarse. ¿Qué alegría puede caber a un ser inferior a nosotros que necesite comunicarla de tal modo, a esa hora, en el patio de ciento cincuenta metros cuadrados de mi casa de San Tito, cuando hay millones de hectáreas disponibles en toda la Argentina? Una sola respuesta cabe en mi cabeza: lo hace para molestarme. Su único placer es que mi cuerpo comience a temblar con la mera ecuación de que el sueño no volverá hasta el alba siguiente, cuando su ruido se instale otra vez a deshacer mis ilusiones de reposo. Y eso merece un castigo. Nunca mejor aplicada la sentencia de Ulpiano, A cada cual lo suyo, que rigió mis decisiones en el último cuarto de siglo. El gordo Vignales hizo gala de su amistad al proveerme un somnífero más fuerte que el provisto por el cardiólogo y un suplemento para espabilarme, que nunca he llegado a utilizar. Sostiene que seis meses de licencia no son suficientes para garantizar mi sobrevida y la gran discusión es si voy a soportar tanto reposo. A nadie puedo explicar los motivos de mi insomnio y entre todos los que opinan, el que menos sabe es mi terapeuta: de la muerte que debo, ni una palabra; de mi crisis afectiva, solamente lo público; y del balance que estoy haciendo, los mínimos datos que empuja la nostalgia. No puedo contarle que asesiné a Matías Mestri porque él había matado a Candela, no le he dado pistas de que por Laura me carcomen los celos, no se imagina que en los 70 yo luchaba por el Hombre Nuevo. Lo menos que puede pensar un terapeuta de un juez que le cuente esa historia es que está para encerrarlo. En un psiquiátrico, o en una penitenciaría.

Después de escuchar hasta el hartazgo el grito del hornero, hago un esfuerzo para abrir los ojos y busco al tanteo la 9 milímetros en el cajón de la mesa de luz. Me arden las conjuntivas, me siento abombado, a duras penas logro sentarme calculando que en dos o tres pasos estaré junto a la ventana apuntando hacia afuera. Bien dijo el Diablo al regalarme la pistola, que cuando la usara me acordaría de él. Le quito el seguro. Trastabillo, me sostengo del marco y me asomo por encima del enramado de la bignonia. Veo movimientos entre las hojas pero no quiero ser injusto liquidando a otro pájaro. En la espera, reflexiono sobre los estruendos que escucharán los vecinos –porque estimo que un solo disparo no será suficiente– y las ridículas preguntas a que daría pie si les mostrara el cuerpo destrozado de un hornero. Automáticamente pienso en conseguir un silenciador, en postergar la ejecución para cuando tenga en mi poder la pieza que me falta. Igual me quedo mirando hacia afuera un largo rato con la esperanza de avistar sus movimientos, ya que no su silueta, protegida por la enredadera. Alcanzo a percibir el vuelo de un colibrí con su piquito posado en el fondo de un cáliz y un benteveo apoyado sobre la medianera, que parece esperar una respuesta lejana a su canto monótono, tan estridente como el del hornero, pero menos molesto, no sé por qué. Vignales comparte conmigo el desprecio a la veleidad de las aves, que cantan a la hora que se les da la gana sin respetar los horarios de los humanos.

Tomo un prolongado baño de inmersión, me recuesto otra vez, pero no puedo dormir. En esa duermevela a que me ha condenado el hornero vuelve a actuar el remordimiento, obligándome a la pesada tarea de hacer un balance que justifique la vida que me queda. La imagen del cuerpo de Matías Mestri recuperado de las aguas del San Javier, con el cráneo reventado, regresa a mí todas las noches, con la nitidez que seguramente experimentó Barbano cuando soñó que le hablaba el espectro de Candela. La tragedia no suele mostrarse tan descarnada en lugares pequeños como San Tito o San Javier. Y cuando estalla, todo hace que parezca extraña y fuera de contexto, como si en lugares así las cosas debieran darse de otro modo, de acuerdo con la personalidad de sus habitantes: tranquila y resignada, trabajadora y silenciosa. Las fuerzas del orden se movilizan con angustia y nadie duerme hasta que se encuentra la primera pista. No hubo en San Tito tantos crímenes como para que yo me desvelara mientras fui juez de instrucción. Demasiado tranquila fue mi carrera para dejar que una mínima sospecha arroje por tierra el privilegio que me corresponde, nada más por pertenecer al Poder Judicial: la protección de los fueros. Vignales me contó detalles de la autopsia de Candela pero no quiso que viera las fotos ni leyera el informe, cuestión que me alerta, porque no hay manera de que el gordo sepa que había ido a San Tito a encontrarse conmigo. A no ser, claro, que Edo Luis, quien a pesar de haberse jubilado no dejó nunca su pasión de sabueso, le hubiera informado de algún cruce telefónico de su celular al mío, rastreado con el programa Excalibur. No hay ningún indicio de que asesiné a ese muchacho, pero me alerta la advertencia del Diablo de que el juez con jurisdicción en San Javier me citará a declarar por ese crimen. Está convencido de que sólo como testigo, alguien me vio arrastrando su lancha en la aciaga noche sin retorno. Puedo aceptar que ésta es una de las causas del insomnio, aunque a veces me inclino a atribuirlo a la falta de actividad, al reposo que me impusieron los médicos después del estallido de mi corazón. Según mi experiencia, cuando uno no trabaja piensa en boludeces, atravesado por las cuentas pendientes que remueven la culpa y el remordimiento. Hace varias semanas que no trabajo, varias semanas que Laura se esfuerza ante mis requerimientos sexuales y otro tanto que mis hijos no me visitan, excusándose con exámenes y parciales. Julián y Cecilia no son propensos al sacrificio, pero se quedaron conmigo hasta que fui dado de alta, y no recuerdo haber visto a Laura en esos días, ni me enteré de que hubiera preguntado por mí. Matilde ya era historia del pasado y no me extrañó que no apareciera, pero sí me extrañó de Laura, que entró a la escena recién para traerme a mi casa. Se ocupó de todo después del alta y se instaló a mi lado hasta que pude valerme solo, pero apenas me vio mejor decidió que estaría conmigo día por medio y los fines de semana, cuando no tuviera guardia en la oficina de sumarios. Eso sí, agradezco que organizara su trabajo para poder atenderme. Maneja muy bien el esfuerzo que le exijo en los encuentros amorosos. Se ducha y se recuesta a mi lado. Vignales me ha prometido que en unos días me proveerá de unas pastillas para que pueda retenerla, porque una mujer mucho más joven, dice, que no está bien atendida, se va con el primero que la satisface. En la policía todos la quieren voltear, empezando por Dumdo, ya sabés. Debo reconocer que aconsejado por el gordo hice lo que tenía que hacer el mismo día que Laura enviudó de Sergio Benito. No me detuvo la conciencia, no sentí remordimiento ni nada parecido, solo tristeza por la muerte de mi amigo. Nunca podré olvidar la furia de su perro contra el ventanal mientras intentaba violarla, atemorizado de que el perro ingresara a la habitación y me atacara. Tampoco me detuvo cuando Matías Mestri me contó con lujo de detalles, ante la 9 milímetros que le apuntaba, el brote de epilepsia que tuvo Candela cuando los amigos de Barbano la obligaron a beber alcohol la noche de su despedida de soltero. Vignales constató en su cráneo no menos de diez martillazos que la dejaron sin dientes, sin ojos y llena de coágulos. Una criatura tan hermosa no merecía esa muerte, y yo no podía menos que vengarla.
Creo recordar que cuando sonó el teléfono había logrado concluir que sería inútil matar al hornero, porque después vendría otro y uno más y así hasta el infinito. En esos días de convalecencia me acostumbré a dejarlo sonar hasta identificar la voz en el contestador. Cada vez estoy más huraño. No quiero sorpresas. Ni preguntas, ni llamadas extrañas, ni advertencias sobre mi salud. Ya estoy grandecito para eso.

–¡Alejandro! –es la voz de Pacífico–. ¡Alejandro…! Lo escucho protestar porque no atiendo.
–¡Hola! –insiste. Luego, corta.
Vuelve a sonar y levanto el tubo resignado. La voz estentórea de mi padre me obliga a despegar el auricular de la oreja.
–¡Alejandro! ¿Estás ahí?
–Hola viejo.
–¡Hola!
–Hola –respondo en voz baja–. ¿Por qué no hablás como una persona normal?
Sé que me escucha a pesar de su rezongo.
–¿Qué decís?
–¡Que te hagas curar la sordera!
No responde.
–¡Comprate un audífono! –agrego.
Luego de una pausa reflexiona que esos aparatos no sirven para nada. Ya más tranquilo, pregunta cómo estoy.
–Bien hasta que llamaste. ¿Qué necesitás?
–Que me lleves al relojero. Esa porquería que compraste atrasa una barbaridad.
–Es un reloj descartable. ¿Le cambiaste la pila alguna vez?
–¿Qué decís?
–¡Que le cambies la pila, sordo!

Si no tengo ánimos para levantarme, menos que menos para lidiar con Pacífico. Quedamos de acuerdo en que pasaré a buscarlo en un rato. Decido no afeitarme a pesar de que prometí a Laura que lo haría, dice que la cara sucia de pelos grises me avejenta. Mientras peino con los dedos mi cabello mojado, encanecido después del infarto, me da por contemplar al viejo amigo dormido que cuelga entre mis piernas, divorciado de las necesidades del cuerpo y de la mente, que en este tiempo coinciden. Como si sólo estuviera ahí de paso y no de forma estable, como si no tuviera otra misión que tolerar el paso de la orina. Más arriba está la cicatriz de treinta centímetros con queloide que se extiende vertical sobre mi tórax. Y más abajo, la de cincuenta centímetros que recorre mi pierna izquierda, de donde los médicos obtuvieron la vena sana para reemplazar los tramos inservibles alrededor del corazón. La imagen del espejo hace que me compadezca y me hace agradecer, no sin asombro, que aun minusválido, la bella y joven Laura me siga prefiriendo entre la numerosa lista de sus pretendientes. Suena otra vez el teléfono y la voz de Pacífico me advierte en el contestador que anuncian fuertes tormentas en el centro del país. Le teme a la lluvia y hace extensivo su temor a mi seguridad. ¿Por qué será? Quizá en alguno de sus viajes como vendedor en zonas rurales tuvo problemas, pero quizá también, se me ocurre, tiene que ver con la relación entre la violencia del agua y la muerte causada por un fenómeno natural. Me asomo a la ventana y efectivamente, se ve una línea oscura sobre el horizonte en dirección al sur. Me visto con ropa sport y salgo al patio: las hormigas trabajan como si estuviera por terminar el mundo. Ese día también me doy cuenta de lo importante que es atenerse a la información relativa a la naturaleza, una costumbre que perdí cuando dejé de ir a pescar. El Diablo quiere venir a buscarme alegando lo bueno que será para mi salud volver al río, pero el gordo Vignales, que cuando actúa como médico de Tribunales es bastante estricto, me prohibió alejarme de San Tito, hasta que se cumplan los seis meses de la carpeta médica. Lo que se dice, bien aporreado por las circunstancias.

Fernando López

Nació en San Francisco, provincia de Córdoba. Abogado, magistrado judicial retirado. Publicó 19 libros. Premios: Latinoamericano de Narrativa Universidad de Colima, México, a su primera novela El mejor enemigo (1984, 4 ediciones); Casa de las Américas, Cuba, a la novela Arde aún sobre los años (1985, 8 ediciones); 1er finalista premio Planeta Argentina con la novela Odisea del cangrejo (2005, 5 ediciones) y su continuación Áspero cielo; finalista en el concurso Novelas de Película del BAN! con la novela Un corazón en la planta del pie (2015). Su novela La sombra del agua fue publicada en Argentina (2005), México (2019) y Alemania (2020). Creador y organizador del Encuentro Internacional de Literatura Negra y Policial Córdoba Mata (2014/2022).

Autor que casi no necesita presentación, con su vasta y prolífica trayectoria Fernando López es un verdadero referente nacional y local del policial. Además, lleva a cabo desde hace más de una década una importante tarea de difusión del género a través del festival Córdoba Mata. En esta ocasión, nos presenta un fragmento autónomo de su novela Áspero cielo.

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