Balas en la boca

Por Leandro Calle

Balas en la boca

El librero montó en cólera, alzó la copa de brandy y se la echó a los ojos. El ciego, recogió su bastón y salió. Cuando llegó a la puerta, volvió sobre sus pasos. Es de muy buena calidad, le dijo; tanto como las balas de mi revólver. Disparó a quemarropa. Con el bastón tanteó el cuerpo y sintió que ya estaba muerto. A tientas buscó la botella, bebió varios tragos y luego vació lo que quedaba sobre el cuerpo. Encendió una cerilla y prendió fuego varios libros. Cuando sintió el calor, se fue. Tenía la garganta áspera y caliente, casi como si hubiesen salido balas de su boca.

Un buen trabajo

Asesinar a un familiar es más fácil que matar a un desconocido. Uno conoce perfectamente sus costumbres, los puntos débiles, sus luces y sus sombras. Pero también resulta más difícil no quedar pegado, encontrar una coartada o terminar siendo el principal sospechoso. De todas maneras, estaba decidido. Mataría a mamá y cobraría la herencia. ¿Cuál era el punto débil de mi madre? Hice una larga lista de puntos débiles. Los ordenaba de mayor a menor de acuerdo a su importancia. En el momento que tomé conciencia que era yo el mayor punto débil de mi madre, decidí abandonar el matricidio y buscarme un buen trabajo.

Salidera bancaria

Trabajé muchos años con Jonny. Identificaba aquellos jubilados que sacaban sus ahorros o sus plazos fijos y Jonny los atracaba a la salida. El trabajo era simple. Identificar a la víctima y luego ponerle, sin que se diera cuenta, un hilo blanco sobre el hombro. Si la persona iba vestida de blanco, un hilo rojo. Luego había que enviar un breve mensaje al celular diciendo: “sale uno” y listo, Jonny sabía lo que tenía que hacer. Al principio ganaba un veinte por ciento pero luego Jonny fue bajando mi participación hasta llegar a un cinco. Varias veces intenté convencerlo de que era muy poco pero Jonny me amenazó de muerte. ¿Cómo podía yo, un miserable empleado de banco, sacarme a Jonny de encima?

Le conté todo al comisario. Pasó por la caja como si fuera a retirar dinero y yo coloqué disimuladamente un hilo blanco sobre su hombro como habíamos acordado. “Sale uno” envié por el celular. No volví a ver a Jonny.

¿Quién mató a Malena?

Me pedían que dijera quién había matado a Malena pero yo, no sabía quién la había matado. El asesinato había sido tan cruento que los hombres que me torturaban se habían ensañado conmigo. No entendían razones. Buscaban un nombre. Yo no tenía ese nombre. Mentí muchas veces pero ellos constataban mis mentiras y volvían a la carga.

Yo estuve cuando mataron a Malena, es cierto, pero no pude ver con claridad quién había sido. Ellos estaban convencidos de que yo lo sabía y continuaron con su arte de dolor. Llegó un momento que el sufrimiento fue tan grande que preferí morir. No tenía ningún nombre, no sabía en absoluto quién había matado a Malena pero no daba más. Así que hice señas para hablar y pararon. Cuando se detuvieron y me sacaron el pañuelo de la boca grité con toda mi fuerza: fui yo, fui yo el que mató a esa pobre chica.

El soplón

No hay nada mejor que un periodista para hacer de soplón. Identifiqué al que necesitaba y lo apreté. ¿Y qué obtengo yo a cambio?, me dijo. Nada, le respondí. ¿Entonces para qué aceptaría yo ese trabajo miserable? Cuando lo agarré del cuello y le puse la 45 entre las bolas, dijo que lo iba a pensar. Y lo pensó. Vaya si lo pensó. Al otro día me llamaron del comité de ética de la policía porque habían recibido una denuncia. Esa misma noche me escracharon en el noticiero y al día siguiente me derivaron a trabajos administrativos en la central. No me había equivocado en la elección del sujeto sino en el modo. Una vez por semana el periodista pasaba disimuladamente por la central a ver al jefe. Salía siempre con un abultado sobre de color marrón. Yo llenaba planillas interminables y cuando no me veían, jugaba al solitario en la computadora o miraba mujeres desnudas por internet.

Secreto profesional

Era la mejor y yo estaba pasando por un momento de angustia insoportable. Los sicarios también necesitamos hacer terapia. El trato fue distante pero correcto. Más allá de mis aflicciones me considero un hombre práctico y supe en poco tiempo recobrar mi serenidad acostumbrada. En la última sesión, le manifesté que me angustiaba saber que disponía de muchísima y variada información que podía resultar peligrosa para mí. Ella me habló –siempre distante y correcta- acerca del secreto profesional y la ética médica. Era, verdaderamente, la mejor. Yo también soy el mejor, en lo mío. Disparé y me fui.

Delator

Jamás me remordió la conciencia el hecho de vender a mis amigos. La cuestión es muy simple. No tengo amigos. El trabajo consiste en que ellos me crean el amigo más leal.

Hay otra parte del trabajo que resulta fundamental. Delatar sin que sepan que fui yo quien dio la información.

Hace un mes, un conocido soplón de la policía, borracho y eficaz, me gritó en la calle que yo era un miserable. Con mi acostumbrada bonhomía, me acerqué y le pregunté por qué era un miserable. Vos no sos un delator, sos un cobarde, me dijo. Los soplones sabemos hacer nuestro trabajo pero estamos orgullosos de ser lo que somos. Nos encanta ser reconocidos como tales por todas esas mierdas. Dio media vuelta y se fue.

Ahora que sé que no soy un delator. Ahora que la palabra miserable golpea mi conciencia siento remordimiento y pena. Me siento vacío y sin sentido.

Crudo invierno

Durante todo el invierno hubo un muchacho pobre durmiendo a la entrada del edificio. Al principio la gente se quejaba pero claro cuando vinieron los días más fríos, no solo llegó la nieve sino también la compasión. La vieja del quinto bajó con una taza de caldo bien caliente; el muchacho del tercero le regalo una campera vieja pero abrigada; la doctora del sexto cada vez que venía de la panadería le dejaba alguna medialuna. El muchacho era tan amable que todos terminaron por integrarlo un poco a sus vidas, eso sí, guardando siempre los límites necesarios que marcaba la reja del edificio.

Una mañana amaneció muerto. La del segundo llamó a la policía. Estas cosas pasan, dijo el oficial de turno levantando los hombros. El muchacho tenía un tiro en la cabeza. La gente del edificio quedó muy afectada y todos comentaban lo sucedido. Yo preferí guardar un profundo silencio. Yo siempre sospeché que no pidiera plata. Sospeché de su angelical bonhomía ante las inclemencias de la noche. Sospeché mucho más cuando salí al balcón del primer piso a fumar y lo vi hablar a escondidas por celular.

Llamé a mis guardaespaldas para que averiguaran un poco y caímos en lo cierto. El hombre apostado allí estaba para vigilar todos mis movimientos. Ahora tengo su celular entre mis manos. Aguardo la llamada que seguramente vendrá. Hace frío pero ha dejado de nevar.

Usar el revólver

Usarlo no era un problema. El ruido, era un problema y no había que despertar sospechas. Más nervioso me ponía, más apretaba la culata del revólver. El bar estaba bastante colmado de turistas y mi objetivo tomaba su gin-tonic con la parsimonia de un vacacionista. Pensé en arrojar el vaso de whisky a la ventana y disparar cuando los vidrios estallasen pero claro, ¿cómo iba a hacer semejante maniobra sin evitar ser visto? Decidí ir al grano. Me acerqué a la víctima y puse el revólver en la mesa, bien a la vista. Con esto pienso matarte, le dije. Al principio se asustó pero luego acabó sonriendo. Decidí contarle la verdad. Le dije que trabajaba como matón. Volvió a sonreír y le invité una copa. Después, le conté varias historias de esas que contamos la gente pesada de la calle. Tuvo la deferencia de invitar él la copa siguiente. Y así seguimos. Salimos del bar, abrazados y borrachos. Cuando llegamos al callejón, saqué el revólver y disparé toda la carga. La verdad es a veces el mejor de los caminos.

Lápiz de labio

Después de una acalorada noche de sexo, el rufián se levantó y encontró que su chica se había marchado y en el espejo del baño había escrito con rouge: “cagate, tengo sida”.

Una semana tardó en encontrarla. La redujo y mientras ella gemía maniatada, extrajo de la cartera el lápiz labial. Lo abrió y escribió en el espejo de la habitación: “yo también”. Luego se acercó dulcemente a ella, le clavó el lápiz de labio en un ojo, le dio un beso en la frente y se marchó.

 

Leandro Calle

(Zárate, 1969) Poeta y traductor. Reside en Córdoba. Docente universitario.

Sus últimos libros de poesía son: entonces (Alción Editora, 2010). Blasfemo (Alción Editora, 2013), animalia urbana (Dínamo poético, 2014), elijo (Alción Editora, 2017), país (Alción Editora, 2018) y Nadar en las aguas de piscis (Colección Alfabeto del mundo, Ecuador-Venezuela, 2022).

En 2020, la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), publicó una antología que reúne veinte años de poesía: Algo que arde. Antología poética 1999-2020.

Passer et autres poèmes, L’Éclat éditions, poésie/poche, Prefacio de Patricia Farazzi e Introducción de Yves Roullière. París, 2022.

En narrativa publicó El punto débil (novela) colección Marea Negra, Ediciones Ilíada, Berlín, 2022.

Como traductor ha traducido a Guy de Maupassant, y a los poetas marroquíes Abdellatif Laâbi, Siham Bouhlal y Miloud Gharrafi. También a los poetas francófonos Anissa Mohammedi de Argelia, Véronique Tadjo de Costa de Marfil y Gabriel Okoundji del Congo (Brazaville)

Dirige para Alción Editora la Biblioteca de autores y temas marroquíes y para Eduvim la colección Marula de poesía africana.

Desde 2012 es columnista cultural del diario Hoy Día Córdoba.

Conocido mayormente como poeta y traductor, Leandro Calle tiene una sólida veta de narrador que está a la altura del resto de su obra. Esta serie de microficciones de corte policial son un ejemplo perfecto de cómo los años de trabajo con la poesía pueden retroalimentar a sus historias con una prosa precisa y contundente.

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