No hay nada oculto

Por Fabián García

No hay nada oculto

Casi no recordaba los rasgos de mi hermano. En mi memoria, los trazos angulosos de su cara se perdían entre muchos otros, su imagen se fundía sobre el fondo brumoso del recuerdo; si a veces lograba emerger de aquel caos, definirse, era para mostrarme al que fuera antes de que lo ganaran las sombras, los tormentos que convocó su arte. Veía al joven vehemente pero ingenuo, el que creía que sus pinceles y lienzos podían mejorar el mundo.

El que después de muchos años me convocaba, el que había pedido verme porque sabía que su final estaba cerca, era el otro.

El posterior a los saberes que lo destruyeron. El desolado, el inmóvil.

En un barrio que evité siempre, en lo alto de un edificio que aparentaba estar al borde del derrumbe, en un departamento intensamente húmedo, irrespirable casi, lo encontré. Me abrió la puerta una anciana, grisácea y mínima, que no alzó hacia mí la vista ni una vez. En penumbras, porque aunque el Sol había caído no había lámparas encendidas, me guió hasta la habitación de la que mi hermano ya no se movía.

Pasaron muchos años –dijo él, cuando estuve sentado junto a la cabecera de su cama estrecha–. Tus ojos no son los que recuerdo.

Miré a los lados. Buscaba los pinceles y lienzos que lo habían acompañado siempre, esos con los que, mientras conservó el dominio de sus manos, creó mundos, primero luminosos y después grotescos; pero la oscuridad en la habitación era la de la sala, y no distinguía más que diversas intensidades de sombra en las paredes.

– ¿No hay luz? –Pregunté – ¿O es que escondés algo?

–No hay nada oculto que no vaya a ser revelado –contestó.

–Palabras del Evangelio en tus labios –dije–. Las cosas tienen que haber cambiado mucho.

–¡Cambiaron, claro! Pero no de ese modo.

Levantó la cabeza de la almohada, y exhibió sus dientes a modo de sonrisa.

–Prefiero que no veas los muros –siguió–. No hasta que escuches lo que voy a decirte.

– ¿Qué tienen los muros?

–Desde la fosa del sueño –dijo–, traje a las criaturas que le dan forma. Ahora esas criaturas crecen sobre la piedra, amalgamadas con un reino afín.

Recordaba sus disparates, sus imposturas, sus exóticas puestas en escena de otra época. Supuse que aún moribundo deseaba continuarlas, y sonreí a la espera del despliegue de lo que fuera que hubiera preparado. Pero él, que entendió mi sonrisa, me aseguró que en las sombras no esperaba un desvarío como cualquiera de los otros.

Desde su juventud, cuando aún podía disponer de su cuerpo y gozaba de una modesta fama como artista plástico, mi hermano había intentado fusionar su arte con disciplinas de tipo esotérico. Simbología ritual, geometría sagrada, creación automática mediada por el trance… todo lo indagó y lo incorporó a su obra. Pero no estuvo, nunca, conforme con lo obtenido. Aseguró siempre que la senda verdadera, la que podía llevarlo hasta el arte total, permanecía ignota para él. En algún punto, perdida la calma o la esperanza, incrementó su búsqueda en direcciones aún más extrañas, abiertamente riesgosas. Su producción abandonó la vivacidad inicial, la intención de embellecer el mundo, y se tornó tan insólita, tan despiadadamente oscura, que las galerías dejaron de exponer su trabajo y las ventas cayeron en picada. Fue entonces que inició las prácticas que iban, con el tiempo, a llevarlo al borde de la muerte, a condenarlo a ser una cabeza móvil en un cuerpo exánime. Dejamos de vernos por aquella época, aunque hoy sé que él tardó mucho en advertir mi partida.

Ahora, con el cuello alzado sobre la lápida en que se convirtió su carne, me contaba el resto de la historia.

Privado de la posibilidad de buscar el arte total a través de sus pinceles o de la mortificación de su cuerpo, debió centrarse exclusivamente en los fantasmas dentro de su cabeza; en el posible vínculo de esos fantasmas con las figuras primigenias, con lo que los mitos, según el caso, llamaron demonios o ángeles. Para ello retomó sus investigaciones sobre el sueño lúcido, algo para lo que no necesitaba su cuerpo ya inútil. Noche tras noche hurgó en las escenas, solo al parecer incoherentes, de los sueños; noche tras noche intentó desmontarlas, conocer sus recodos y capas.

Cuando, al cabo de algunos años, consiguió dominar el flujo de imágenes, estuvo listo para ir en búsqueda de la vivencia terrible, del Grial de los sueños: la pesadilla lúcida.

Una noche en la que, según él, envejeció diez años, ingresó a ese abismo, miró de frente sus miles de ojos y logró regresar. Desde entonces fue capaz de «mirar detrás de las últimas máscaras», y de descender hasta lo que llamó la «letrina de la memoria».

–El vertedero común y atemporal –dijo– del que se nutre toda consciencia.

Entre las heces intangibles, aseguró, crecen como el moho las figuras primigenias, las semillas de la vida incorpórea. Las técnicas que permiten convocarlas, convencerlas de manifestarse también en la vigilia existen desde siempre; pero es tanta su dificultad, tantos los riesgos que implican, que nunca pasaron, en el nuboso mundo esotérico, de ser un rumor que solo llegaban a discernir muy pocos.

Las historias sobre invocaciones logradas, me dijo, son escasas y no siempre fiables; no pocas tienen cientos o miles de años de antigüedad. Pese a los magros datos disponibles, él, con sus limitaciones, había tenido éxito en lo que muchos, entre ellos célebres místicos e investigadores de lo oculto, habían fallado. Había traído hasta la luz del día, hasta la burda luz de la vigilia, a las figuras primigenias.

–No tienen lo que llamarías un cuerpo, claro… –dijo–, necesitan adueñarse de uno y alterar sus funciones para manifestarse. Siendo a medias entidades basales y excrecencias, rara vez se hallan a gusto en las formas llamadas “complejas”, a las que consideran degradadas. Eligen, en cambio, a los organismos más cercanos al agua y a la materia muerta, por ser ambos los pilares de la vida.

Desde ahí, de acuerdo a los arcaicos rumores, son capaces de trastocar a la existencia toda, de sumirla en el caos del que proviene… siempre y cuando dispongan del guía adecuado.

Al llegar a este punto, mi hermano me guiñó los ojos, y sacudió el cuello como si fuera uno de esos muñecos de caja sorpresa: con eso me hacía saber que ese guía era él.

–Entiendo el concepto– dije, mientras con una mano espantaba algo que se había posado en mi hombro–. Pero no adivino a qué hechos concretos dan forma en la vigilia esas entidades.

Mi hermano dejó caer la cabeza sobre la almohada.

–Bajo la mesa de luz hay un prolongador eléctrico. Si lo activás van a encenderse las luces.

Pasé las manos por mis hombros otra vez. Oí una especie de siseo también, y volví la vista hacia los muros.

–No tengas miedo –dijo él al notar mi demora–. La oscuridad, si asciende, puede ser el infierno de los que se creen felices. No el nuestro, hermanito…

Palpé debajo de la mesa de luz, encontré el prolongador y apreté el botón rojo.

Lo primero que vi fueron las manchas negras en la piel cenicienta de mi hermano, la mugre de meses que impregnaba las sábanas y los restos pútridos a un lado de la cama. Después alcé la vista hacia las paredes, y salté de la silla con un chillido que hizo carcajear al postrado.

Desde la combada madera del suelo crecía una masa verdinegra, una jungla putrefacta y nudosa que alcanzaba el techo y lo cubría. De la masa adherida a las paredes y el techo se desprendían vástagos, más parecidos a lenguas o tentáculos que a tallos o ramas; los extremos de esos vástagos, que casi tocaban mi cuerpo, ondulaban como si estuvieran debajo del agua.

–El moho sabe todas las cosas –dijo mi hermano.

Giré sobre mí mismo, asqueado; golpeé, absurdo, algunas de las lenguas con mis puños.

–El moho está despierto– continuó él–. Las formas viven ahora en su materia, como tu alma en la carne.

De pie en el centro de la habitación, justo debajo de la lámpara de techo, me esforcé por calmarme, por aquietar el temblor de mis manos. Después miré directo al tapiz detrás del ramaje sinuoso: los filamentos que lo formaban se desplazaban a través de los muros, como un oleaje, y ese oleaje creaba imágenes que reconocía. Vi a mi hermano cien veces, joven y aún ingenuo, al borde del abismo y luego desecho; vi sus cuadros y esculturas perdidos, destrozados en alguno de sus brotes violentos o vendidos a clientes ocultos; me vi a mí, tibio de amor y de esperanza aún, mucho antes de mi caída irredenta; en ese instante exacto, mirándome desde el centro de la sala y convertido en polvo, no sé cuando; vi a mi madre, que no pudo prever la locura y el dolor que paría, y lloré.

–Estos no son sueños –grité.

–No–dijo mi hermano–. Los sueños están creciendo ahora, en dirección al día. El velo está a punto de romperse.
Había alzado la cabeza otra vez, su cuello amarillento parecía el tallo de una flor monstruosa.

Me acerqué a la cama y venciendo el asco, tiré de la sábana que cubría el cuerpo. Creo que quería tanto golpearlo, como cargarlo y llevarlo a otra parte, pero lo que vi me detuvo.

Mi hermano estaba cubierto por el mismo tapiz de las paredes; miles de hebras se entrelazaban sobre la carne inmóvil, ondeaban sobre el torso y las piernas, se congregaban en algunos sitios como grotescas flores; en otros habían creado honduras sangrantes. Solo el cuello y la cabeza, de momento, permanecían ajenos al proceso, aunque algunas hebras más densas que el resto ya ondulaban sobre la tráquea.

Retrocedí, sin poder apartar los ojos de la cama, hasta golpear mi espalda en la puerta entreabierta de la habitación; cuando giré en dirección a la calle me topé con la anciana. Con lo que había creído una anciana: bajo la luz artificial, su cara no era más que un cúmulo de quistes verdinegros, sus brazos, tallos como los de los muros.

Quise empujarla, pero mis manos traspasaron su pecho y al sacudir los brazos, trémulo de asco, deshice aquel cuerpo.

–¡La creé para recibirte! –gritó el postrado– ¡Idiota!

Corrí hasta la puerta de salida y bajé las escaleras, a punto de caerme varias veces. Me pareció que las paredes cambiaban de color a mi paso, pero quizá haya sido el miedo.

Caminé sin rumbo, no sé cuánto tiempo, me perdí, volví a pasar frente al edificio del que había escapado; ya en plena noche, subí las escaleras de mi propia casa. Encendí las luces con los ojos cerrados, los abrí más tarde entre mis dedos, en un intento absurdo por protegerme. Todo estaba como cada día… mis libros seguían cubiertos de polvo inofensivo, nadie me esperaba.

No pude dormirme: sentado junto a la ventana, esperé ver al tapiz verdinegro extenderse sobre el cemento, cubrir los cuerpos insomnes que veía en la calle. Esperé en vano, porque fue una mañana como cualquier otra la que creció entre los edificios. Por unos cuantos días, pude creer que lo que había visto no iba a expandirse, que los demonios soñados por mi hermano iban a consumirse junto a él, en lo alto del edificio del que escapé.

Pero hay sobre las cosas, ahora, una sombra sinuosa que me indica que estaba equivocado. Los objetos, las formas, siguen siendo las mismas; lo nuevo es el tono que recubre de a ratos los colores de siempre, y el aspecto herrumbroso de lo que antes brillaba. Son nuevos, también, los rasgos confusos, ondulantes, en las caras que recorren las calles. A veces todas las caras parecen la misma, una máscara fofa de orificios húmedos.

Quizá la mía sea como las otras, a esta altura. Si fuera hasta el espejo podría averiguarlo, pero prefiero no hacerlo. El espejo está en la pared a mi espalda, donde se expande una mancha verdinegra. En su centro, un cúmulo de quistes se estira hacia mí sobre su tallo pútrido.

Quiere alcanzarme, sé que quiere alcanzarme. Quiere darme la respuesta a una pregunta que no le hice nunca, quiere contarme por qué razón me confió su secreto.

Fabián García

(Buenos Aires, 1973) Vive actualmente en Ramos Mejía. Publicó los libros de cuentos La lengua de los geckos (Muerde Muertos, 2019) y No juegues con eso (Miércoles 14, 2021). Forma parte de las antologías de cuentos de la revista La Balandra y el ciclo Vivos de Miedo, ambas del 2020.

Con apenas dos colecciones de relatos, Fabián García ha demostrado una maestría y singular manejo de la narración breve, más afín al fantástico latinoamericano y al terror europeo que a la tradición anglosajona. En el presente relato –una pieza en la que resuenan además ecos de Ligotti y Barker– nos brinda un alucinante encuentro con un artista que decidió explorar más allá de los límites permitidos.

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