La última noche de Dios

Por Horacio Convertini

La última noche de Dios

Lo cierto es que pelearon con fervor, parapetados por el hierro y la noche.

El proveedor de iniquidades, Monk Eastman

Jorge Luis Borges

Los que habían ido a matarlo estaban encogidos por el miedo. Philly Billy se arrancaba costras de caspa del cuero cabelludo y las pulverizaba frotándolas entre los dedos temblorosos. Crazy Deacon fumaba con la nuca apoyada contra el tabique del reservado, un gesto de melancolía que nadie le había visto jamás. Jerry Bohan miraba alternativamente la puerta y su reloj de bolsillo como buscando el error. Los tres habían olvidado la botella de whisky a medio tomar. Era Navidad y el Bluebird estaba más oscuro y áspero que nunca.

La orden la había dado Rothstein. No de manera directa, porque era inalcanzable, sino a través de una cadena de mandos que finalizó en el viejo Sam. Así funcionaba el poder en los nuevos tiempos. Jerry preguntó si estaba seguro y el viejo Sam asintió. Nueva York ha cambiado, dijo, los negocios ya no se hacen a palazos. Pero es Monk. Aunque fuera Dios.

Para ellos, Monk Eastman había sido un Dios cruel y posible, cuya carne había sangrado en esas calles apenas un poco menos que las de sus enemigos. Los hombres creen en lo invisible, pero sólo le temen a lo que ven. Y nada de lo hecho por Monk había sido a las sombras y en secreto. Jerry Bohan había sido testigo de la pelea con Paul Kelly. Dos horas a puño limpio en un granero del Bronx para resolver lo que las balas habían dejado pendiente en la batalla de la calle Rivington. Extraña ciudad Nueva York: un pandillero judío y otro italiano, porque eso era Kelly al fin de cuentas bajo su nombre de fantasía, matándose a golpes por el dominio de los barrios pobres y bajo el auspicio de los políticos de Tammany Hall, que querían un caudillo pero sólo uno. Jerry, un muchacho por entonces, admiraba a Monk porque parecía invencible, pero también porque siempre andaba con una paloma azul en los hombros o un gato de angora en los brazos, y porque usaba sombreros un talle más chico, lo que le daba a su fiereza un aire alocado y ligeramente infantil. ¿Cuánto tiempo habría pasado ya? ¿Quince, veinte años? Aún podía recordarlo con claridad: Monk como un toro, la cara deshecha, los dientes de oro brillando entre espumarajos de sangre, sonriendo pese a todo. Fue empate, quizás porque ninguno de los dos hubiera sobrevivido a una victoria.

Decían, y Jerry Bohan lo había escuchado más de una vez, que la guerra en Europa lo había cambiado más que Sing Sing. Que los bombardeos en Flandes le habían dejado un rumor permanente en los oídos que le impedía dormir. Que a veces lo asaltaba, como un temblor, el recuerdo de un muchacho pelirrojo destrozado a sus pies por un obús en las trincheras del Monte Kemmel. Decían, también, que el regreso con gloria y el perdón del gobernador lo habían ablandado. Monk, ahora, era un Dios limpio.

La puerta se abrió unos minutos después de la medianoche. La niebla difuminaba la luz pálida del farol de la calle 14. La silueta fantasmal. Su espalda ancha y aún fuerte. Ninguna paloma azul sobre los hombros. Ningún gato de angora en los brazos. El sombrero fino del talle correcto. Avanzó. La nariz como un bollo de pan. La cicatriz morada en la frente. ¿Era enorme o sólo lo parecía?

Philly Billy se apresuró a limpiarse los dedos en el pantalón. Crazy Deacon se despabiló con una sonrisita de dientes amarillos. Jerry Bohan guardó el reloj en el bolsillo del chaleco.

Monk se quitó el abrigo y el sombrero, y fue a sentarse con ellos. El traje a medida de Witty Brother’s no encajaba con su aspecto de perro de pelea. Lo primero que hizo fue servirse whisky. Lo segundo, pedir otra botella. Bebió mucho y arrastró a los demás. Contó anécdotas de trinchera como si añorara el barro y la metralla. Habló del muchacho pelirrojo pero no de su fantasma. Y de la vez en que él, herido en una pierna, había escapado desnudo y descalzo del hospital de campaña para unirse a su pelotón en la ofensiva de San Quintín. Se levantó para arremangarse los pantalones y mostrarles las huellas de las balas alemanas. Rió a carcajadas.

Tras el regreso de Francia y los honores, Monk había tomado el control de unos prostíbulos del Bajo Manhattan y quería expandirse. Necesitaba más y mejor licor, nada de la mierda destilada en Iowa que servían en el Bluebird. Jerry Bohan debía de saber cómo: después de todo era un agente de la Prohibición que se vendía al mejor postor y a quien conocía de pequeño. Monk tardó en ir al punto y lo hizo de golpe, en el medio de la historia sobre un soldado francés sin mandíbula que añoraba sonreír.

Preguntó por la ruta más segura para traer whisky de Canadá. Philly Billy se estremeció y empezó a rascarse de nuevo la cabeza. Crazy Deacon buscó con la mirada algo incierto a espaldas de Monk. La respuesta de Jerry Bohan fue torpe, más por cobardía que por la pesadez del alcohol. No podía darles forma a las palabras que se había repetido mentalmente durante toda la noche. Cómo mentirle. Cómo llevarlo al estado de confianza que permitiera la traición.

Monk se hartó de los rodeos. Golpeó el tabique del reservado y gritó como un insulto el nombre de Rothstein. Los dientes de oro brillaron casi tanto como sus ojos. Se paró y se lanzó sobre Jerry Bohan. Lo tomó de las orejas. Soy el Dios de esta puta ciudad, le dijo en un susurro, y lo soltó con el desprecio leve que se siente por la poca cosa. Se puso el sombrero y el abrigo. Abrió la puerta del Bluebird y se demoró unos segundos en salir. Acaso haya tenido una última duda. Acaso el verdadero traidor haya sido su orgullo. Lo cierto es que cruzó la calle 14 regalando la espalda. El primer disparo de Jerry Bohan le enredó la mecánica del paso. Un sacudón, un ardor y el estampido multiplicado por el vacío de la madrugada. Se tanteó a la altura del corazón. Reconoció el relieve del Colt escondido bajo dos capas de ropa espesa. Quiso sacarlo, girar, responder, pero todo se le había vuelto extrañamente lento y triste.

Monk Eastman recibió otros cuatro disparos. Murió antes de que su cara se hundiera en la nieve, con la mano derecha desarmada, sin ver el miedo en los ojos su asesino. El sombrero fino rodó hasta la alcantarilla. Nadie salió a ver qué había ocurrido, si todavía respiraba, si había una esperanza. Sólo un gato ordinario rondó su cadáver con cierta perplejidad.

Horacio Convertini

(Buenos Aires, 1961) Es periodista, fue editor jefe de la sección Policiales del diario Clarín. Ha recibido importantes premios como el Internacional de Novela Negra y Policial Azabache o el Memorial Silverio Cañadas (2013), que se otorga en la Semana Negra de Gijón a la mejor opera prima, con La soledad del mal. Asimismo ganó el Concurso de Novela Negra Extremo Negro-BAN! con su novela El último milagro.

Ha publicado las siguientes obras: El último milagro (2013), New Pompey (2012), La soledad del mal (2012), El refuerzo (2008), Los que duermen en el polvo (2017) y Lo oscuro que hay en mí (2021), además de media decena de obras infanto juveniles.

Convertini, uno de los más destacados referentes actuales de la novela negra en nuestro país nos presenta aquí una historia sobre rivalidades, cobardía, traiciones y respeto, en medio de una disputa territorial entre gángsters neoyorquinos durante las primeras décadas del siglo XX.

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