Milanesas

Por Sandro W. Centurión

Milanesas

Las ruedas de la Toyota Hilux se clavan en el suelo arenoso de la calle. Una nube de tierra cubre el vehículo. Es tarde, pasadas las once de la noche, pero las sillas y las mesas en el patio, y la luz de los focos, invadidos por los bichos, indican que ese es un lugar donde se puede parar a comer. Por eso, se detienen.

— Acá, —dice Saporiti. Apaga el motor de la camioneta y baja. El otro, que viaja atrás, en la caja, baja de un salto y lo sigue sin perderle el paso. Se puede escuchar la cumbia alegre que escapa del interior de la casa.

Los hombres se acomodan en una de las mesas.

— ¿Qué querés comer? —le pregunta Saporiti, con un desacostumbrado tono que roza entre la confianza y la lástima. El otro lo mira manso, o resignado, desde el otro lado de la mesa, y mezquinando palabras le responde:

— Milanesas.

— Está bien —le dice y con una seña llama a la doña que atiende en la fonda. Es el único lugar abierto a estas horas en la lejanía ignota de Palmar Largo. La mujer aparece solícita y escucha el pedido de Saporiti. Lo conocen, no es la primera vez que pasa por allí.

— Milanesas queremos doña. Dos milanesas de esas bien grandes, que se derramen del plato. ¿Puede ser?

A la doña la descoloca la metáfora— Va a esperar porque me quedé sin aceite —dice.

— Sí, no hay apuro.

La mujer regresa al interior de la casa y rumbea hacia el fondo donde está la cocina. Afuera, los grillos inundan la pesadez de la noche con su inagotable estrépito y se estrellan contra los focos que cuelgan en las paredes del rancho convertido en ocasional restaurante de comidas al paso. Un perro viejo y flaco duerme en el suelo con el cuerpo ovillado bajo la ventana. Levanta la cabeza y vigila a los recién llegados, pero luego recupera su posición de reposo. Un rato más tarde, un muchacho sale al patio de tierra, donde se distribuyen media docena de mesas y el doble de sillas para los clientes que suelen detenerse a comer algo y mirar la tele antes de seguir viaje hacia el oeste, hacia Salta, o hacia el este, hacia la lejana Formosa. El muchacho que lleva un bidón vacío en la mano arrima una motocicleta y la arranca luego de darle varias patadas; el vehículo emite un rugido agudo desentonado en el paisaje parco y silencioso del lugar. El muchacho y la moto desaparecen en la oscuridad de un sendero vecino.

Saporiti lucha por acomodar como puede su incomodidad en la endeble silla de plástico. Teme caerse en cualquier momento. Busca nivelar las patas de la silla sobre suelo firme, prueba con dos o tres movimientos hasta dar con la mejor ubicación posible y recién entonces termina de sentarse. Sin embargo, no está cómodo. Le estorba el calor agrio del lugar, los bichos que se le estrellan en la nuca, si no fuera por el hambre no se hubiera detenido, pero lo que más le incomoda es el revólver en la cintura, metido entre la pansa prominente que estira la tela de la camisa y el cinto del pantalón. Así que lo saca con cierto pudor, como si se sacara los zapatos en público para poder descansar los pies, y lo pone sobre la mesa cuidando, casi por costumbre, que el caño apunte hacia el hombre que está sentado frente a él, y que porta en el rostro, como un escudo, la desazón de un condenado.

A un lado de la puerta de la casa, se ubica un televisor que proyecta la señal del futbol que llega a ese recóndito paraje por los milagros de la televisión satelital. Saporiti distrae la mirada en el partido, y le resulta agradable ese momento. Una jovencita, probablemente una de los tantos hijos que viven y trabajaban en esa casa, le trae una cerveza, aunque Saporiti no la ha pedido. La jovencita le sonríe, y le ofrece un vaso de vidrio que termina de limpiar con su delantal de cocina.

— Traele un vaso al amigo también —le dice Saporiti, como dándole permiso para hacerlo. La jovencita vuelve hacia la cocina y un instante después regresa con otro vaso y lo pone frente al hombre que mira en silencio. El televisor le ha quedado a sus espaldas, por lo cual tiene la vista entretenida en los enormes tanques de petróleo que emergen como gigantes en la noche al otro lado de la plaza frente a la fonda.

Saporiti, le sirve la cerveza hasta el borde y la espuma reboza los límites del vaso. El otro no bebe de inmediato. Espera. Hasta que Saporiti le autoriza con un gesto de la barbilla indicándole que beba.

El otro bebe de un trago largo y profundo la cerveza fría como si intentara apagar una sed contenida durante días.

En la tele alguien da un pelotazo y la clava en el ángulo, y se escucha el grito de gol del relator de futbol. Del interior de la casa sale un hombre bajo y gordo, en alpargatas, y se para frente al televisor. Festeja el gol, está contento, acaso feliz. Mira a su alrededor buscando la complicidad de alguien. Se detiene y mira hacia donde están Saporiti y el otro. Levanta un puño en alto en señal de victoria, pero Saporiti no le responde. Empina su vaso, y bebe todo el contenido de un trago. ¡Pelotudo!, murmura.

El sonido de la moto crece veloz y antes de lo imaginado ya está a un costado de la casa como si hubiera llegado por alguno de los caminos invisibles de la oscuridad que conocen sólo los que los conocen de memoria, de tanto andarlos día y noche. El muchacho baja con medio bidón cargado de aceite. Y se dirige de prisa hacia el interior de la casa. Desde la cocina llega el golpeteo del martillo de madera que castiga la carne para ablandarla, para estirarla, para someterla a la voluntad de ser algo que no le es natural, para hacerla tan larga, tan ancha que rebase el plato. A martillazos la mujer aplasta la carne dura para transformarla en milanesa.

Cuando se acaba la primera botella de cerveza, la muchacha les acerca otra sin el contratiempo de que se lo tuvieran que pedir. Queda claro que ese es su rol en el negocio familiar, proveer las bebidas. Y lo hace bien, casi a gusto, con la secreta delectación de embriagar hombres viejos para reírseles en secreto, y luego tener algo para contar a las compañeritas del colegio.

Con la segunda cerveza llegan las milanesas. Es la doña quien las sirve, es su responsabilidad, su laburo.

Saporiti agradece y pide otra cerveza. Entre los platos, los cubiertos, las botellas, los vasos, el pan, las servilletas, y el revólver, queda poco espacio sobre la pequeña mesa para dos.

— Metele —le dice Saporiti y el otro se dispone a comer. Despacio, sin apuro. No tiene tanta hambre como sed. Si apenas puede tragar. Pero de todas maneras come, sabe que tiene que comer, quiere comer, sentir el sabor de algo distinto, amigable con su ser y con su cuerpo. Algo que lo nutra, que le dé las fuerzas que ya no tiene, que no encuentra. Ataca el plato y corta la milanesa, a pesar de todo, dura. Agarra con fuerza el cuchillo, y siente que podría hacer otra cosa con eso. Sí, seguramente podría, pero no se anima. Levanta la vista y observa el arma que le apunta amenazante.

Cuando terminan de comer, Saporiti enciende un cigarrillo y fuma. Ya no mira el televisor. Ahora lo mira al otro. Toma el arma que está sobre la mesa y lo regresa a la incomodidad de su cintura. Se levanta. Saca su billetera del bolsillo del pantalón y coloca unos billetes bajo el vaso.

— Nos vamos —dice, y el otro se levanta.

Saporiti y el otro se van sin despedirse de nadie. Saporiti lo lleva hacia el vehículo y lo empuja para que suba atrás. Luego, se sube él, arranca y las luces de la camioneta desaparecen de la vista luego de la curva que lleva a la ruta.

En la cocina de la fonda la doña retoma su tarea de dar martillazos a la carne dura. Tres martillazos y voltea la lonja de carne.

—Es el quinto que lleva este mes —le comenta la doña a la muchacha entre martillazos.

— No, el sexto. Yo conté seis este mes. —le corrige la muchacha.

*

La muchacha dijo que habían pasado dos noches cuando el extraño regresó, la doña dijo que fue sólo una noche, los demás no dijeron nada. Lo cierto es que el hombre que viajaba con Saporiti regresó a ese mismo lugar tiempo después, solo, a pie, con el aspecto de haber andado por kilómetros. El perro le había ladrado dos veces y luego el cansancio lo hizo desistir y se alejó arrastrando la cola.

— ¿Tendrá algo para comer? —dijo la mujer que el hombre le dijo en el umbral de la puerta. Sabían quién era, o mejor dicho con quién andaba, que para el caso es lo que importa. Lo hizo pasar y le acomodó una silla y una mesa en el comedor de la casa. Le acercó una jarra de agua, y un vaso que el sujeto bebió de prisa.

— Qué quiere comer —le preguntó la mujer.

— Milanesas —respondió— el baño, ¿puedo pasar a su baño?

Al baño de la casa se llegaba atravesando el pasillo de la cocina y luego una puerta que daba a la parte trasera de la casa. En el fondo del patio, una letrina de madera y chapas hacían las veces de baño familiar.

La mujer dijo que detrás de ese sujeto, unos minutos después apareció Saporiti, que entró apurado con el revólver en la mano derecha.

— Se me escapó —dijo— ¿está acá ese indio de mierda?

La mujer no supo que contestar, no hizo falta, su cara y la de los demás habitantes de la casas, confirmó la sospecha de Saporiti. Estaba ahí.

— ¿Dónde está? —dijo— y se metió a la casa con el permiso que le otorgaba portar un arma de fuego; y luego fue a la cocina a buscar al fugitivo, empuñando y apuntando hacia las sombras y los rincones. Los demás parecían ajenos a aquella escena.

Lo siguiente fue el golpe, duro y seco. Y el sonido estridente de un cuerpo cayendo sobre platos, ollas y bártulos de cocina. Y luego, los otros golpes, definitivos, duros, crujientes, gelatinosos, acuosos, espasmódicos. Treinta golpes dijo la mujer, cincuenta dijo la muchacha. El rostro y la cabeza de Saporiti quedaron irreconocibles por los golpes recibidos con el martillo de las milanesas.

Dicen que el hombre, el otro, se sentó, luego, en la mesa del comedor, como si esperara que le sirvieran.

— ¿Van a venir las milanesas doña?, de la carne de ese quiero —dicen que dijo el hombre, le devolvió el martillo a la mujer, puso el arma que le quitó a Saporiti sobre la mesa, y se sentó a esperar lo que le deparaba su suerte.

 

Cuento perteneciente al libro “Objetos perdidos”. (inédito, 2022)

 

Sandro W. Centurión

(1975) nació en Villa Dos Trece-Formosa. Reside actualmente en la Ciudad de Formosa. Es profesor en Letras, Magister en Enseñanza de la Lengua y la Literatura, Diplomado en Escritura Creativa por La UNTreF, y Escritor. Entre sus libros más destacados se encuentran; “Yo también maté a un Terminator” (Macedonia), “Julieta tiene un revólver” (Maten al mensajero”, y “Bramido” (Macedonia). Sus textos han sido recuperados en libros de textos y numerosas antologías nacionales e internacionales, y convertidos en cortometrajes cinematográficos. Pueden leerse algunos de sus textos en su sitio web: https://sites.google.com/view/sandro-ce/inicio y en su blog: http://blogdecosos.blogspot.com

En el relato de hoy, el formoseño Sandro Centurión nos obsequia con una trama en apariencia tranquila pero que deviene en un verdadero festín de violencia. Lectores sensibles, están avisados.

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