La navidad expandida

Por Claudio Rojo Cesca

La navidad expandida

El tema del cuento es el fuego

Francisco muerde el cabo del lápiz y lo piensa por un momento. Anota la idea en la primera hoja del cuaderno espiral. El sonido de la carbonilla sobre el papel lo relaja. 

El tema es el fuego, escribe. Visualiza un gran incendio. Largas llamas chupándole materia a los árboles de un bosque monumental. Los animales huyen del hongo de humo. Una lagartija trepada a una rama alta, muy alta, mira avanzar el girón de fuego hacia sus patas.

¿Qué saben los animales sobre la muerte? ¿Tienen idea de lo que el fuego puede hacerles?  

En alguna parte del planeta, piensa Francisco, ahora mismo, seguramente esté ocurriendo un gran incendio. A muy poca gente le interesan los incendios reales. Sólo las catástrofes cercanas, las catástrofes íntimas, convocan la atención. 

El flujo de imágenes se detiene. Francisco oye el ruido húmedo de su estómago pidiéndole comida. 

Dame, dame, dame, parece decir el estómago con su trueno flácido y mojado. Pone su mano en la panza y la deja estar ahí, a la espera de una vibración inusual. 

Los sonidos de su cuerpo lo ponen incómodo solamente si hay una persona cerca. Alguien que escuche la música de sus vísceras como la escucha él. Alguien que se dé cuenta: aquí hay un cuerpo, con sus horrores, sus sonidos, sus pestilencias.

Cuando Ana no está en casa, los  músculos de Francisco parecen otros. Se convierte en un flan humano. Nada de meter panza o caminar con la postura recta. Un escalón involutivo en la curva doméstica de adaptación. Si Ana no viviera con él quizá ya hubiera muerto electrocutado o comería todo el día sin parar.

Francisco se levanta y camina hasta la heladera. Abre la puerta y la luz anarajada le colorea los ojos. 

Jamás podría iniciarse, piensa. Un incendio dentro de la heladera. No tendría sentido. Faltaría aire. Frío versus fuego, una batalla que imagina desde los siete años. Un hombre de hielo contra un hombre antorcha.

Mejor si gana el frío, dice una voz dentro de él. El frío, el invierno, la nieve. El mundo cubierto por una helada capa de blanco. De ambos lados del Ecuador, todas las especies animales extintas. Los perros, el pájaro cantor del vecino, altos, musculosos canguros de Australia, gatos callejeros sin un ojo, iguanas de verde encendido en las reservas ecológicas, dragones de Komodo. 

Pero el tema de su cuento es el fuego, se reprocha Francisco. No los animales, no la muerte. Dentro de la heladera hay jamón y queso para preparar por lo menos tres sánguches de pan lactal. Lo que no tiene es pan lactal. Tampoco, aunque su estómago lo exprese, tiene demasiada hambre. 

Mejor dicho, hambre tiene, lo que no tiene es ganas de comer. 

Vuelve al escritorio, donde el cuaderno espiral retiene una sola frase tendida sobre el renglón. 

Francisco ignora toda la información relevante acerca de la ciencia del fuego. No sabe qué es la oxidación acelerada, el nitrógeno, jamás en su vida leyó (mucho menos intentó pronunciar) el nombre de Lavosier. Si tuviera que preparar un asado, acabaría con las manos y la cara manchadas con carbón, el pelo olor a humo y la carne cruda en una bandeja de acero inoxidable. Así de inútil es, así de ignorante. ¿Un escritor ignorante intentando qué? ¿no parecerlo? 

Pero hay cosas sobre el fuego que sí sabe. Cosas que muy pocos saben y él puede contar. 

Sabe que su madre, a los diecisiete años, incendió la finca familiar aprovechando que todos dormían. No pudo explicarlo: se levantó en medio de la madrugada a tomar un vaso de agua y lo próximo que vio es un serpenteo de llamas agitándose por encima del techo.

Al volver en sí, notó que en una mano tenía un encendedor de benzina. En la otra, una botellita de alcohol etílico. Las rodillas le temblaban de excitación. 

Supo esa historia por boca de su propia madre, el día que Francisco cumplió los doce años. 

Será un secreto de los dos, dijo. Se sintió como recibir un regalo de cumpleaños. 

Cuando era adolescente, Francisco volvió a escuchar la misma historia, esta vez contada por su padre, que no se privó de añadir algunos detalles escabrosos, entre ellos, la cantidad de animales que la familia no rescató de la casa cuando el incendio se expandió por todos los ambientes. Un gatito que era sordo y se llamaba Tolosa. También un canario. 

Francisco se detuvo un momento y escribió, justo debajo de la primera frase, preguntar al papi el nombre del canario. La necesidad de nombrar al pájaro le resultó abrumadora. Un ave sin nombre es un animal salvaje, igual a todas las demás aves que sobrevuelan el horizonte un día cualquiera. ¿Cómo llorar algo que jamás fue nombrado? Tragedias así no sirven para nada ni emocionan a nadie.

Por otro lado, si el tema del cuento es el fuego, tarde o temprano tiene que haber fuego. Un fuego de verdad, no soñado, no contado por un personaje. Al lector le gusta que algo ocurra. Lo demás sería traición. Traición al lector. Decirle que vas a contarle algo y luego lo único que hay es una persona hablando y hablando. 

Fue Ana quien le dijo a Francisco que era un pésimo lector. Y además, que escribía como ese pésimo lector que era. Alguien que se disfraza de una persona que escribe. Se lo dijo la primera noche que hablaron, en una fiesta de la faculta de letras. Francisco odiaba las fiestas pero esa vez hizo una excepción y fue. Necesitaba ver gente moviéndose.  

La gente en movimiento produce calor. Calor y fuego, piensa. Calor y fuego tienen mucho que ver entre sí. 

¿Era verdad la historia de su madre y el incendio de la finca? Ocurrió cuando ella era una persona totalmente distinta. No hay fotos suyas a esa edad, pero Francisco se la imagina con el pelo corto tapando los bordes de las orejas. Ojos grandes, muy abiertos, ropa gris, parca, una mueca en los labios a medio camino entre una sonrisa y un gesto de dolor. 

Cuando el papi contó la historia, añadió: tu madre es una mujer peligrosa. En ese entonces era muy joven. Y nadie se enteró que fue ella la que inició el incendio

Lo único que importa es que ella está lejos de nosotros ahora, dijo el papi. 

Lejos significaba muerta en vida. Invisible, imposible de contactar. Nadie tenía noticias de ella desde el día en que se ausentó de la casa. 

Un día el papi le leyó un artículo sobre combustión espontánea. La persona, de lo bien que está, se prende fuego. No hay casos registrados, sino historias que la gente cuenta. Una chica en Barcelona, sentada en un banco de la plaza, de pronto empezó a echar humo por la piel. Un anciano de noventa y seis años en Baltimore se encendió en el baño, delante de su enfermera. El fuego empezó por los ojos, decía la enfermera. La gelatina blanca empezó a burbujear, luego hubo un chispazo, la cara comenzó a hundirse en las grietas del cráneo.

Combustión espontánea, repitió el papi en voz baja luego de leer la el artículo. 

Si el tema del cuento es el fuego, puede sumar el dato de la combustión. El tema también es, ahora se da cuenta, su madre. El miedo que su padre le tiene, el terror a que regrese, alguna vez, que se presente en la casa y toque el timbre. 

A veces, cuando le habla de ella, se le escapa un recuerdo feliz. Por ejemplo, la vez que decoraron toda la casa con adornos de navidad y dejaron al árbol de plástico completamente desnudo. Le llamaron “la navidad expandida”. Por qué dejar que una sola pieza retenga los nutrientes de la fantasía navideña. Ese era el razonamiento de su madre. 

Francisco también, igual que ella, tiene ideas que van y vienen como agitadas por un ventarrón de tormenta.

Ahora tiene la idea de escribir, en la hoja del cuaderno espiral, la historia del incendio que provocó su madre a los diecisiete años. La escribirá tal como se la contó. Incluirá la información del gato llamado Tolosa. También estará el canario. Le pondrá un nombre provisorio que revisará más tarde. Pichón. Agregará un dato dramático: en la casa también había una anciana que no pudo escapar. La mujer no llegó a quemarse. Murió ahogada por el humo. El incendio crecerá hasta tomar las fincas de al lado. Todo el complejo será una luz inmensa que una foto satelital captará desde el espacio. Su madre no tendrá diecisiete años, sino doce. Será un acto de venganza. Las razones nunca serán reveladas. Una historia así, tan sencilla, tiene que intentar un registro poético muy profundo. Usará frases como “de sus dedos brotó primero la sombra de un recuerdo”. Frases cortas, mucho ritmo. La escritura no dará tiempo a que el lector se aburra y manoteé su celular. Cuando Ana lea el cuento, por fin verá en él al escritor y no al lector disfrazado. Francisco empezará a escribir apenas apague el fuego que crece bajo sus uñas. Un fuego que avanza rápidamente conducido por el mapa de sus venas y que enciende su cuerpo como un árbol de navidad.

 

Claudio Rojo Cesca

(Santiago del Estero, 1984)

Publicó los poemarios Fotos de mi chonga desnuda dentro de una nave espacial (Larvas Marcianas, 2015), Horas que pasé dentro del frasco antes de la mutación (Minibús, 2016) y Sombra Kamikaze (2018); y los libros de relatos Viñetas del insomnio no resuelto (Ministerio de Cultura de la Nación, Colección es futuro, 2015) y El montaje obsceno (Nudista, 2018). En 2015 co-fundó la editorial Larvas Marcianas. Actualmente forma parte de Chernobyl Ediciones y lleva adelante el sello editorial El Dedo de Pumpido. 

Autor que ostenta un afilado sentido del humor negro, Claudio Rojo Cesca se mueve con igual soltura en el terreno del relato breve como la poesía. En La navidad expandida, el protagonista intenta escribir un relato sobre su madre pirómana, sin darse cuenta de que a veces la fantasía se puede filtrar a la realidad con la discreción del musgo.

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