La destrucción de Caperucita Roja

Por Matías Bragagnolo

La destrucción de Caperucita Roja

Sabía lo que necesitabas. Te conocía mejor de lo que vos mismo te conocías. Gracias a tu mujer, mi clienta.

Ella sospechaba que estabas a punto de abusar de su hijita. Te habías olvidado de borrar el historial de tu computadora esa tarde. Pero la muy imbécil se negaba a asumir quién eras vos realmente. Quería más pruebas, porque no había podido encontrar nada en el disco rígido. Se había enamorado de vos porque llevaba años criando a su hija sola, pero eso era todo: apenas lograbas que se te parara con ella, y aún así eras mejor que nada. No tomabas, no te drogabas, no fumabas. No te interesaba el deporte. Y lo mejor: tenías un trabajo decente. Era mejor que nada. No iba a perderte, no se iba a dar por vencida así nomás.

Ella tenía una cuenta donde ahorraba para la universidad de tu hijastra. Todo lo que ganaba iba a parar ahí sin tu conocimiento, porque te hacías cargo del resto de los gastos de eso que ella llamaba “familia”. Era más de un año de ahorros. Y estaba dispuesta a dármelo todo a mí si la sacaba de su duda.

Había suficiente efectivo en juego como para que pudiera contratar un buen hacker que me diera servidas en bandeja unas cuantas impresiones incriminatorias de tus actividades on-line y un DVD con videos que habías comprado, con todas esas filmaciones furtivas, lúgubres, de apenas algunos minutos. Cuando le mostré todo, pasó lo que tenía que pasar: lloró y se fue dejándome el material recabado.

Fue fácil contactarte. En las impresiones que mi hacker había conseguido estaba tu nueva obsesión: no querías tocar a tu entenada porque era muy riesgoso y habías estado visitando todos los pocos sitios que ofrecían el producto que necesitabas. Cabía en una valija de mano, porque las hacían de dos a once años de edad. Y vos las preferías recién destetadas.

Las fabricaban en Hong Kong. Con cabello humano. Con la misma piel de silicona utilizada para efectos especiales de cine. Esqueleto articulado de PVC con coyunturas flexibles. Peso real, eso sí. Variedad de posiciones.

Y eso no era nada. Inteligencia artificial. Memoria almacenada en una tarjeta digital ubicada en su cabeza. Programable desde una aplicación en tu teléfono celular. Repetía oraciones tipeadas. Sonreía, lloraba, gritaba. Interfases sensitivas en todo el cuerpo con respuesta a la interacción física. Recargable con transformador.

Y como cabía en una maleta podías tenerla en tu trabajo en la escuela Juan Pablo Duarte, donde cumplías, sin que nadie te molestara, el horario nocturno de seguridad para todo el edificio.

Pero había un problema. Un detalle no menor. Su fabricación. Su importación. Su distribución. Prohibidas por la ley en todo el estado de New York.

Y ahí entré yo en tu vida. Cuando mi nuevo cliente llegó. Acá en Morris Heights no abunda el trabajo para los detectives últimamente. Y cuando entra un magnate en una oficina decrépita como esta, ofreciendo semejante suma de billetes por “La destrucción de Caperucita Roja”, una snuff infantil única en su especie, no es una idea muy inteligente negarse, sobre todo cuando podés tener en la palma de tu mano a un intermediario como vos.

No pudiste rechazar mi oferta. Las copias de tu informe habían sido certificadas por un notario amigo, hacían plena fe de tus delitos. Y, para el caso de que no le tuvieras miedo a la cárcel o prefirieras convertirte en un prófugo, tenía para vos la promesa de un trueque. La pedo-snuff a cambio de uno de esos androides infantiles.

Se te iluminaron los ojitos cuando, sentando ante mi escritorio, completé la extorsión con la carnada mecánica. Pero después rogaste, suplicaste de rodillas, incluso lloraste un poco. Tanto que te amenacé con meterte mi revólver en el culo. Decías que nadie había visto esa película, que todo era una leyenda, pero a eso yo ya lo sabía. Y no estaba dispuesto a ensuciarme las manos haciéndome pasar por pedófilo en el mercado. Me pediste dos semanas, yo te di una, porque, descontando el adelanto que me iba a gastar en tu robotita, mis honorarios a cargo del magnate caían a razón de cien dólares por cada día que pasara.

Ese mismo fin de semana llamaste diciendo que para el amanecer del día siguiente ibas a tener la película.

Llegaste puntual, y te obligué a mirarla conmigo, porque no iba a dejarte ir con el androide sin verificar que el material que me traías fuera el auténtico.

Una nena rubia con una caperuza color rojo caminaba por la calle de la mano de una anciana a quien sin duda conocía. La cámara las seguía a una distancia de no más de varios pasos. Se habían tomado el trabajo de borronear digitalmente los carteles, pero pude identificar que caminaban por las cercanías de la estación del metro Avenida Burnside, por la avenida Jerome.

La toma se cortaba cuando doblaban una esquina y llegaban a la puerta de un edificio de departamentos. Habían pasado más de diez minutos de puro aburrimiento, y empecé a sospechar. Mi cliente quería la película porque su duración la convertía en el Santo Grial de la pornografía infantil snuff, pero si de una película de tres cuartos de hora se trataba, que tuviera más de diez minutos de introducción sin sexo no resultaba demasiado serio.

La niña se desmayaba después de merendar, y entonces entraban en escena tanto la vieja como otra mujer un poco más joven, las dos con antifaces. Las mujeres se encargaban de desnudar a la menor, la metían en una bañadera y ahí empezaba el despilfarro de perversión, a cargo de un tipo corpulento de no más de cuarenta años totalmente desnudo, a excepción de una máscara de cuero sadomaso, como era de esperarse.

Lo que también era de esperarse era que el de la máscara fueras vos. Sobre todo porque estaba más que claro que la niña era la hija de tu mujer.

No tenías por qué saber que era gracias a que tu mujer había sido mi clienta que yo sabía todos tus secretos. Ni que ella me había mostrado en la primera entrevista una foto de la menor, además de una tuya. Claro estaba, ella era la más joven de las dos actrices de reparto. Se ve que había terminado por aceptar tus inclinaciones sexuales. ¿La otra era tu suegra?

Te di el beneficio de la duda y te obligué a desnudarte a punta de pistola para ver si tenías la misma cicatriz del actor en el pubis. Te habías creído muy creativo, pero mi cliente quería “La destrucción de Caperucita Roja” y eso que me traías era una falsificación casera.

Te saqué desnudo al pasillo y no he vuelto a saber de vos.

Al magnate le devolví todo el adelanto y me quedé con la significativa diferencia que hice vendiéndole el robot a uno de los imbéciles con los que vos te relacionabas en esas redes obsoletas de intercambio de material de usuario a usuario.

Ahora supongo que puedo relajarme y esperar por varios días o semanas que vuelva a entrar un cliente en mi oficina. Dinero no me falta.

Es algo así como un final feliz, ¿no te parece?

 

Matías Bragagnolo

(La Plata, Argentina, 1980) Publicó las novelas PETITE MORT (2014-Argentina/2015-España; finalista de los concursos “Laura Palmer no ha muerto” y “Extremo Negro – BAN!”), El brujo (2015), La balada de Constanza y Valentino (2018), El destino de las cosas últimas (2018), Dormiré cuando esté muerto (2021) y Cloacina (2022). Dictó en Espacio Enjambre el seminario sobre la técnica literaria del cut-up. Colaboró con la columna “Literatura sin límites” para el programa de radio “El sonido y la furia”. Escribe ensayos sobre música, literatura y cine para el diario Perfil y la revista Metacultura.

En el presente relato, Matías Bragagnolo retoma el truculento origen del cuento de Caperucita y lo adapta a una trama policial turbia en extremo. Como hizo Angela Carter en los ’70 al actualizar y recrear los clásicos y Andrew Vachss en los ’80 al combinar el policial con la trata de menores, Bragagnolo eleva la vara y reinventa el género para desafiar al lector promedio.

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