Hodie mihi cras tibi

Por Constanza Soledad Osuna

Hodie mihi cras tibi

Emilia estaba sentada en un taburete de frente al peinador observando el reflejo que le devolvía el espejo. Los ojos cristalinos y el cuerpo, de proporciones áureas, le habían concedido el mejor destino que una inmigrante huérfana podía esperar. Sobre el mármol del peinador se agrupaban perfumeros, frascos y estuches de plata con polvos y cremas.

Emilia tomó una botella tallada en ágata y adornada con oro y zafiros. Le sacó la tapa y dejó caer unas gotas sobre su cuello y escote; aspiró el aroma de las notas almizcladas y acarició su piel esparciendo el perfume oleoso. Cuando estaba a punto de finalizar el ritual, la polaca entró en la habitación. Era alta y sus gestos le daban un aire de solemnidad. Estaba convencida del carácter loable de sus acciones; “les hacemos falta”, le había escuchado decir desde que era muy chica.

—Hoy te vino a ver el señor Anchorena. —le dijo mientras le hacía un guiño—. Es un hombre importante —la polaca le echó una mirada mientras jugueteaba con un abanico entre las manos —gracias a hombres como él es que nuestra casa recibe un trato distinto al que reciben otras casas, con las que no son tan tolerantes. Atiéndelo bien.

Aunque la mayoría de las pupilas se encontraban en el salón, ella prefería esperar a sus clientes en la habitación. Emilia se puso de pie: el corsé negro que llevaba puesto realzaba los pechos y ajustaba la cintura. Fue hacia la cama coronada con un lujoso dosel y se recostó sobre una copiosa pila de almohadones, resbalando con suavidad. Se acomodó las bragas de seda que cubrían los muslos y estiró la puntilla de guipure que se derramaba sobre sus piernas. Posó los ojos en la puerta hasta que se abrió, dándole paso a la figura de un hombre esbelto, de pelo negro acerado y mirada profunda. El caballero se quedó un instante sin decir palabra: estaba enfundado en un traje costoso y poseía un porte colmado de arrogancia. La lujuria fue matizando sus gestos hasta que se decidió a hablar:

—Así que usted es Emilia… Yo soy Manuel.

Emilia lo seguía con la mirada mientras él se acercaba. Parado junto a la cama y sin perder tiempo, comenzó a sacarse la ropa.

—Podemos empezar por aquí —le dijo, mientras que, con la mano detrás del blanquísimo cuello de Emilia, la atraía hacia su entrepierna. Recostándose, ella prosiguió con la tarea. Después de permanecer así por lo que le pareció un largo rato, el señor Anchorena tomó a Emilia entre los brazos y la acomodó de espaldas. Emilia cerró los ojos y soltó un leve quejido; el señor Anchorena presionaba con fuerza sobre sus muslos buscando sodomizarla. Ella era una puta: estas cosas no la asustaban. En medio del sopor en el que se encontraba, ese nombre reverberaba en su interior.

***

El aroma de una parra cargada de uvas y algunos rayos de sol colándose entre las hojas, revoloteando y formando arabescos sobre su torso desnudo. Ella, abstraída, se dedicaba a investigar con minuciosidad el cuerpo de Lucio, otro niño del inquilinato. La sensación de los dedos sobre esa piel le causaba una profunda sensación de placer y satisfacción. Cada acto en la infancia es una pequeña inauguración. Lo inamovible, en todos los casos, es la permanencia del recuerdo hecho carne. Este fue el momento en el que la tía María la descubrió. Podía escuchar sus gritos como si se los estuviera dando en ese mismo momento.

“¡Dio porco!, ¡figlia del diavolo! ¿Ma che cosa stai facendo?, ¿sei una puttana?”. La había tomado del brazo y, después de darle una cachetada, la llevó a rastras y la encerró en un baño hediondo en donde depositaban sus desperdicios las casi cien almas que habitaban en aquel tugurio infecto.

***

Anchorena jadeaba y sus manos apretaban las caderas de Emilia mientras la embestía con fuerza. Ella continuaba con sus cavilaciones sin prestar atención a lo que él hacía. Cuando Emilia volvió en sí y abrió los ojos, Anchorena ya se encontraba nuevamente de pie junto a la cama, alistándose para dejar la habitación.

—Eres deliciosa —le dijo, mirándola de reojo al tiempo que se prendía los últimos botones de la chaqueta. Sacó un reloj y revisó la hora—. Estoy llegando tarde a una cena, nos vemos pronto.

Emilia se mantuvo pensativa unos segundos, se cubrió el cuerpo con una bata de noche y bajó las escaleras con un nudo en la garganta.

Nadie reparó en ella cuando cruzó el salón y se asomó por la puerta del zaguán. Desde ahí todavía podía distinguir la figura de Anchorena saliendo a la calle. Su chofer lo esperaba en la puerta.

Emilia volvió lentamente sobre sus pasos. Los pies descalzos acariciaban el espeso tapiz que cubría el salón. El ambiente velado, iluminado por pequeñas bujías que simulaban pabilos, proyectaba en las paredes contornos babilónicos. La melodía de un gran piano inundaba todo el lugar. Emilia avanzaba con la mirada perdida, escuchando rumores; caballeros que hablaban muy enfrascados, cada uno con una pupila sentada en las rodillas. Entre los hombres sentados en las mesas, Emilia reconoció al doctor Cáceres. Era el médico que llevaba a cabo los controles sanitarios en la casa y que, siendo un habitué del lugar, defendía de forma enérgica lo bondadoso que resultaba para la salud este tipo de tratamientos.

El resto de la noche, Emilia no atendió más clientes. No durmió. Los pensamientos se entremezclaban como los reflejos de un caleidoscopio.

***

Emilia lloraba a los gritos mientras sus puños comenzaban a sangrar de tanto golpear la puertucha del baño. Ese día extrañó a sus padres y deseó que estuvieran vivos. Esa noche fue la última noche que pasó en el conventillo. Una hermosa mansión decadente, una fétida pocilga que albergaba los restos de humanidad de quienes se refugiaban en ella. Amontonados en una pequeña mesa, se repartían los platos de tallarines preparados con aceite y ajo. Los tíos de Emilia discutían por dinero. El olor dentro del cuarto se componía del hedor de vómito de bebé, mugre y comida recién hecha. Una fotografía en la pared le recordaba a sus padres durante una cosecha en Italia. Su tía había dicho que el dinero no alcanzaba y Emilia era una boca más para alimentar. Además, tenía conductas desagradables. Eso fue todo: así comenzó su vida junto a la polaca.

***

Emilia soportó con inquietud los días que siguieron al primer encuentro con Anchorena: lo esperaba de regreso. La polaca le confirmó lo mucho que ella le había gustado. El segundo encuentro fue un lunes. Mientras se desvestía, Anchorena le decía que había sido muy agotador comenzar la semana después de todas las obligaciones sociales con las que había tenido que cumplir durante sus días de descanso. Emilia le ofreció licor para que se relajara, cosa a la que Manuel Anchorena no se negó.

—Anchorena —dijo Emilia—, creo que alguna vez oí hablar de su familia. ¿Eran ustedes propietarios de una residencia de inmigrantes en San Telmo?

—Está usted muy bien informada, señorita. Esa casa pertenecía a mis padres —le dio un sorbo al licor y se acomodó con placidez en un sillón Luis XVI tapizado en pana escarlata que formaba parte del mobiliario de la habitación—. Mi familia cuenta con toda clase de negocios —continuó—. Tenemos más de cien años de tradición en este país.

—Supongo que tener dinero y poder durante casi cien años ayuda a cualquiera a labrarse un nombre respetable. Podría imaginarme a costa de qué habrán mantenido las cosas de ese modo, pero es solo mi imaginación: de seguro que usted lo sabe mejor que yo —cuando Emilia terminó de pronunciar esas palabras, el rostro de Anchorena había virado a un tono violáceo, y lamentablemente no tuvo tiempo de acotar ningún comentario. El veneno era eficaz: lo mantenía paralizado. Ella observaba su expresión: hasta en esa condición era realmente bello. Sería hermoso cuando dejara de respirar. El cuerpo de Manuel Anchorena se sacudió de forma espasmódica hasta que, finalmente, el movimiento se detuvo y dejó de respirar.

Emilia procedió a terminar de desnudarlo, ya que él se había distraído con la charla y aún tenía la ropa interior puesta. Lo acomodó a su gusto y luego se montó encima de él como si fuese una amazona. Cuando ya estaba en posición, comenzó a gritar y a gemir con desesperación: su impresión debía parecer auténtica. Estaba tranquila, no era la primera vez que algún caballero iba a terminar sus días de esa manera.

Después de un rato, escuchó los primeros pasos en el corredor. Eran la Polaca y varías pupilas que entraban en la habitación. Emilia las miró y, con un gesto de sus dedos, pidió que hicieran silencio. Algunas ahogaron sus gritos mientras otras reían con disimulo.

—Se te murió —alcanzó a decir la Polaca.

***

El hecho de que hubiera estado el doctor les facilitó las cosas. El jefe de policía no demoró en llegar. Para cuando esto sucedió, ya no quedaba ni un solo cliente.

A Emilia no le hicieron demasiadas preguntas: era vergonzoso que un hombre de bien muriese en estas condiciones. La pequeña botella repleta del líquido ambarado reposaba inocentemente al lado de los demás perfumeros. «Hoy tu destino, mañana el mío».

***

Cuando la noticia fue publicada, en los titulares se habló de muerte por causas naturales: nadie hacía demasiadas preguntas si alguien de la alta sociedad moría en un burdel. Los miembros más ilustres de la sociedad porteña fueron sus deudos. La misma noche en la que se continuaban celebrando las exequias, Emilia se preparaba para recibir a un cliente. Aunque esa noche la mayoría de los clientes guardaban un mesurado luto, uno de ellos había decidido que era un buen momento para festejar, y tenía mucho interés en que Emilia celebrara con él. Era un diputado a quien el infortunado deceso lo había beneficiado dentro del partido, y por esa y otras razones, no guardaba ningún luto. Aunque ella se había prometido vestir un riguroso negro, eso no le impedía recibir a ese caballero. Los espesos cortinajes de brocado remataban las grandes ventanas de vidrios repartidos. Allí siempre era de noche, y las notas orientales impregnaban el ambiente que se tornaba, por momentos, lúgubre y pernicioso. Esa noche, en el salón, sonaba el piano, y un joven con voz de tenor cantaba una antigua polka que narraba las añoranzas por el terruño que lo había visto nacer.

 

Constanza Soledad Osuna

(Córdoba, 1984) Docente, estudiante de Ciencias de la Educación en la Facultad de filosofía y humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Publicó distintos cuentos en las revistas Salvaje Sur, Gualicho y Revista Clarice.

Si tuviera que pensar en una pequeña biblioteca elemental, allí estarían los cuentos fantásticos de Silvina Ocampo y Leonora Carrington. Las novelas de Amélie Nothomb y los cuentos de Ángela Carter. Los clásicos de Poe, Lovecraft y Stevenson. Habría mucha literatura Gótica y mucha literatura de acá.

En el presente relato, ambientado –con elegante estilo de época– en un burdel porteño de los albores del siglo XX, Osuna narra un sutil ajuste de cuentas entre dos destinos atravesados entre sí por la desigualdad de clase, el machismo, las redes de prostitución y la vulnerabilidad de los inmigrantes pobres.

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